Modelo de sacerdocio: ¿adecuado a los tiempos o a Cristo?
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El pobre Cura de Ars, ¿puede ser un modelo para todos los sacerdotes de nuestro atormentado y confuso tiempo?
Para el Santo Padre Benedicto XVI, ¡sí! Es lo primero que afirma en su homilía durante la Santa Misa de clausura del Año Sacerdotal: “…modelo del ministerio sacerdotal en nuestro mundo”.
Alguno, sin embargo, lo considera un modelo “no suficientemente universal”; ya lo es para los sacerdotes con cura de almas, ¡pero para todos los sacerdotes sería un poco excesivo! Un sacerdote actual tiene que enfrentarse a miles de problemáticas, y con una realidad pastoral muy compleja (vivimos en la era de la informática, del mundo virtual y altamente tecnologizado, con otros modos de sentir y vivir la Iglesia y la misma fe); en resumen, otros tiempos, los nuestros, muy distintos a los del pobre Cura de Ars, que transcurría gran parte de su jornada diciendo Misa, confesando y haciendo penitencia por sus ovejas.
Pero, en este punto, surge espontánea una pregunta: ¿qué modelo podría corresponder universalmente al ministerio sacerdotal de nuestros tiempos?
Seguramente son muchos los modelos sacerdotales de santidad, y hay que dar gracias a Dios que no deja de enviar sus santos, en cada época, a la Iglesia y al mundo. Pero parece que se está difundiendo un extraño pensamiento: ¡un modelo tiene fecha de vencimiento! ¡Hay modelos nuevos y modelos viejos! Santos modernos y santos arcaicos: por ejemplo, San Pío de Pietrelcina es considerado un modelo de santidad arcaica respecto a la Madre Teresa de Calcuta que, en cambio, reflejaría una idea más moderna de santidad. Por lo tanto, santos más adecuados a nuestros tiempos y santos menos adecuados. Pero, ¿Cristo no es el mismo ayer, hoy y siempre? Un santo, canonizado por la Iglesia, ¿no se convierte en un modelo de santidad universal, que va más allá del espacio, del tiempo, de las culturas?
En una perspectiva meramente humana, horizontal, el santo se convierte en un modelo tout court; un simple personaje histórico que está sometido al desgaste y al polvo de los siglos.
Sólo si nos dejamos abrazar por el Misterio presente y operante en la sagrada Liturgia de la Iglesia se salvaguarda esta óptica insidiosa.
Los santos de los primeros siglos, los santos de las regiones más desconocidas y remotas, están más presentes y más cercanos, más íntimos que aquellos con los que convivimos o nos encontramos cada día. Toda distancia de tiempo, de lugar, de condición social, es vencida. La Iglesia celebra su fiesta porque el santo no es un personaje histórico ya lejano en el tiempo sino que la unión viva con él forma parte de su misma vida. Es el maravilloso misterio de la Comunión de los Santos: “… Nunca ella (la Iglesia) pierde a sus hijos, nunca el tiempo los aleja de ella, y sus hijos están cerca no en razón de los años sino en razón de su santidad…” (Don Divo Barsotti, Il Mistero cristiano, p. 359).
En un tiempo de fuerte crisis para la identidad sacerdotal, un modelo como el del Cura de Ars es, sin duda, aquello de lo que tenemos necesidad los sacerdotes.
Si ha sido proclamado patrono de todos los párrocos, si el Santo Padre lo ha elegido, entre tantos, como modelo durante todo el Año Sacerdotal, si como conclusión del mismo lo ha definido modelo para todos los sacerdotes – no sólo párrocos –, no es tanto porque rezaba y hacía penitencia (una práctica que todo cristiano está llamado a redescubrir, y todavía más un consagrado); no tanto porque veía al diablo que, para no darle tregua, le destrozaba la cama también de noche; no tanto porque tenía una particular habilidad en realizar “estrategias” y “objetivos” pastorales, sino porque ha sido un sacerdote auténtico, ha correspondido en plenitud a su ministerio sacerdotal, hasta el heroísmo. Es decir, ha realiza plenamente la misión apostólica recibida con el Sacramento del Orden, que es propia de todo sacerdote, sea o no párroco. Si no fuese así, no habría tenido sentido tampoco proclamarlo patrono de los párrocos…
Su ser sacerdote no era, a pesar de cierta hagiografía, una suerte de contorno de su persona. El sacerdote no es un monje pero tampoco se lo define sobre todo por su particular oficio: párroco, vicario, teólogo, académico, llamado a hacer también un poco de ministerio en mayor o menor grado. El sacerdocio ministerial, de hecho, no es conferido primariamente en vista de la santidad personal o de un rol particular, sino más bien para que uno se convierta en apóstol. Por eso, debe buscar la propia santificación personal a través del ejercicio del sacerdocio ministerial y una clara conciencia del mismo; luego, esto puede también expresarse en una multiplicidad de formas dispuestas por la Providencia divina que guía y sostiene a la Iglesia en la historia y en la mutabilidad de los tiempos.
