Espectacular encuentro de un joven con la luz de Dios desde las tinieblas del nihilismo más absoluto
Diego del Arca, estudiante de Administración y Dirección de Empresas, tiene 25 años y actualmente trabaja para una empresa francesa siendo responsable de Irlanda y Reino Unido.
¿Por qué en la adolescencia perdió la fe?
Nací en una familia católica, en colegio de Fomento y asistiendo todas las fiestas de guardar y domingos a misa. Sin embargo, pese a que de niño profesara una enorme fe, hasta el punto de escribir a los 6 años mi deseo de ser misionero, muy pronto mi curiosidad se desbocó a parajes peligrosos. A los 12 años comencé a plantearme preguntas que, o bien no quería entender o bien no dedicaron mucho tiempo a explicar, por lo que empecé a buscarlas fuera de mis “círculos”: comencé con Freud, pasando después a Nietzsche, Platón, Popper, Schopenhauer… Cuando creía que más me acercaba a la verdad, más nubloso parecía todo, todo se volvía relativo y, de repente, la verdad dejó de existir. Sólo había percepciones, ideas, realidades subjetivas a cada uno, con lo cual cada persona era capaz de juzgar su propia realidad y tú de juzgarlas todas.
Tras adoptar la máxima nietzscheana de “crear cada uno su realidad”, su propia moral, su propio código interno, comienzas a tontear con ideas peligrosas a la par que atractivas. Como dijo una vez Dostoyevski, “los socialistas no tratan de alcanzar los cielos desde la tierra, sino de bajar los cielos a la tierra”, por ello es necesaria la completa aniquilación de la presencia divina en la tierra, en ello se sustentan sus ideologías, y así lo creía yo.
En ese momento comencé a armar mi arsenal de argumentos, la mayoría sustentados en retórica barata, sobre la inexistencia de Dios o mejor dicho, sobre cómo Dios había muerto. Para entonces tenía 17 años y un cacao en la cabeza enorme. Partiendo de la base de que todo hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe y sobre la creación individual de la propia moral (que visto así es obvia su contradicción), me adentré en la ideología socialista. Saltando como rana en estanque, iba pasando del anarcoindividualismo, al anarcocomunismo, del socialismo utópico a la sociedad comunal, del anarcocapitalismo al control del estado de los medios de producción y nada me terminaba de convencer. Todo en un principio parecía atractivo, pero se acababa derrumbando conforme avanzaba más en profundidad en sus aguas. Todo se volvía cada vez más relativo y no encontraba sentido en nada. El tiempo pasaba y me hacía más arrogante, más idealista y menos razonable.
Hasta que llegó el día en que me tuve que plantear seriamente si Dios existía o no. Era un tema demasiado importante para mantenerse en la tibieza. Necesitaba una respuesta. Sin rituales milenarios, sin fes vacías, sin sentimentalismos, sólo con la razón. Mi planteamiento era el siguiente: si Dios existía, y nos había dado la razón, tendríamos que ser capaces de llegar a Él a través de la misma, sino no podría ser Dios.
No tardé mucho en convencerme, de forma meramente racional, de que Dios existía; las vías tomistas fueron sin duda mi mayor prueba de ello, Descartes, San Anselmo, o las propias respuestas de la Iglesia Católica, sólo confirmaron la evidencia. Pero claro, ahora sabía que Dios existía, no quiere decir que creyera en Él. Demasiada soberbia brotaba aún de mí, demasiada filosofía barata, malas lecturas y peores hábitos llevaban mi vida. Seguía sin entender nada, con un solo cambio: ahora me sentía preparado para poder hacerlo. Seguí leyendo y, como todo ciego que sigue sin querer ver, justificando mis acciones de manera “racional”. Los días pasaban y cada vez me resultaba más incómodo el no saber, el no ser capaz de dilucidar qué forma tenía Dios. ¿Era Alá?¿Era Yahvé?¿Era la Santísima Trinidad? ¿Era el propio mundo del Tao? No sabía nada, estaba aún más perdido. En mi soberbia aún pensaba que podría llegar a conocer a Dios por mis propios medios, y vaya que si lo intentaba. Me daba constantemente de bruces ante lo que no podía llegar a creer, pues para creer hay que dar lo que se llama ”salto de fe”. La razón nos puede conducir hasta el objeto a creer, jamás nos hará creer, eso es una gracia que Dios concede y uno tiene que aceptarla.
