Obituario de Javier Barraycoa ante la muerte de Luis Vives Suriá, para que conste que hubo hombres así
Comparto por su interés un emotivo obituario de Javier Barraycoa sobre Luis Vives Suriá, recientemente fallecido para que quede constancia de que hubo hombres así.
Rogamos oraciones por su eterno descanso.
Luis Vives Suriá, mucho más que un amigo. Por Javier Barraycoa
Don Luis, como le llamábamos. Luis, como el insistía en que le llamáramos, nos ha dejado. Mejor dicho, Nuestro Señor le ha reclamado a su presencia, a su Juicio ineludible y, por su puesto, para desbordar sobre él su Divina Misericordia. Sé que se enfadaría si escribiera un melifluo obituario diciendo que “ya está en el cielo”. Él, católico a machamartillo, era consciente de que la bonhomía clerical, especialmente en las prédicas funerarias, era frecuentemente una negación de facto del dogma de la existencia del purgatorio y del infierno. Compartíamos frecuentemente, cuando alguien conocido fallecía, que el proceso de purificación, hasta gozar de la presencia de Dios tras la muerte, era prácticamente inevitable para todos, incluso para los más santos. Pero también tenía la confianza de que este paso fuera llevadero gracias a la intercesión de la Mare de Déu y san José, patrono de la Buena Muerte. Por eso, desde que inició su agonía, recé, sigo rezando y rezaré durante mucho tiempo por la salvación de su alma y para que interceda por nosotros. Eso es lo que él quiere, de ello estoy más que seguro.
En la relación de amistad pasa una cosa curiosa, nunca puedes decir exactamente cuando empieza, pero sí tienes por cierto cuándo existe. A Luis lo debí conocer hace tantos años que ni me acuerdo. Posiblemente fue en aquellas celebraciones de la Inmaculada Concepción, patrona del Requeté, en el Círculo familiar de Montserrat (una tapadera carlista), en la calle Bonavista del barcelonés barrio de Gracia. Correría el final de los 70. El tiempo pasa, sí. Coincidimos en actos carlistas ilustres como los de Poblet en los ochenta; o año tras año en la celebración de los Aplechs de Montserrat, pero entonces éramos simplemente correligionarios que coincidíamos en los encuentros. Son recuerdos aún difusos. Me acuerdo que durante unos años, cada tercer lunes de mes, pasábamos cerca de su casa para recoger a su hijo José Luis, en el coche del Juan Casañas, para cumplir con el turno de Adoración nocturna en el Tibidabo. Era el turno de “los carlistas”, hasta que hace poco un diablo vestido de salesiano decidió que adorar al Santísimo Sacramento toda la noche era una cosa del pasado y que era mejor expulsar a los adoradores del Tibidabo (pero esta es otra historia).
La crisis de la Iglesia la fuimos viviendo y sufriendo en paralelo. Eso es lo que nos llevó, por diferentes caminos, a reencontrarnos en la Santa Misa, en una capillita pequeña en espacio pero enorme en la gloria que daba a Dios. La “regentaba” en su jubilación el P. Mariné. Cosas de la vida, era el antiguo párroco fundador de la parroquia de San Félix Africano, donde el requeté barcelonés celebraba muy muy antaño sus misas. Y donde yo, con 16 añitos, había acudido para formar en la guardia de requetés durante la Santa Misa. El P. Mariné fue un sacerdote muy querido por muchos, siempre fiel a la Tradición y uno de esos grandes santos que pasan por el mundo sin hacer ruido, pero sembrando el bien sin parar. En esa época, me di cuenta que Luis ya era un amigo -hablo de la verdadera amistad- además que un correligionario. Junto a otro excelente amigo de Valls (y muchas buenas gentes imposibles de relacionar aquí), hicimos lo posible e imposible por mantener la Capilla de Nuestra Señora de la Merced. Éramos pocos los que asistíamos hace 20 años a la capilla, pero hoy se desborda de fieles cada Domingo.
Son imborrables las tertulias en la calle Laforja, al salir confortados por la Santa Misa. Las conversaciones alegres, los gracejos cariñosos, los quejidos por nuestra Santa Madre Iglesia y por España eran los temas comunes. Compartíamos risas y penas, hablábamos de lo trivial y de lo trascendente. Luis, siempre generoso sin límites, muchas veces nos arrastraba a comer con una condición: ¡Pago yo!, se permitía imponernos. En esas tertulias y sobremesas siempre aprendíamos algún hecho insólito de su vida. Con orgullo nos contaba cómo de pequeño, al ser liberada Barcelona por los nacionales, ayudó a su madre a rajar y arrancar la bandera republicana que ondeaba en el edificio donde vivían y la sustituyeron por una bicolor que habían guardado celosamente durante toda la guerra. De su boca siempre salía algún dicho o giro en legua catalana que demostraba que era mucho más catalán que esos payasos que van de catalanistas. Con frecuencia traía recortes de prensa para comentar el desastre social y espiritual que estábamos (estamos) viviendo. Le leí cartas escritas por él, en las que sin ningún rubor les cantaba las cuarenta a los obispos que abandonaban su grey.
