La sangre del cristiano
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Cristianos somos quienes hemos renacido en Cristo. Hemos sido hechos linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las virtudes de aquel que nos ha llamado de las tinieblas a su luz admirable. La misma Madre, que brotó del costado abierto de Cristo, y que nos ha traído a la vida, es la que dio a luz también a tantísimos ilustres hermanos que nos precedieron; incontable multitud de hombres y mujeres preclaros en cuyas venas corría la sangre del linaje escogido. La misma que corre en nuestras venas. La sangre de los mártires, de las vírgenes, de los confesores, de tantos santos y santas que combatieron el buen combate de la fe.
En medio de una de las peores épocas de persecución contra nuestra Madre Iglesia, nosotros sus hijos tenemos que defenderla en buen combate, sin miedo, sin nada que perder y mucho que ganar. ¿Cómo podríamos vernos derrotados? Imposible. Aquél que dijo: “no teman, yo he vencido al mundo”, va delante en la batalla. ¿Cómo que no vamos a poder?
Porque llevamos la misma sangre de Francisco de Asís y Ángela de la Cruz: podemos contra el materialismo y el consumismo, contra el orgullo, la vanidad y la discordia.
Porque llevamos la sangre de Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, podemos contra el falso optimismo antropológico, contra el endiosamiento del hombre, contra el déficit de verdad que hay en el mundo.
Si bulle en nosotros la sangre de María Goretti, Rosa de Lima, Luis Gonzaga, Domingo Savio, Gema Galgani, Jacinta y Francisco Marto, podemos contra todo lo que se opone a la pureza del alma y del cuerpo.
Porque tenemos la sangre de Teresa de Avila, Juan de la Cruz y Benito de Nursia, podemos contra la desobediencia, la tibieza y la acedia.
Si corre en nuestras venas la sangre de Tomás Moro, Tomás Becket y Casimiro de Polonia, podemos contra la corrupción institucionalizada y contra la ambición de poder.
Porque llevamos la sangre de Vicente de Paul, Camilo de Lelis y Damián de Molokai, podemos contra el egoísmo, el individualismo y la avaricia.
Porque la sangre de Felipe Neri y Juan Bosco irriga nuestros corazones, podemos contra la tristeza, el desánimo, el desconsuelo y el derrotismo.
Porque llevamos la misma sangre de Ignacio de Antioquía, Catalina de Siena, y Bernardo de Claraval, podemos con las embestidas contra la Iglesia.
Porque somos del mismo linaje de Gianna Beretta Molla, Maximiliano Kolbe y Estanislao de Jesús y María, podemos contra la cultura de la muerte.
Porque llevamos la misma sangre de Ignacio de Loyola, Pedro Nolasco, y David Uribe, vencemos el temor a la entrega, la pusilanimidad y la cobardía.
Porque somos de la familia de Tarsicio, Pedro Julián y Clara de Asís, podemos contra la irreverencia, la desacralización y la impiedad.
Porque la misma sangre de Teresa de Lisieux y Teresa de Calcuta corre en nosotros, podemos contra la sed de grandeza, la indiferencia, el odio y el rencor.
En fin, llevamos la misma sangre de tantos y tantos que nos precedieron y pudieron vencer en Cristo. Somos ese linaje escogido, nacidos todos de Nuestra Santa Madre Iglesia, la Esposa de Cristo sin mancha ni arruga. Ella nos impele a honrar nuestro linaje y defender los derechos de Dios, por quien fuimos rescatados a altísimo precio: la Sangre de Cristo.
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2 comentarios
Mirad el árbol de la cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo. ¡Venid, adoradlo!
El mayor y más portentoso regalo, el tesoro más valioso que tenemos es el de nuestra condición de bautizados, miembros del Cuerpo de Cristo. No hay que tener miedo en anunciarle, en testimoniarle por toda la tierra. De palabra y mediante la diaconía de la caridad, en el reconocimiento en el rostro del prójimo, que es nuestra gloria y el gesto de libertad más alto. Pues pese a todas las dificultades y tribulaciones, pese a tantas laceraciones y sueños astillados en este mundo, que tiene sus noches y no pocas, al decir de San Bernardo, pese a toda negrura, la Victoria está ganada; el Inocente la alcanzó para nosotros colgado, como una res, de un madero. Mirarán al que traspasaron. Le miraremos.
En la escena II del acto V, Poliucto se dirige a Félix y le dice cuanto sigue:
"Yo no odio la vida, pero me place disfrutarla sin una adhesión que huela a esclavitud, pronto siempre a devolverla al Dios de quien la tengo: ordénamelo la razón tanto como la ley de los cristianos. Y en esa forma os demuestro a todos cómo es preciso vivir si tenéis el corazón lo suficientemente grande para seguirme."
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