No fue hasta ese 17 de marzo cuando mi vida dio un cambio radical. Como el que tenía costras en los ojos y alguien se las quita de un tirón, sin miramientos. Y de repente todo parece extraño. Todo lo que uno percibía antes, las relaciones (tanto sociales como amorosas), los fuegos internos, los debates personales, hasta los propios instintos, se ven por fin como lo que son. Y no, no mentiré, no me gustó nada lo que vi.
¿Cómo fue la experiencia espiritual en la que Dios le hizo ver el estado de su alma y el infierno que merecía?
Fue aquel 17 de marzo. A día de hoy sigo sin entender exactamente qué pasó. Dios me mostró el estado de mi alma ese día. Me quedé anonadado, tembloroso y roto. Todos los pecados que había cometido hasta ese día fueron mostrados ante mí, incluyendo en esa demostración el dolor que le había causado a mi Padre celestial por los mismos pecados.
Me quedé atónito. No podía respirar. Las faltas de las que yo antes me vanagloriaba, los argumentos que exponía en público sin temor, los “es un acto de amor” eran puñales para mi Padre. El dolor de un padre querido al ver cómo su hijo por voluntad propia se condenaba a sí mismo. Cómo alguien decide alejarse de la virtud en estado puro, del bien absoluto, de su propio creador y Padre para acercarse al pecado, a la decadencia, al amor propio, que no es ni amor ni es propio.
No daba crédito a lo que veía. Era mi propio juicio, y yo mismo dictaminé sentencia dentro de mí. Debía arder en el infierno por la eternidad. Conocía los entresijos de cada uno de mis pecados, cada maldad (por pequeña que pareciera), cada intención oculta, cada acto de egoísmo, cada pizca de inmoralidad en cada una de mis acciones. No había defensa posible. Ya no. Vi cómo cada una de mis acciones eran una puñalada para Dios, y entendí por qué. Cada acto impuro que realizaba me alejaba más de Él, por lo que me condenaba y por lo que sufría. Por fin lo entendía. Pero en ese momento en mi mente no había espacio para la salvación, ¿cómo un trozo de basura como yo pudiera pedir perdón ahora? Tras todo el daño que he causado al ser más bondadoso de la existencia, aquel que fuera de Él mismo no puede existir la bondad o la virtud.
Como decía San Agustín, la pena del pecador es el propio pecado, cómo de bien lo entendí. El pecado no es malo porque daña a Dios, es malo porque nos aleja de Él, lo cual le daña aún más. Debido a su amor infinito hacia sus hijos, del cual no nos mereceríamos ni un grano de arena, su dolor es aún mayor. Está viendo a su hijo condenarse bajo falsos pretextos al fuego eterno, a una eternidad en la cual no estaría con Él. La soledad absoluta, la completa oscuridad, el infierno. No puedo decir que lo sintiese. Lo que sí puedo decir es que vi cuán alejado de Dios me hallaba, y es una sensación que no quiero volver a sentir jamás. Es el mayor desasosiego que jamás pude imaginar sentir. Como un niño pequeño en mitad de la oscuridad sin nadie. Pero era mayor que un niño, los peligros más reales y la oscuridad absoluta (o por lo menos su percepción). Es, sin duda, lo más aterrador que jamás he sentido. No se lo desearía ni a mi peor enemigo.
Lo que más me chocaba era mi “ignorancia”. Doy fe y mantengo que muchos de los pecados que más dolor le causaron a Dios eran aquellos que no podía imaginar que pudieran estar mal. De veras que no. Yo me podría haber imaginado el juicio final con un ángel-abogado, un diablo-fiscal y el juez sería Dios. En este caso no fue así. Dios me expuso mis faltas tal como eran, sin añadir ni quitar nada, y yo decidí. No podía engañarme a mí mismo tras la exposición de pruebas. El dolor de mi Padre era abrumador para mí. Me daba hasta vergüenza pedir perdón a alguien al que había escupido y vilipendiado tanto. Era impensable para mi ese momento el considerar mi redención.
