Estanislao Martín analiza su libro Cimientos para una educación sólida, basado en su experiencia y pasión

Estanislao Martín Rincón. Nació en Caleruela (Toledo) en 1955. Casado. Maestro jubilado. Maestro de Enseñanza Primaria en la enseñanza pública, profesor de Filosofía en el colegio privado Compañía de María de Talavera de la Reina y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas “Santa María de Toledo” (sede de Talavera). Autor del libro Para entender la devoción a la Divina Misericordia y de numerosos artículos de contenido educativo en diversos medios en papel y digitales.

¿Por qué decidió escribir el libro “Cimientos para una educación sólida”?

En realidad nunca me propuse escribir este libro, sino que ha venido rodado. El libro es una selección de cuarenta y seis artículos de entre más de doscientos escritos y publicados en la revista “El Taller del Orfebre”, del colegio Compañía de María de Talavera de la Reina, en el período 1999 y 2024; los más antiguos de este libro son de 2001 y los últimos de 2018.

Me parecía que esta cantidad de material llevaba demasiado tiempo dormida en mi ordenador y desperdigada en las revistas de estos veinticinco años. Este año, coincidiendo con el 125 aniversario de la fundación del colegio, he creído conveniente sacarlos de nuevo a la luz, ahora en forma de libro, que siempre será menos volátil que una revista.

¿En qué medida es fruto de sus años de experiencia como educador y sus inquietudes al respecto?

La respuesta a su pregunta es en totalidad. Lo escrito responde por entero a mis convicciones sobre la educación, convicciones que, siendo teóricas, han sido puestas a prueba día a día, durante más de cuarenta años. Mis inquietudes han permanecido inalteradas durante toda mi vida docente; en cambio, mi forma de llevar esas ideas a la práctica, en las aulas, ha necesitado de mucha maduración, ha tenido que ir depurándose y rectificando constantemente.

¿De qué ideas hablo y de qué inquietudes? Desde mis primeros años de maestro, siendo muy joven, caí en la cuenta del inmenso valor de la educación, que no es otro que el valor mismo de la persona humana, que es infinito. El valor de una sola persona, una sola, dice santo Tomás de Aquino, es superior al de toda la creación no personal porque una sola alma humana vale más que todo el universo material. La educación es una actividad eminentemente espiritual, no solo espiritual, ni cuando digo espiritual significa religiosa (que también, por supuesto que sí), sino espiritual en el sentido de cultivo del espíritu humano, un cultivo dirigido tanto a la vida temporal como a la vida eterna. De aquí su valor, de aquí su peso en la vida de cualquier persona, de aquí la inmensa responsabilidad que contraen los padres y contraemos los educadores profesionales. De aquí el interés de la madre Iglesia, porque la educación contribuye en gran medida a aceptar la salvación de Jesucristo y a trabajar por ella, por la propia y por la de los demás.

Y, bajando el listón, de aquí el enorme interés de los políticos por gestionar y controlar la educación, interés a veces noble, y con mucha frecuencia, nada noble.

En cuanto a mi persona, como maestro, dentro de mis inquietudes, ha estado siempre muy presente la necesidad de formación, tanto la propia como la ajena. Yo estudié el Magisterio de mi época, al comienzo de los setenta del siglo pasado. Y a los pocos años de haber terminado, fui consciente de las muchas limitaciones de mi formación; suficiente para desempeñar mi oficio, pero me parecía a mí que mi cabeza necesitaba, estar más cultivada, tener más recursos pedagógicos. Era escasa mi formación y más escasa todavía la de la mayoría de los padres de mis alumnos.

Para mejorar la mía, participé junto con mi esposa en la formación de profesores de religión durante tres años, en los cursos que organizaba el arzobispado. Ahí se me abrieron horizontes y unos años más tarde, decidí ampliar mis estudios sobre educación cursando Filosofía y Ciencias de la Educación, primero en la UNED y después en la universidad de Sevilla.

Para formarme en la orientación de padres, acudí durante tres años a la formación de orientadores familiares que impartía la Universidad de Navarra. Allí aprendí mucho, con un profesorado extraordinario y unos cursos muy bien estructurados, a distancia durante el año, y presenciales durante los veranos.

Bueno, pues todo esto constituye el magma que ha ido saliendo y solidificándose en estos doscientos artículos, de los cuales este libro es una selección, como le decía.

¿Ha hecho usted referencia a su esposa y creo que ella también ha participado en la redacción de los artículos que componen el libro? Háblenos del papel de su esposa.

Sí, así es. En cuanto a los artículos, la elección de los temas y la redacción ha sido siempre mía, y la corrección, suya, una corrección muchas veces con más acierto que la redacción.

Luego hay otro aspecto bien importante que ha influido mucho en las ideas que hemos vertido en los artículos, y es nuestra condición de matrimonio y nuestra experiencia de vida conyugal.

