Según Pío XII, la Señora de Fátima de Rafael Gil hizo más por la fe que muchas predicaciones
José Antonio Bielsa Arbiol, historiador del arte y graduado en Filosofía, es un apasionado del cine clásico, especialmente de aquel cine que es portador de las esencias católicas de España. En esta entrevista habla de Rafael Gil, uno de los directores fiel a esos grandes ideales patrios y que hizo mucho por la fe en España con obras como La Señora de Fátima, según reconoció S.S. Pío XII.
¿Quién fue Rafael Gil y su importancia en la historia del cine español?
Fue uno de los mayores creadores de la cinematografía española. Por derecho propio, lo situaremos entre los diez grandes realizadores de nuestro cine, del arco que va de un genio inevitable como Luis Buñuel a un artesano de la categoría de Florián Rey. Sin los 67 largos del madrileño Rafael Gil Álvarez (1913-1986), dirigidos durante cuatro décadas, una parte esencial de la historia del cine español quedaría sin explicar, resultando mutilada, incluso ilógica en su discurrir. Por todo ello, y tanto por su faceta de director como de escritor, Gil es realmente un puntal del cinema español, a cuyo lado ciertos falsos prestigios de nuestro tiempo se derrumban cual colosos de arena.
Si bien no está al nivel de los grandes genios mundiales sí que hablamos de un gran director…
Si cuando hablamos de “gran genio” del cine estamos pensando en un Buñuel, en un Fellini o en un Bergman, por citar los primeros autores que nos pueden venir a las mientes, desde luego que Gil no podría insertarse en tal nómina, pues sus películas, aunque excelsas muchas de ellas, no tienen ese sello impar que diferencia incluso en sus obras menores a los cineastas geniales de los meramente sobresalientes, de los que Rafael Gil es claro ejemplo. Omitiendo esto, Gil es un realizador magnífico, que se vale por sí mismo, sin cotejos ni comparaciones con terceros, y aunque su estilo es fluctuante década a década, el trabajo de realización presenta el máximo grado de elaboración en la cinematografía española de los años 40 y 50. Como escritor, su oficio de guionista es sobresaliente, por lo que debemos considerarlo uno de los mejores adaptadores cinematográficos de obras literarias prestigiosas que ha tenido el cine español, llevando a la pantalla textos de Cervantes, Fernández Flórez, Pedro Antonio de Alarcón, Palacio Valdés, Pérez Galdós, José Echegaray o Unamuno, entre otros muchos.
¿Cuáles son las principales características de su cine?
Ante todo, la solidez de su puesta en escena, que oscila entre el clasicismo de sus mejores tiempos con un noble academicismo de buen cuño, propio de su período de decadencia (que por cierto coincide en términos globales con la decadencia del cine en general). Tras lo absoluto de la puesta en escena, cuya caligrafía desarrolla con mano diestra durante los años 40 y 50, todos los demás elementos de su cine se van cohesionando en un todo uniforme, dando como resultado una excelente calidad integral, muy superior a la media del cine español: sobria planificación, justificados movimientos de cámara, coherente iluminación, decorados excepcionales y con pátina, actores muy bien dirigidos, plena valoración del diálogo dado su oficio como guionista, etcétera.
En resumen: hay en Gil un total control de los medios de que dispone respecto a lo que quiere contarnos; rara vez le veremos perder el control sobre la infraestructura de que dispone. Pero por encima de todo ello late una concepción cristiana del medio cinematográfico: el suyo es un cine docente, edificante y esperanzado, incluso en sus momentos más sombríos, donde el viaje de las tinieblas a la luz se plasma en no pocas ocasiones con la debida precisión estilística; basta visionar y/o analizar una obra maestra incontestable como El clavo para ratificarlo. Y esto no es fácil de conseguir, muy al contrario: requiere de un oficio fabuloso. Otra cosa es que para el embrutecido gusto actual, propio de un público que colma sus expectativas (es un decir) con cualquier cosa de Almodóvar o Amenábar, esta concepción del hecho fílmico resulte, digamos, muy arcaica y, por lo tanto, alejada de la “sensibilidad” de hoy.