Pero no podía pensar, sólo lamentarme y temblar. Para mí en ese instante era inconcebible el imaginar misericordia, y era cierto pues todavía no veía la otra cara de la moneda: Dios quiere que seamos salvos. Quiere que nos lamentemos por todas las tropelías que hemos hecho contra nosotros mismo y contra Él, salvándonos y purgando nuestras más profundas ofensas, con el único fin de poder llegar a Él.
Ha de ser por mí y me hubiera mandado al infierno, sin lugar a la más mínima duda. Fue después de esta experiencia que pude confesarme tras más de 10 años sin pisar un confesionario. Le expuse al confesor lo que me había sucedido, de una forma bastante confusa la verdad y él que no entendía cómo podía seguir respirando un ser tan abominable como yo.
Con todo el daño que le había hecho a Dios. Él me respondió que lo seguía viendo con la soberbia del hermano mayor en la parábola del hijo pródigo. Que no contaba con la visión del padre. Más que desde la óptica de la injusticia, tenía que verlo (o intentarlo) desde la visión del padre que ha recuperado a su hijo “estaba muerto y ha vuelto a la vida. Estaba perdido y ha sido hallado”. Así me sentía yo, vivo. Aún con la mayor carga que un hombre puede tener al mostrarle el dolor de su padre, por el actuar egoísta y arrogante de un ingrato.
¿Qué supuso para usted poder confesarse y quitarse el lastre de tanto pecado?
Cuando uno descubre que la realidad es una, la verdad única y que Dios es Cristo, la confesión resulta bastante reconfortante, a la par que dolorosa (por el hecho de necesitarla, claro). El mayor acto de humildad que hacía en años resultó ser una nimiedad a la vista de cualquiera que pudiera verme: arrodillarme frente al confesor y compartir mis más íntimas faltas y ofensas a Dios Padre.
Verme postrado de rodillas frente a un extraño, aireando todas mis vergüenzas y suplicando clemencia, me dio bastante paz. Pero he de reconocer que no me sentí libre de pecado hasta mi tercera confesión. En la primera fui capaz de soltar todas las mayores faltas que había cometido en todos mis tristes años de existencia. Una por una, hasta algunas que salían de mi boca no tenía recuerdo. Pero quedaban otras. Otra que no me podía ni imaginar haber cometido. Otra que no me permitía comulgar en paz. Había algo que tenía que decir, pero no sabía qué. Me tenía en constante estado de agonía. No sabía qué era.
Durante la misa del martes me vino. No me lo podía creer, había olvidado confesarme el que sería el pecado más grande jamás cometido: la apostasía. Fui temblando de vergüenza y remordimientos al confesionario, me postré y se lo expuse al sacerdote. Tras cumplir mi penitencia un olor indescriptible me sobrevino. Nunca me había sentido así, estaba en paz, mejor aún, estaba en gracia. No me lo podía creer.
¿Por qué le impactó tanto la primera vez que pudo volver a comulgar?
Lo que más me impactó sobre la comunión fue la adoración de la misma. El poder postrarse uno mismo frente al Altísimo, cara a cara y poder rezarle, directamente. Es algo que me sobrecogió hasta el máximo. No pude (ni puedo), creer que podamos ser dignos de tal gracia. Sé que no lo somos, ni que jamás podremos merecer serlo. El estar con Dios encarnado, revivir la Pasión de Cristo, rememorar el sacrificio de su propio hijo para nuestra salvación, es algo que de sólo pensarlo me dan escalofríos.
Muchas veces, ya por costumbre ya por falta de conocimiento, banalizamos cosas excepcionales. En este caso la presencia real del Dios eterno en un trozo de pan. Es algo que ni los más virtuosos del viejo mundo podrían haber imaginado jamás. Ni el niño más imaginativo del Antiguo Testamento podría haber imaginado jamás que un día, por voluntad divina, Dios se encarnaría en hombre, se sacrificaría por nuestros pecados y permitiría que rememoremos su pasión y cruz cada día en un altar. Pudiendo hasta encarnarse de nuevo en un trozo de pan y una copa de vino. Es algo verdaderamente excepcional si nos paramos a pensarlo.
