El orgullo perfecto, propio de los condenados. Evitemos a toda costa caer en él
Gracias a una buena recomendación cayó en mis manos hace poco el libro Amor divino y Libertad Creada del P. Antonio Pacios M.S.C. Un libro sencillo, pero muy clarificador para profundizar en las verdades de nuestra fe y para sacar mucho provecho y consuelo espiritual. El tema que quiero compartir con ustedes es el del orgullo perfecto, propio de las almas que se condenan eternamente, precisamente para evitar a toda costa caer en el infierno. Es una meditación muy sencilla, pero fundamental, para grabarla a fuego en nuestro corazón, pues comprenderla bien puede ayudarnos a nuestra salvación.
El orgullo perfecto
Es el mayor grado de orgullo posible, el que tuvieron y tienen todos los condenados y el que tendrá en el último instante de su vida aquel que elija la condenación. El orgullo perfecto es el de aquellos que aman de tal modo su independencia, el ser suyo y por sí, el prepugnar de tal manera tener que deber algo a Dios, que aún viendo con toda claridad que se van a condenar sin bien alguno, y por tanto con la plenitud de todo mal, prefieren todos esos males a tener que recibir algo de Dios. Prefieren la condenación a la salvación que Dios les ofrece, pura y simplemente porque no quieren en nada depender de Él. Incluso renunciarían a la misma existencia, si les fuera posible o de ellos dependiera y no de Dios. Este es el orgullo perfecto el del que se condena, el que prefiere irretractablemente su miseria y desdicha antes que ser feliz en Dios y por Dios.
Por tanto ese es el infierno, en el que el sujeto libre, con su naturaleza, libertad facultades y apetencias íntegras, cuál salió de las manos de Dios, se obstina en no querer recibir de Este ningún bien, en no querer que Él llene sus facultades, colme sus apetencias, inunde de dicha el alma que por Él y para Él ha sido hecha. Queda entonces el alma sin bien alguno de cuantos materialmente desea. Y como el mal no es otra cosa que privación de bien, sufre todo el mal, daño y dolor que es capaz, puesto que nada hay, que naturalmente le convenga, que por propia decisión no esté privada.
El alma prefiere todo ese infierno eterno, que ella misma se crea, antes que reconocer su dependencia de Dios recibiendo algo de Él. Y aún lo que más le quema en ese estado es saber que la existencia misma, y la voluntad con que resiste a Dios, son don del mismo Dios. Por eso odia su propio ser, se odia a sí misma porque es don de Dios, y de sí misma quisiera desprenderse; mas esto ya no está en su mano, pues Dios que la creó sin ella, tampoco le pide su consentimiento para mantenerla en el ser.
Tal es el orgullo de los condenados; orgullo que es la causa de todos sus sufrimientos y dolores. Dios no atormenta a nadie: es el alma misma que se atormenta cuanto quiere y como quiere, privándose de cuantos bienes le convienen, aunque para su desgracia, se da todo el tormento de que es capaz, puesto que rechaza cuanto bien Dios le envíe, cuanto bien había de contribuir a satisfacerla, saciarla y hacerla feliz.
El que se condena es porque realmente quiere
Se pierde el alma que rechaza su condición de criatura dependiente de Dios, con el deber de obedecerle fielmente y de tener una gratitud hacia el Creador. Por tanto, es el alma que se rebela radicalmente contra Dios y quiere obrar independientemente de sus mandatos.
La mejor manera de tener una buena disposición para salvarse es reconocerse siempre criatura, totalmente dependiente de Dios Creador y con deseo de agradarle y no ofenderle. Si estamos convencidos de esto nos esforzaremos, con la ayuda de la gracia, en evitar el pecado y toda imperfección. Y pediremos con humildad que nos de las gracias necesarias para evitar el pecado.
Para esta alma, aunque nadie debe presuponer su salvación, le será más difícil realizar un acto de orgullo perfecto a la hora de la muerte y condenarse para siempre. Como se vive, se muere y por lo tanto hay que procurar encarecidamente vivir siempre en gracia de Dios. Si caemos por debilidad, debemos reconocer inmediatamente nuestra condición de criatura, reconocer nuestro pecado, pedir perdón a Dios con arrepentimiento verdadero y el firme propósito de no volver a caer. Y por supuesto ir lo antes que podamos a confesar. Si no podemos, al ser por la noche, hacer un acto de contricción, con el propósito de irse a confesar a la mañana siguiente. Por eso es muy saludable la confesión frecuente en general y la confesión inmediata si se cae en falta grave.
En cambio si se vive siempre en la constante rebeldía del pecado, burlándose de Dios o ignorándolo y en muchas ocasiones blasfemando, es muy difícil, que de repente a última hora el alma se arrepienta y haga un acto de contricción que la salve. Se han dado casos en la historia, de pecadores empedernidos, que a última hora se han arrepentido, pero son casos muy excepcionales porque la norma más común es que como se vive se muere. Además nadie sabe si vamos a tener tiempo de arrepentirnos, pues muchas de las muertes son repentinas. El Padre Loring aconsejaba, en esos casos, susurrar al oído de la persona agonizante e inconsciente: “Dios mío, perdóname”, pues el sentido del oído tarda un tiempo en desaparecer y puede ser suficiente para que la persona asienta y pida perdón a Dios.
Por Javier Navascués
2 comentarios
Gracias Dios mio!!!, hoy rezo para que muchas personas lean este artículo y si necesitaban saber lo que nos revela, les haga mucho bien.
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