Dentro de toda su carrera vivió los buenos años de la industria del cine…
Así es, al menos durante la primera mitad de su desarrollo. Su primera película, de 1942, es El hombre que se quiso matar, y es un golpe maestro; la última, Las alegres chicas de Colsada, data de 1983, y no es tan buena. El ecuador de esta filmografía lo marca sin duda El Litri y su sombra, de 1959, con guión y diálogos a cargo del propio Gil y Agustín de Foxá. A partir de aquí, la filmografía de Gil comienza a decaer en calidad, virando siempre hacia el cine más comercial del momento, pese algún logro interesante de asunto taurino. La década de 1970 marca una clara reactivación de sus ambiciones de adaptador de clásicos, pero los resultados ya no son tan brillantes como en sus inicios, puesto que el clasicismo de los viejos tiempos ha mudado, repetimos, en ese academicismo funcional que lastra casi todo el cine español de la década. Los años 80 de Gil son un soplo de aire fresco en medio del gran erial en que se ha convertido el cine español, pero indignos de sus buenos tiempos, con unas divertidas (mas en el fondo amargas) adaptaciones de Vizcaíno Casas; estas películas, como Hijos de papá, De camisa vieja a chaqueta nueva o Las autonosuyas,pueden considerarse el retrato más fiel y certero de la España de entonces, por encima de filmes políticos mucho más reputados de Imanol Uribe o Basilio Martín Patino.
Una labor muy prolífica y con un cine de calidad, ¿qué películas destacaría?
El mejor Gil está en los años 40 y 50; la década de los 60, dominada por la emulsión a color, marca como hemos dicho el comienzo de su clara decadencia. No le sorprenda pues que las películas que reivindique de él se ubiquen en esas dos décadas formidables, y sean todas ellas en blanco y negro; si tuviera que escoger una docena, podrían ser las siguientes: Viaje sin destino (1942), Eloísa está debajo de un almendro (1943), Huella de luz (1943), El clavo (1944), La pródiga (1946), La fe (1947), Don Quijote de la Mancha (1947), La calle sin sol (1948), La guerra de Dios (1953), La otra vida del Capitán Contreras (1954), Murió hace quince años (1954) y La gran mentira (1956). Sin embargo, la filmografía de Gil cuenta con otra docena de títulos excelentes que podrían sumarse a los ya referidos.
¿Qué etapa le gusta más del autor?
Concedamos que la obra de Gil consta de cinco etapas diferenciadas, a etapa por década, es decir desde la década de 1940 a la de 1980. Si la década de 1950 fue la que reportó al cineasta mayor prestigio crítico, amén de nombradía comercial, sin embargo soy un firme entusiasta y partidario de sus películas de la etapa previa: los 40 de Gil son tan estimulantes y perennes como los 30 de Florián Rey, los 50 de Mur Oti, los 60 de Berlanga o los 70 de Saura. Si queremos dilucidar en todo su alcance la superdotación de Gil como cineasta, es preciso que detengamos nuestro análisis en esos 18 largos que van desde El hombre que se quiso matar a Teatro Apolo, de 1950. ¡18 películas en menos de una década! Y todas ellas excelentes o, en su defecto, notables a lo menos. Pensemos que el maestro Berlanga, por ejemplo, rodó el mismo número de películas, pero no en 9 años, sino en casi medio siglo. Y no, no quiero hacer comparaciones, pero es un hecho que la poca estima crítica que suscita Gil entre el grueso de la crítica imperante no se corresponde con sus grandes y muy reales méritos. Debemos dar la razón a Juan Manuel de Prada, cinéfilo curtido, cuyo dictamen sobre Gil suscribimos: “no creo que exista un filmografía tan abundante en títulos memorables [en el contexto del cine español] como la de este fecundo galeote de la cámara” (Los tesoros de la cripta, 2018, p. 144).
