Mi primer contacto con Marx (el pensador, no el cardenal) fue allá en mis años mozos, calculo que hacia 1988, cuando en la asignatura de Estructura, en Ciencias Económicas, me vi obligado a leer El Capital. Estábamos en plena perestroika, pero mi profesor había defendido una tesis doctoral sobre la eficiencia de las fabricas soviéticas (con estancia incluida en el paraíso socialista) y seguía insistiendo, sin siquiera pestañear, en que era una evidencia que el capitalismo iba a colapsar en breve debido a sus contradicciones internas (que, por supuesto no afectaban al socialismo real, una balsa de aceite que iba viento en popa).
A nadie que haya leído realmente El Capital le extrañará que recuerde aquella lectura como algo peor que una indigestión: aburrida, abstrusa, construida sobre falacias, un alarde continuo de hueca prepotencia y unos prejuicios ideológicos que la envenenan y le supuran por doquier. En suma, una lectura toxica, desagradable y árida, quizás eficaz para impresionar a los ignorantes, que como en la fábula del traje nuevo del emperador suponen que tanta oscuridad debe de ser reflejo de una arcana sabiduría, cuando en realidad estamos ante una gran estafa intelectual. Muy lejos, por cierto, del tono romántico y literariamente vibrante, aunque escalofriante en su desnudo llamamiento al terror, que encontramos en El Manifiesto comunista (quizás debamos atribuirle esos méritos a su coautor, Federico Engels).
El caso es que leo que el cardenal Marx ha declarado sentirse fascinado por los escritos de Karl Marx: “fascinantes", con una “gran energía” y con un “gran lenguaje". El cardenal también ha comentado que “el Manifiesto comunista en particular le “impresionó bastante", sobre todo en la manera en la que los escritos del economista -"uno de los primeros sociólogos serios” - “pueden ser muy útiles“. Para quien no lo haya leído, estamos hablando del libro que proclama lo siguiente: “Los comunistas consideran indigno ocultar sus ideas y propósitos. Proclaman abiertamente que sus objetivos sólo pueden ser alcanzados derrocando por la violencia todo el orden social existente”. Ya lo ven, todo muy cristiano y edificante.
Uno, más que escandalizarse, no puede evitar una sonrisa ante tan patético espectáculo: realmente hay clérigos a los que ni siquiera les frena el sentido del ridículo en su loca carrera por ganar el aplauso del mundo. Y digo que todo el asunto me produce una irrefrenable risa porque que un príncipe de la Iglesia se sienta fascinado por Marx y afirme, sin el menor rubor, que sin su aportación no habría Doctrina Social de la Iglesia significa, una de dos, o que no ha leído a fondo a Marx (quiero pensar que es lo más probable), o que su incapacidad para comprender lo que lee es oceánica. A no ser, siempre nos queda esta última opción, que se trate simplemente de un asunto de orgullo familiar.
Leer más... »