Lo que el sacerdote debe salvar a toda costa para volverse una persona capaz de afrontar los grandes desafíos de la nueva evangelización de la sociedad contemporánea, sin entrar en crisis, es la unidad entre su identidad sacerdotal y la misión apostólica.
Una identidad de sacerdote fundada sobre la idea de una santificación personal subjetiva, o sobre la especificidad de un oficio particular, o de una particular inclinación (sacerdotes de la calle, de frontera, de lo social, y quien tenga más, añada…), más que sobre la necesidad de santificarse a través del ejercicio del sacerdocio ministerial, en obediencia a Cristo a través de su Iglesia, genera un dualismo pernicioso. No es raro hoy en día ver sacerdotes exaltados por los medios porque están totalmente inmersos en lo social, ¡pero que nunca hablan de Cristo, de los sacramentos, de la Iglesia, de la Misa! O, peor aún, difunden una imagen propia de Cristo, de los Sacramentos, de la Iglesia y de la misma Fe. La pretensión de realizar una imagen propia de sacerdote, por lo tanto, a menudo construida por las exigencias y las demandas del mundo, se haría más importante que la misma vocación apostólica y misionera. Hoy más que nunca hay necesidad de recuperar, no tanto una capacidad pastoral del sacerdote en el propio tiempo, sino la identidad esencial del sacerdote y del ministerio a él confiado. La particularidad con la que este ministerio puede desarrollarse en los tiempos, en los lugares y en las circunstancias, es gracia de Dios; y su autenticidad depende más de la fidelidad al mismo ministerio que a las propias capacidades o inclinaciones personales.
Me parece que el Santo Padre, al proponernos un modelo sacerdotal como el del Santo Cura de Ars, nos está diciendo algo fundamental pero poco considerado: el sacerdote no es sacerdote sólo para ser un cristiano mejor que otros. Para esto, basta cualquier fiel con una verdadera personalidad. El sacerdote debe ser, antes que nada, una persona que en su vida realiza las razones por las que se le ha confiado el ministerio sacerdotal. Su especificidad radica en el hecho objetivo del Sacramento del Orden, que ha recibido y que lo distingue de todos los otros fieles.
¡Y de esto el Cura de Ars es, sin duda, un ejemplo excepcional! Vivía en el continuo deseo de ser liberado de una responsabilidad que le parecía aterradora: la responsabilidad de ser párroco. Durante los cuarenta años que pasará en Ars, Juan María estará obsesionado por la idea de irse. Sueña con la Trapa, o un retiro en soledad y oración. Pero, sobre todo, tiene una profunda conciencia de la inmensidad del misterio que está contenido en el sacerdote: “¡Ah, qué cosa terrible ser sacerdote! ¡La confesión! ¡Los sacramentos! ¡Qué peso! ¡Oh, si se supiese lo que significa ser sacerdote, se huiría al desierto, como los santos, para no serlo!”. “¡Oh, cuando se piensa que nuestro gran Dios se ha dignado dar este encargo a miserables como nosotros!”.
Al mismo tiempo, sin embargo, es consciente de la belleza a la que se está llamado sin ningún mérito y esto lo hace feliz, y tal felicidad lo distinguirá hasta la muerte. Morirá párroco y, en definitiva, feliz de serlo. “El sacerdote es un hombre que tiene el lugar de Dios, un hombre revestido de todos los poderes de Dios”. Él está convencido de ello. Y la fuente de su felicidad está en su vocación. La conciencia de su dignidad de sacerdote – “¡Dios mío, qué honor!”, exclamaba – no quita nada a su humildad.
¿Quién más que el pobre y santo Cura de Ars puede decirnos a nosotros, sacerdotes del tercer milenio, de qué dignidad hemos sido investidos sin mérito nuestro y de qué humildad debemos revestirnos para ser auténticos testigos de la paternidad y de la guía de Dios para los hombres que encontramos en nuestro camino? Hombres enamorados de Cristo y de su Iglesia.
