Es poco probable que los productores del documental de la BBC Elizabeth I’s Secret Agents tuvieran conocimiento de la existencia de un tal Michael Maslinski, y aún menos de que era un tipo de armas tomar. Así que presentaron como algo probado la implicación del jesuita John Gerard en la fallida conspiración de la pólvora de 1605. Pero Maslinski es pariente del padre Gerard, la décima generación de descendientes de uno de sus sobrinos, y como ha explicado:
John Gerard ha sido reverenciado en mi familia desde hace 400 años y me quedé muy impactado cuando la serie claramente daba como hecha su implicación en la conspiración de la pólvora sin presentar ninguna evidencia.
Maslinski no se quedó de brazos cruzados. Recorriendo el intrincado y agotador proceso de reclamaciones que tiene estipulado la BBC, pasó por al menos seis estadios antes de conseguir lo inaudito: la BBC ha reconocido que los programas era “seriamente engañosos” (“seriously misleading”) y ha publicado una disculpa en su página web, al tiempo que cambiaba diversas escenas de la serie para futuras emisiones. No está nada mal.
Lo que para algunos no es más que una anécdota, pone de relieve la persistencia de los clichés anticatólicos en el Reino Unido. Lo cierto es que, contra lo que la mayoría de los libros de divulgación nos presentan, el cisma de Inglaterra fue de todo menos plácido. Ciertamente la mayoría de los obispos se alinearon con Enrique VIII para así mantener su poder y status, con heroicas excepciones como la de san Juan Fischer, pero alejar de la fe católica a un país en la que estaba tan arraigada sólo se pudo hacer tras siglos de persecución y discriminación. Ya tuve la oportunidad de comentar en otro lugar la historia de los mártires de Tyburn, en Londres, pero los episodios de persecución y resistencia son muy numerosos y se extienden a lo largo del tiempo.
El documental de la BBC se centra en uno de los momentos clave en la propaganda anticatólica: la conspiración de la pólvora, un intento fallido por parte de un grupo de católicos de volar el Parlamento inglés, en la sesión de apertura del mismo, realizada por el rey Jaime I, el 5 de noviembre de 1605, lo que esperaban que diera lugar a una revuelta popular. Jaime I de Inglaterra y VI de Escocia era hijo de María Estuardo y accedió al trono tras la muerte sin sucesión de Isabel I, quien había intensificado la presión anticatólica y había llevado a la muerte a la madre del rey Jaime. Los católicos esperaban que Jaime I tuviera una política más favorable a su religión, pero esas esperanzas pronto se esfumaron y fueron varias las tentativas de derrocarle. Curiosamente, uno de los hechos que provocaron un cambio de actitud hacia los católicos del protestante pero inicialmente tolerante Jaime I fue el descubrimiento de que el Papa le había enviado un rosario a su esposa, la reina Ana. Una provocación intolerable, como ustedes comprenderán, que llevó al rey, tres días más tarde de descubrirse la “ofensa”, a expulsar del país a todos los sacerdotes católicos y a todos los jesuitas y a recuperar las multas por recusar el juramente de lealtad que imponía el rey a los católicos y en el que se incluía el reconocimiento del rey como cabeza de la Iglesia en Inglaterra. Para que se hagan una idea, las multas llegaban a ser de dos terceras partes de los ingresos por renta anuales.
El líder de la conspiración de la pólvora fue Robert Catesby, aunque la figura que ha pasado a la historia como encarnación del complot es la del antiguo soldado Guy Fawkes, el encargado de hacer explotar 36 barriles de pólvora y del que se dice, no sin cierta ironía, que fue el único hombre en entrar en el Parlamento con intenciones honestas (perdónenme el chiste). La conspiración fue descubierta, Fawkes capturado el día antes de la fecha prevista para el atentado y la mayoría de los implicados (y de paso algunos que no lo estaban, como el jesuita Henry Garnet, que incluso había intentado detener la conspiración) condenados a muerte y ejecutados por el tradicional método que incluía la disección de los genitales, para a continuación ser quemados ante los ojos del condenado, la evisceración de entrañas y corazón, decapitación y desmembramiento de modo que sus miembros pudieran ser expuestos al escarnio público.
Al padre John Gerard le quisieron implicar en la conspiración. Gerard decía misa clandestinamente allí donde podía, como en la posada Duck and Drake, donde en una ocasión coincidió con Catesby y cuatro de los implicados en la conspiración. Gerard, que era amigo de Catesby pero desconocía el complot en el que estaba inmerso, celebró allí la Eucaristía en la que los implicados comulgaron. Eso bastó para que fuera acusado de ser uno de los inspiradores de la conspiración: a pesar de que los realmente implicados lo negaron, la pieza a cobrar era demasiado jugosa para ser despreciada. Se trataba de echarles las culpas a los jesuitas, quienes a pesar de no estar involucrados en el complot fueron condenados como sus cerebros grises. Sir Edward Coke, que actuó como fiscal general en el juicio, llegó a bautizar el complot, contra toda evidencia y testimonio, y sin ninguna prueba, con el nombre de la “Traición jesuítica”. De hecho, en 1606 la persecución anticatólica se recrudeció con una nueva ley contra los recusantes papistas. No sería hasta dos siglos más tarde que llegaría la Emancipación de los católicos.
Pero volviendo al padre John Gerard, su vida da para otra serie de la BBC. Este jesuita inglés, hijo de Sir Thomas Gerard (quien fue encarcelado cuando su hijo John tenía cinco años por su participación en un intento de rescate de María Estuardo del castillo de Tutbury) fue ordenado en el continente y enviado a Inglaterra, donde vivió en la clandestinidad antes de ser capturado, enviado a la Torre de Londres y sufrir tortura allí. Durante esos primeros seis años de clandestinidad, Gerard cultivó una imagen frívola, de aficionado al juego y a los vestidos caros, para no levantar sospechas entre los cazadores de sacerdotes católicos, y en diversas ocasiones tuvo que pasar tiempo escondido en los “priest holes”, una especie de zulos escondidos en las casas de las familias recusantes. Gerard es de los pocos que consiguió escapar de la Torre de Londres, en 1597, tres años después de su detención. Por cierto, allí consiguió decir misa y administrar los sacramentos a otros reclusos y visitantes. Consciente de que su carcelero, de quien se había hecho amigo, sería castigado al descubrirse su huida, consiguió que éste también se escapara. Seguirían ocho años de clandestinidad en los que atendió a católicos y también a muchos anglicanos que regresaron a la Iglesia católica (se sabe de al menos 30 de estos conversos que se harían sacerdotes). Tras el intento de implicarle en la conspiración de la pólvora, Gerard consiguió hacer pública una carta en la que refutaba todas las acusaciones y de la que aparecieron numerosas copias pegadas por las paredes de Londres. Camuflado como un criado del cortejo del embajador español, el padre Gerard consiguió salir de Inglaterra el mismo día en que era ejecutado el Padre Garnet. Pasaría el resto de su vida en el continente, muriendo en el Seminario del English College de Roma, donde ejercía como director espiritual, en 1637, a la edad de 73 años.
Ya tardan en hacer una serie de su vida, ¿no les parece?