Algunos, muchos, pensaban que era un radical. Y sí, era un santo radical e intolerante para con el error, el engaño y el mal. Si atizaba con su verbo y pluma a los eclesiásticos era por su profundísimo amor a nuestra Santa Madre la Iglesia Católica. Si ponía el dedo en la llaga de los salvapatrias, era por su inmenso amor a Cataluña y España. Desconfiaba más de las traiciones de los conservadores de derechas que de las prepotencias de la izquierda. He de decir públicamente, él no lo hubiera permitido, que su caridad era sigilosa pero inmensa. Y no hablo sólo de caridad monetria. Acogió en su casa a su hermano Jaume, aquél indomable excombatiente del Tercio de Montserrat, cuando languidecía en sus padecimientos hasta su postrer suspiro. Al igual a que se negó a que su esposa pasara su larga enfermedad en un Hospital. Fueron sus hijos y nietos los que la cuidaron en casa, como debía ser, hasta que Dios la llamó a su seno. Todo ello, repito, lo hacía de forma silenciosa y humilde, y nos edificaba a muchos.
Es también justo decir que cada vez que yo publicaba un libro, corría a encargar varios ejemplares para regalarlos a familiares y amigos, era su forma de ayudarme y animarme a seguir en la brecha. Luis, estaba siempre dispuesto a ayudar a cualquier causa justa, aunque también es cierto que las causas justas por las que luchar cada vez eran menos. Cuántas desilusiones se llevaba su corazón ante los acontecimientos que se aceleraban en la Iglesia y en España. Muchas veces, mientras hablábamos, miraba al cielo y decía: “qué pensarán desde el cielo aquellos requetés que lo dieron todo e la Cruzada”; o bien: “dónde están aquellos carlistas, nunca hubieran permitido lo que ahora pasa”. Le dolía, y no en sentido metafórico, la sangre derramada, y ahora despreciada, en la Cruzada del 36. Lloraba por dentro por los desvaríos de la Iglesia catalana o el catalanismo eclesiástico. Sufría, como tantos otros nos dolemos, por cómo habían enterrado la memoria de nuestro obispo mártir D. Manuel Irurita y miles de mártires catalanes.
Pero no eran sólo palabras lo que nos transmitía. Recuerdo perfectamente cómo cumplía con las obras de misericordia que manda la Iglesia. Cómo se preocupaba de los viejos carlistas y tradicionalistas conocidos, los iba a visitar en las residencias donde muchas veces los habían dejado abandonados sus familiares, les reconfortaba con sus frecuentes visitas, nunca los olvidaba y los acompañaba en sus agonías. Y, cómo no, siempre estaba presente en sus sepelios. Sí, sé que muchos lo consideraban como una persona exaltada y que tomaba decisiones extremas. Y que en sus últimos años parecía haber roto con todo lo de este mundo. Pero no era así. Creo que en esos años de aflicción por la Iglesia y por España, estuvo participando más que ninguno de nosotros en la comunión de los santos y la pasión de Cristo. Luis, simplemente, no quería ser colaborador ni testigo mudo con la profanación del Tabernáculo y del Sacrificio agradable a Dios. Amaba tanto la Santa Misa que tenía que resguardarla en lo más hondo de su alma -y muchas veces recogido en su casa- para no sentir que maltrataban ante su presencia el cuerpo de Cristo.
Sé que es difícil entender posturas como la suya. Pero yo se lo agradezco. Sin decir nada nos enseñó a amar la liturgia, el sacrificio del altar, la doctrina heredada de los apóstoles. Nos enseño a discernir a los verdaderos pastores de los lobos disfrazados de corderos. Y nos transmitió ese espíritu de lucha en el que es preferible morir que renunciar a los principios. Lo hemos dicho, era una pura manifestación de la santa intransigencia, pero ello no le impedía acariciar con amor de padre y abuelo a los niños a la salida de la Santa Misa, a felicitar a sus madres, a tener siempre una sonrisa en la cara y una dulzura en la mirada, a acompañar a los sacerdotes fieles en sus tribulaciones. Creo que esa alegría provenía de sentirse reconfortado con nosotros, pues sentía que en esa cruzada personal no estaba solo. En los últimos años, viendo la putrefacción de su querida Cataluña, quería marcharse de esta tierra. Estas Navidades nos vimos por última vez en los oficios. Estaba feliz. La familia había comprado una casa en el Maestrazgo para retirarse. Con toda crudeza y con toda afabilidad, dijo que no quería vivir sus últimos años en la tierra que le vio nacer. Le dolía demasiado. Pero Dios ha dispuesto que no fuera su voluntad sino la Suya la que se cumpliera.
Luis, no es que fuera un hombre de otra época, era de esos hombres que representan la Cataluña y la España sempiterna, la que ha de ser o no será. Él no estaba desfasado en el tiempo, como algunos pensarían, sino que son nuestros tiempos los desfasados de la realidad y la verdad, y por eso no los podía soportar. No me entristece su marcha, me alegra pues se encamina a la unión con el Amado y eso me produce sana envidia. Y seguro que portará su boina, para presentarse al juicio como el buen y humilde requeté de cuerpo y alma que siempre fue. Estará feliz deseando encontrarse con sus hermanos, especialmente de José y Carlos, de los que tantas veces se deshacía en elogios y admiración. Luis era más que un amigo, más que un correligionario y, hablo en nombre de muchos, era casi como un padre. Era un hombre de esos que, si no lo hubieras conocido, algo en tu corazón diría que algo magnífico te habías perdido en la vida. Cuando nos despedíamos de los encuentros, nos solía decir en tono jocoso: “hasta mañana si Dios quiere … si la burra no se muere”. Ahora nos toca decir, como decíamos cuando otros carlistas y amigos nos abandonaron antes: “Ens veiem al cel”.
Fins al cel Lluís, amic, correligionari, germà i pare alhora. Què Déu Nostre Senyor et beneeixi eternament.
Grupo de fieles de la Capilla de Nuestra Señora de la Merced, con el P. Mariné.
3 comentarios
Yo la entiendo perfectamente.
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