El rasgo esencial del matrimonio sacramental es la unidad de vida que surge de un consentimiento libremente contraído y expresado por un hombre y una mujer. La unidad, siendo un rasgo del matrimonio, no es uno más entre los rasgos del matrimonio; siendo un elemento que aporta mucha belleza a la pareja humana, es mucho más que un adorno; la unidad hombre-mujer propia del matrimonio es su rasgo constituyente.

Para ayudar a las familias a veces hemos puesto el foco en cosas que, siendo muy buenas y muy importantes, están por debajo de la unidad. Cosas como el diálogo, la ayuda mutua, la complementariedad padre-madre en la educación, la colaboración en las tareas domésticas, la solvencia económica y material, etc.; todos estos aspectos son importantísimos en el día a día, pero todos tienen su raíz, su fundamento y su sostén en la unidad del matrimonio. Todo lo que sea trabajar por la unidad del matrimonio es trabajar por la estabilidad y el buen funcionamiento de la familia.

La toma de conciencia del valor de la unidad, experimentada desde dentro de nuestro matrimonio, ha alimentado nuestras inquietudes educativas, las mías y las de mi esposa. Y de ahí que hayamos dirigido muchos artículos a tratar de dar luz y explicar diversas cuestiones cuyo origen está en la unidad. Los problemas de las familias, tan extendidos y tan graves, empiezan cuando se abre una grieta en la unidad del matrimonio.

Las causas del debilitamiento de la unidad y de las rupturas matrimoniales pueden ser muy variadas, pero hay que dejar claro que la causa radical por la cual se empieza a abrir esa grieta está en la falta de vida de gracia. El matrimonio sacramental es, junto con el sacerdocio, un estado de vida cuya raíz está en un sacramento. Pues bien, es evidente que no se puede mantener un estado derivado de un sacramento sin sacramentos, sin vida de gracia. Esto no es opinable, sino una verdad inmutable que Jesucristo expresa explícitamente: “Sin mí, no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).

¿Por qué la primera parte del libro la dedica a la formación del hombre nuevo?

Por dos motivos. Uno, porque educar es llevar adelante la construcción de hombres nuevos, seres humanos que no han existido antes y que están estrenando su existencia, y la educación, entendida en sentido amplio, comienza ya en la etapa fetal.

Pero hay un sentido más profundo en esta expresión, y es que cada recién nacido, teológicamente hablando, es un hombre viejo, en el sentido paulino de la expresión, un hombre marcado por el pecado e inclinado a pecar permanentemente, aun después de recibir el santo bautismo. Este es el concepto de hombre nuevo del que le habla Jesús a Nicodemo en el evangelio de san Juan. Si la educación no contribuye a llevar adelante la construcción del hombre nuevo evangélico, podemos obtener resultados técnicos muy brillantes, gentes que se desenvuelvan muy bien entre hombres viejos, hombres y mujeres con capacidades muy desarrolladas, pero abocados a una vida inmanente, la propia de los animales, que se agota en sí misma, cerrada a la trascendencia. El ser humano, queramos o no queramos, es un ser trascendente y nosotros, que somos los que hemos creído y conocido el amor que Dios nos tiene, sabemos que la necesidad de trascendencia no la satisface cualquier propuesta, sino Jesucristo, solo Jesucristo, que es el único camino que nos conduce y nos lleva al Dios verdadero.

¿Por qué es tan importante formar en virtudes?

En este libro no se habla expresamente de virtudes, pero me alegro de que me haga esta pregunta porque hemos escrito muchos artículos sobre las virtudes humanas, que son el objeto propio de la educación moral, y que corresponde sobre todo a la familia; la familia, si funciona como debe, si educa como le corresponde, es necesariamente escuela de virtudes. Respondiendo a su pregunta: ¿por qué es tan importante formar en virtudes?, porque las virtudes son hábitos que facilitan hacer el bien objetivo (no el subjetivo), cosa que no siempre es fácil. La vida humana no consiste en hacer, pero es eminentemente práctica. No hay educación sin acción y no hay educación integral (o sea educación) sin educación moral. Lo propio del hombre nuevo es que cuando actúa, actúe bien, entendiendo el bien en sus dos dimensiones, técnica y moral. Dicho en pocas palabras: hay que enseñar a hacer el bien, pero el bien hay que hacerlo bien hecho, no basta hacer el bien chapuceramente, el bien tiene que estar bien hecho. Esto es imposible de lograr sin educar en las virtudes: el orden, la fortaleza, la obediencia, la templanza, el trabajo, la alegría, etc.

¿Por qué el joven debe ser educado en la belleza, rectamente entendida?

Cuando dice usted rectamente entendida, doy por supuesto que se refiere no solo a la belleza estética, el buen gusto, sino también a la belleza moral. Las dos clases de belleza son importantes y ambas son objeto de la educación, ambas deben ser descubiertas y disfrutadas. La fealdad y la tristeza son armas del mal, del demonio. ¿Por qué educar en ella? Porque la belleza no es sino la cara amable y atractiva del bien y la verdad. El bien y la verdad, si no están dotados de belleza, no resultan atractivos y lo que no resulta atractivo, solo puede producir rechazo o indiferencia. Lo no atractivo no entusiasma.