Creo que también por eso le cogí tanto cariño a la liturgia en latín. El cuidado, la paciencia y, sobre todo, la reverencia a la pasión de nuestro señor Jesucristo, es verdaderamente impresionante. Pese a no entender nada al principio, el poder adorar al señor con tal reverencia, cuidando cada detalle y con una simbología y cantos tan ricos. El hecho también de ir pudiendo conocerla mejor poco a poco, cada gesto, cada canto, cada rezo, es algo que recomiendo a todo católico, aunque sea por mera curiosidad.
¿Por qué afirma que es muy acertada la expresión Pan de Vida, para referirnos a la presencia real de nuestro Señor en la Eucaristía?
Creo que fue del converso iraquí Joseph Fadelle, el cual tardó más de 13 años y un verdadero periplo para poder recibir su bautismo, de donde escuché este término por primera vez. Él cuenta en su biografía que ese es el término en el que se le presenta Jesús en un sueño, despertando ahí su camino de conversión y jugándose la vida por poder seguirle.
No creo que pueda estar más acertado en ese término. Como se dijo una vez: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna” (Jn 6,51-58). Sólo comiendo su carne y bebiendo su sangre podremos salvarnos dice el Señor. En cuanto me convertí sentí un profundo apego por la exposición del Santísimo, al mismo tiempo que por el momento de la transustanciación. No sé por qué estos dos actos concretos y no otros. Pero cada vez que podía estar frente al santísimo, era un momento que la vida me regalaba para poder glorificar a Dios, cara a cara.
Poder implorar misericordia por mis faltas, por los pecados de mis allegados y poder alabarle y meditar sus oraciones era una sensación que jamás seré capaz de describir. Es algo impresionante.
Jamás pude imaginar el poder de la oración y cómo te transforma sin ser tú consciente de ello. Parece una nimiedad el arrodillarte todas las noches y rezar las 3 avemarías, por ejemplo. Lo que no comprendía era el poder fortaleciente que tiene, las gracias que da nuestra bendita madre a aquellos que la usan para llegar a su hijo, aquellos que la rezan para que interceda por ellos ante el santísimo o que les dé fuerzas para superar las adversidades del demonio. Es una fortaleza que sólo una madre puede dar a sus hijos y un amor que sólo puede venir de María.
La eucaristía es el culmen de todas las oraciones que se puedan rezar en mil vidas. Es el poder recibir físicamente, dentro de ti, al ser que completa y define la virtud. Al ser que simplemente es, al verbo encarnado, a Dios.
¿Por qué decidió ir de misiones a un país musulmán en donde se jugaba la vida?
Primeramente, yo no lo elegí. Estoy seguro que Dios me quería mandar allí, la verdad. Pero dentro de mí, tras mi conversión ardía algo en mi interior que no sabía explicar muy bien. Como mencioné antes mi mayor falta fue el hecho de renunciar pública y privadamente a Dios como mi padre, y eso me seguía ardiendo. Un día lo vi claro, tenía que misionar. Tenía que propagar la palabra de Jesús en tierras donde no hayan tenido la oportunidad de escucharla jamás o que sea un riesgo para los que la practiquen. Allá donde nadie fuera a predicar sobre mi padre, ahí tenía que ir yo.
¿Qué diría a las personas que no creen o tienen gran indiferencia hacia la religión?
Sinceramente lo único que puedo recomendar es que no es un tema para tomárselo a la ligera. Los “agnósticos” actuales no buscan a Dios, se conforman meramente con no poder alcanzarlo. Como si fuera un tema trivial, sin más trascendencia, cuando en verdad es el tema central de la vida de cualquier humano. Ya que tenemos una capacidad racional y un alma superiores a cualquier ser vivo en el universo, tenemos la obligación de ponerlas al servicio de la inteligencia suprema, el motor inmóvil.
Si la intención es noble y la razón pura todos los caminos te llevarán, tarde o temprano, a la Santa Iglesia Católica. Sin embargo, este camino puede ser muy, pero que muy pedregoso. Por ello, comenzar a cultivarse lo antes posible con buena literatura, contar con buenos formadores y sacerdotes o religiosos a los que poder consultar deviene algo fundamental.
Por Javier Navascués
4 comentarios
Ya son varios relatos de convertidos que leo que incluyen frases como ésa.
Saludos cordiales.
Saludos cordiales.
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