Un cine serio y comprometido con los grandes ideales católicos, tan presentes en la España de esa época…
Ya lo creo. Era una época extraordinaria, en la que la gente del cine y las letras hablaba entre sí, anteponiendo la dignidad global del producto a la instrumentalización de éste a manos de los productores y los intereses del mercado, que también existían, pero de una manera antitética a la actual. Y es que además había una clara responsabilidad social por parte de sus artífices, un esfuerzo por reforzar a través del cinema los valores de la Patria y los derechos de Dios. Cualquier moderno descreído y tolerante, lector de las actuales revistas de cine, se sonrojará al oír esto. ¡Allá él o ella!
Profundamente creyente, esto se palpa en su cine…
Desde luego. Tal y como divulgó el mejor estudioso del cineasta, Fernando Alonso Barahona, autor de dos excelentes monografías sobre Gil, éste fue un católico practicante poseedor de una sólida formación, que hacía profesión explícita de su fe, trasvasándola al medio, en cuyas manos éste adquiría un potente y muy significado alcance evangelizador. A lo largo de la historia del cine han descollado grandes cineastas católicos, como John Ford, Alfred Hitchcock, Henry Hathaway, Frank Capra o nuestro José Luis Sáenz de Heredia, pero pocos han hecho tanto por la doctrina católica como Rafael Gil. El ciclo de cine religioso de Gil, integrado por seis títulos esenciales para aprehender la doctrina católica, es uno de esos hitos medulares de la industria española de los años 50 por hacer un cine docente y evangelizador: La señora de Fátima (1951), Sor Intrépida (1952), La guerra de Dios (1953), El beso de Judas (1954), El canto del gallo (1955) y Un traje blanco (1956), a las que cabría sumar por su entidad político-religiosa la extraordinaria Murió hace quince años (1954), son brillantes ejercicios de estilo al tiempo que magistrales lecciones de doctrina social de la Iglesia e Historia sagrada. Los asuntos de los capiteles románicos o las vidrieras góticas tienen en el siglo XX su más certera plasmación audiovisual en estas películas de Gil con guiones de Vicente Escrivá. Es un caso único, realmente único, en la cinematografía mundial.
La Señora de Fátima, quizá una de sus películas religiosas más representativas…
Fue tal su repercusión, que hasta el mismísimo Papa Pío XII concedió una audiencia privada a Gil, comunicándole que con aquel filme había hecho más por la fe que muchos presbíteros desde los púlpitos. Y es que el cine, en las mejores manos, no sólo es un certero instrumento de poesía, sino la más poderosa forja de almas imaginable. Desde luego que La señora de Fátima fue el gran timbre de gloria de la carrera de Gil, la más exitosa no ya de sus películas religiosas, sino de su filmografía, y por ende es un título harto representativo.
¿Por qué recomendaría ver el cine de Rafael Gil?
Simplemente para estar al tanto de lo que fue el cine español; lo que fue y ya no es, ni será. Basta asomarse a la cartelera española de hoy y comparar lo que se hace con lo que se hacía: la actualidad cinematográfica es desalentadora… Frente a este cine impotente, mezquino y bastardo de hoy, sin entidad fílmica salvo honrosas excepciones, la filmografía de Gil es una sonora refutación de que el denostado cine del franquismo fuera aquel cementerio de fósiles cacareado por Juan Antonio Bardem en aquellas estériles Conversaciones de Salamanca. La comprada crítica actual, pese a excepciones como Fernando Alonso Barahona, ha tratado a Gil con manifiesto desdén, chulería e incluso desprecio autosuficiente. Tomemos la célebre Guía del Cine en su última edición (6.ª), el diccionario de películas más consultado por los cinéfilos españoles, y leamos alguno de los comentarios, casi siempre desdeñosos, sobre las películas de Gil; a propósito de la excelente Tierra sedienta, podemos leer: “Uno de los pocos títulos medianamente presentables de su prolífico autor”. Ya va siendo hora de demoler este muro de prejuicios… Por eso es preciso ponerse manos a la obra: estas películas deberían ser conocidas y difundidas.
¿Qué aporta realmente este autor?
Dignidad y mucho oficio, dos términos que en la vida, como en el arte siempre deberían ir de la mano, además de sana doctrina cristiana, por supuesto. ¿Se puede pedir más?
Javier Navascués Pérez
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