La previsión paulina del tiempo de las fábulas

No hay que ser un gran iluminado para darse cuenta de que una construcción sin cimientos es candidata al derrumbe. Las bases firmes no garantizan que el edificio tendrá belleza o funcionalidad, pero esas cualidades no servirán de mucho si falta un buen fundamento.


Seguramente no es así en todas partes, ni en todas las comunidades, pero es innegable que una de las causas del alejamiento y la deserción de la Iglesia por parte de tantos cristianos para unirse a sectas o adherirse a filosofías extrañas, es la falta de bases doctrinales sólidas. Años y años apuntando a la belleza y a la funcionalidad en las catequesis, pero relegando lo más básico: el catecismo.


Muchas horas de encuentros catequísticos destinadas a transmitir unos pocos conceptos que, si bien son verdaderos, no pueden sustentarse sin otros que son fundamentales. Por poner algún que otro ejemplo: Que Jesús es nuestro amigo, es una verdad que debe decirse. Pero hay que enseñar primero quién es Jesucristo. Que la Misa es una fiesta, también puede ser un concepto válido, el cual no puede ser comprendido correctamente sin la noción fundamental de la Misa como Sacrificio de Cristo. Etcétera.


La catequesis es la educación de la fe de los niños, los jóvenes y los adultos. Comprende especialmente una enseñanza de la doctrina cristiana, dada de modo orgánico y sistemático, con miras a iniciarlos en la plenitud de la vida cristiana (CT 18). La catequesis no es tanto una cuestión de método, sino de contenido, como indica su propio nombre: se trata de una comprensión orgánica (kat-echein) del conjunto de la revelación cristiana, capaz de poner a disposición de la inteligencia y el corazón la Palabra de Aquel que dio su vida por nosotros (Benedicto XVI a los Obispos de Francia 14/09/2008).


Pretender que un cristiano se mantenga siempre firme en su fe sin haberlo formado en sus fundamentos es temerario. Pero es lo que sucede con frecuencia. Basta con interrogar a los niños o jóvenes que ya han recibido la catequesis de iniciación sobre algunos aspectos centrales de la doctrina y la vida de Jesucristo, o pedirles que reciten las oraciones más sencillas, para darnos una idea de la realidad de nuestra catequesis.


Libros para catequesis repletos de imágenes, juegos, dinámicas y técnicas grupales, experiencias, celebraciones y un sinfín de propuestas creativas, con un contenido doctrinal lastimosamente exiguo.


Para peor, entre muchos de los catequistas se ha extendido la idea, tomada tal vez de la ciencia pedagógica, de que para enseñar algo a los niños se debe partir de las experiencias de vida de los mismos. Y como éste, hay muchos otros métodos, técnicas y recursos didácticos propuestos en los libros que utilizan los catequistas para guiarse. Quizás todas esas herramientas pedagógicas funcionen de maravilla en manos de expertos en educación que saben cómo utilizarlas para alcanzar el objetivo deseado. Pero nuestros catequistas no suelen tener esas habilidades. En consecuencia, los contenidos a transmitir se pierden en medio de los intentos para cumplimentar los pasos metodológicos que han de darse para lograr un “verdadero encuentro catequístico”.


Ese giro que años atrás quiso efectuarse hacia una catequesis más “vivencial” no siempre ha logrado lo que se pretendía. Porque lo vivencial acabó siendo, con frecuencia, mera expresión de lindos sentimientos, y no pocas veces, sentimentalismo pasajero. Pero lo que más hay que lamentar es la importante reducción de la transmisión de doctrina que se produjo.


Si en esa sintonía de lo “vivencial” guiáramos a los niños a la percepción de lo sagrado, al contacto con el Misterio, ya sería algo. Si les infundiéramos de algún modo la intuición de que en el Sagrario hay una Presencia majestuosa e inefable. Si les ayudáramos a adquirir una especial reverencia hacia las Sagradas Escrituras y lográramos despertar en ellos un interés por su lectura. Si los llevásemos a sentir hambre espiritual. Si los asombrásemos con nuestra actitud de estar en Misa como quienes contemplan un hecho milagroso, estremecedor. Si hiciéramos esto, estaríamos colocando a los niños a las puertas de la catequesis. Aunque no sería aún catequesis.


La constante preocupación de todo catequista debe ser la de comunicar la doctrina y la vida de Jesús (CT 6). Por lo tanto, es inútil querer abandonar el estudio serio y sistemático del mensaje de Cristo, en nombre de una atención metodológica a la experiencia vital. Porque nadie puede llegar a la verdad íntegra solamente desde una simple experiencia privada, es decir, sin una conveniente exposición del mensaje de Cristo (CT 22).


Por otra parte, la Iglesia nos dice que es un derecho de todo bautizado el recibir una enseñanza y una formación que le permitan iniciar una vida verdaderamente cristiana (CT 14). Si la enseñanza y la formación son un derecho que ha de garantizarse, el primer paso para poder hacerlo es la preparación de los catequistas. Que los encuentros catequísticos se desarrollen con una pobre transmisión de doctrina, responde, también, a la insuficiente formación de los catequistas. La Guía para los Catequistas dice que cualquier actividad apostólica que no cuente con personas bien formadas, está destinada al fracaso (GC 19). Si bien la preparación de los catequistas ha de abarcar muchos aspectos, el doctrinal ocupa un lugar central. Han de conocer a fondo el contenido esencial de la doctrina cristiana y comunicarlo luego de modo claro y vital, sin lagunas o desviaciones (GC 23).


Es cierto que en los tiempos que corren no se puede pretender como condición una formación tan elevada en los catequistas que termine haciendo inviable el desarrollo normal de las catequesis parroquiales. Pero también es cierto que hay que hacer algo al respecto, y pronto. ¿Qué sea eso? Es obvio que corresponde a los obispos y a los párrocos determinarlo.


Sin embargo, creo que no es descabellado, en primer lugar, exigir, como un mínimo para ser catequista, el conocimiento cabal del compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, una vida espiritual cuidada y el compromiso de una formación permanente. Y en segundo lugar, devolver su valor a la enseñanza doctrinal, poniendo toda la cuestión metodológica en el lugar que le corresponde.


El Papa, en el discurso citado, insiste en que una esmerada preparación de los catequistas permitirá la transmisión íntegra de la fe, a ejemplo de san Pablo, el más grande catequista de todos los tiempos. San Pablo, en medio de sus preocupaciones apostólicas, y en previsión a lo que vendría, exhortaba a proclamar la Palabra, a insistir a tiempo y destiempo, con toda paciencia y deseo de instruir. Porque “vendrá un tiempo en que la gente no soportará la doctrina sana, sino que, para halagarse el oído, se rodearán de maestros a la medida de sus deseos; y, apartado el oído de la verdad, se volverán a las fábulas” (2 Tm 4, 3-4).


***

Los comentarios están cerrados para esta publicación.