Otro aspecto importante del libro es la importancia de ser hombre: varón y padre y la importancia de transmitir a los hijos su identidad.

Así es. Una de las causas que han propiciado la desorientación generalizada que padecemos actualmente está en el debilitamiento y rechazo a la autoridad, cuyo punto de arranque no está en los ataques que recibe, sino en la dejación de los que la ostentan. Esta carencia, que se da en todos los ámbitos de la vida social, tiene su raíz, su culmen y su máxima expresión en el ejercicio de la autoridad dentro de la familia, que es, debería ser, verdadera escuela de autoridad porque la autoridad de los padres es una autoridad vicaria, concedida por el mismo Dios. Por ese motivo es la más completa, la más sublime, la de más amplio espectro ya que reúne la mayor cantidad de ingredientes para ayudar a modelar la personalidad del hijo: viene impresa de un afecto natural único, es digna de admiración, atractiva, servicial, persuasiva, tiene capacidad de coacción, es compartida (por los esposos), ejemplarizante, etc.

Todo este repertorio de bondades pertenece a los padres, padre y madre, a los dos, pero por voluntad divina descansa en la figura del padre, del varón, porque Dios ha querido que sea el esposo cabeza de la esposa, y, por extensión, cabeza de toda la familia. Este es el estatus del varón, esposo y padre, de ahí surgen sus funciones, entre ellas, esa por la que usted me pregunta, la de dar identidad al hijo.

En este punto, permítame, don Javier, que la respuesta sea algo más densa. Dar identidad al hijo es hacerle saber, con las palabras, los gestos y los hechos, qué es y quién es. Nuestra identidad no se reduce a saber quiénes somos sino también qué somos. En el qué está nuestra naturaleza, somos hombres (y no meros animales) y hay que aprender a ser humanos, porque no nos viene dado de nacimiento; en el qué está también el sexo, que es un rasgo de identidad fundamental: chico o chica. Aquí el papel del padre es determinante porque es función del padre afirmar y confirmar la identidad sexual de los hijos; de los chicos por modelamiento, de las chicas por contraste. Esta idea puede chocar, pero es el padre el que hace que la chica se sienta a gusto en su papel de chica (siempre que el padre actúe bien, como le corresponde por su papel de varón y cabeza de familia).

Y luego, sobre el qué se construye el quién, la persona, que responde al nombre propio, y aquí también la educación es fundamental, ayudando a cada hijo a que descubra el quién único que es. En síntesis: hay que enseñar a cada hijo a ser lo que es, un ser humano (varón o mujer) y hay que enseñarle qué hombre y qué mujer está llamado a ser cada hijo.

También habla de la importancia de preservar la inocencia en los jóvenes y esto no quiere decir fomentar la ingenuidad…

Le pido disculpas por citarme a mí mismo, pero es que su pregunta lleva implícita la respuesta y la mejor manera de contestar a su pregunta es citando textualmente unas líneas de la página 138 de mi libro. En esa página, después de explicar que la inocencia no es ignorancia, está escrito lo siguiente: “la inocencia tampoco coincide con la ingenuidad, mejor aún, con la boba ingenuidad. Llamo boba ingenuidad a la falta de capacidad para relacionar las causas con sus efectos. Cuando eso ocurre, la persona afectada por este tipo de ingenuidad se sorprende de que la realidad sea como es y se produzcan las consecuencias que se producen. Pues bien, tampoco esa situación corresponde a la persona inocente, la cual no se sorprende porque las cosas sean como son ni porque los efectos obedezcan a sus causas”.

Pero también hay que decir lo que es, y eso se explica en las páginas siguientes, comenzando por decir que “en lo que yo quiero poner el foco de nuestra atención es en la idea –preciosa– de que la inocencia es un modo de existir, una manera de estar en el mundo, una actitud ante la vida que envuelve a la persona entera, un saber mirar las cosas en su verdad más limpia, que no es otra que su bondad”.

¿Por qué es muy importante que el adolescente se sienta amado en el seno de la familia?

A lo largo de la entrevista hay tres referencias a la educación como construcción, que es una de las ideas medulares de este libro. Pues bien, no podemos llevar adelante una adolescencia bien construida si el adolescente no se sabe querido. No basta con que se le quiera, él debe sentirse querido, lo cual no significa solo mimado y menos aún que sea siempre consentido, pero sí significa valorado, estimulado, corregido, animado. El amor es fuerte, dice la Escritura, y el adolescente, para su crecimiento físico, psíquico y espiritual, necesita moverse en ámbitos de fuerza, no de flojera; de vigor, no de debilidad, necesita probarse a sí mismo, conocer sus límites, aun cuando al probarlos se quede corto o cometa excesos.

Por Javier Navascués

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