Estamos cada vez más preocupados por adecuarnos al sentir del mundo, de los tiempos, terminando por confundirnos con él: estamos cada vez más preocupados, hasta el cansancio, por ser útiles al mundo y en cambio estamos llamados a servir al reino de Dios en el mundo, ¡un reino que el mundo no reconoce porque no le pertenece! Esto significa que hoy, si queremos todavía encontrar penitentes en torno al confesionario como en los tiempos del Cura de Ars, debemos ser fieles hasta el heroísmo a la identidad de nuestro ministerio; un ministerio que nos separa del mundo y que nos enraíza totalmente en el misterio de Cristo para continuar su obra de salvación, y no persiguiendo nuestros vanos razonamientos. Digámoslo claramente: los sacerdotes debemos luchar cada día con la tentación individualista y subjetivista, propia del camino de la cultura de nuestro tiempo; nosotros miramos la vida de fe como un esfuerzo individual, miramos nuestra vocación como la expresión de opciones (teológicas, éticas, pastorales), así como se desarrolla nuestra jornada como el producto de nuestra iniciativa. En cambio, el sacerdote – y esto emerge con fuerza en la imagen del Cura de Ars - es uno con la Iglesia y con Cristo, y por eso es singularmente expresivo del misterio de Cristo, porque está en la Iglesia, y para el mundo es la imagen objetiva del Señor Jesucristo, por quien vive y actúa, a través del Sacramento y la palabra.
Separados del mundo para llevar a Cristo al mundo. Sólo en esta perspectiva amamos con los hechos y en la verdad: “…como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no dejamos que nos arranquen”, dice el Pontífice en un precioso pasaje de la citada homilía.
Es también cierto que, en su vida, el sacerdote tiene un deber; es un deber ascético-espiritual aún antes que pastoral, porque lo pastoral será la efusión, el rebosamiento, de aquella verdad de fondo que el sacerdote continúa realizando, asimilándose al Señor. Creo que en esta perspectiva se ubica la voluntad del Santo Padre de indicar al Cura de Ars como modelo para todos los sacerdotes en este mundo nuestro donde arrecia una verdadera “dictadura”, la del relativismo. Volver a partir desde la fundamental dedicación a Cristo que se convierte luego, en la sabiduría de la Iglesia y por la sabiduría de la Iglesia, en compromiso también público, y canónico, con mayor o menor intensidad (según las intenciones de la Iglesia).
Entonces, ¿qué figura de sacerdote podrá ser fuente de inspiración y modelo auténtico? ¿Un modelo de sacerdocio adecuado a los tiempos o adecuado a Cristo?
Gracias, Santidad, por habernos indicado al Santo Cura de Ars como sublime modelo de aquel alter Christus que, en la tradición católica, dice esta singularísima configuración del sacerdote a Cristo y que actualmente, cada vez más, se intenta ensombrecer por una presunta modernidad de ser, de estilos y de forma.
San Juan María Vianney, ¡ruega por nosotros!
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Fuente: Fides et Forma
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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5 comentarios
¿Es la Iglesia un secretariado de la ONU? ¿Dónde queda que el mundo siempre nos odiará, si andamos intentando coquetear constantemente con él?
Que Cristo vino para salvar el mundo. De acuerdo, pero no para mimetizarse con él.
Y el cura de Ars, en lo concreto de su tiempo emitió ejemplos perennes para toda época, siendo ejemplo actualizante de un Dios hecho esclavo, de un Pablo, lleno de temor al llegar a Corinto (I Cor 2, 3 ss), pero basado sola y únicamente en la fuerza del Crucificado,en fin de tantos y tantos que sintieron la desproporción entre su vaso de arcilla y los tesoros que, de modo incomprensible ,Dios y la Iglesia depositaban en sus "manos vacías" (como expresó magníficamente R. Bresson en su: "Journal d' un Curé de Campagne".
También por tierras iberoamericanas no faltó quien, cerrilmente protestara contra la designación del Cura de Ars, como ejemplar de todos los sacerdotes. "Aquí tenemos a Angelelli", argumentaba. Pero, al pobre Mons. Angelelli le hacen patrocinar cada causa, que se estará lamentando en su tumba.
Gracias, pues nuevamente a estas lúcidas y valientes llamadas de atención.
Un amigo costarricense, leyó (con entusiasmo) estas reflexiones sobre el Cura de Ars, patrono de todos los sacerdotes, así como mi comentario, extrañándose de ver atribuida a R. Bresson la magnífica novela "Journal d'un Curé de Campagne".
Tiene toda la razón la notificación que me llega de parte de este lector centroamericano, porque confundí al "régisseur" del no menos espléndido film, sobre la obra de Georges Bernanos (verdadero escritor de la dicha novela).
Perdón, pues, por la confusión que pude haber creado.
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