Más textos de un sorprendente estadounidense carlista

Fritz Wilhelmsen

No hay duda de que Federico Wilhelmsen fue un pensador singular. Nacido en Detroit, católico y tomista, su encuentro con España, y muy en especial con el carlismo, que abrazó con entusiasmo, marcó su vida. En el último libro que se ha publicado de Wilhelmsen, La mentalidad hispánica, se puede vislumbrar su amplitud de intereses y su visión siempre alejada de los lugares comunes.

El título del libro es algo engañoso, y así lo reconocen los editores. Hace un tiempo se publicó ya una selección de textos de Wilhelmsen bajo el título La mentalidad estadounidense, que recogía artículos publicados en español sobre los Estados Unidos. Ahora se trata de textos y conferencias publicados en castellano en España y Argentina que, de alguna manera, tienen cierta conexión con el modo de entender la vida y la política desde parámetros españoles. Algunos más que otros, pero en cualquier caso siempre son textos de interés.

En el libro hay muchas cuestiones a destacar. El carácter de cruzada del marxismo, que es en realidad lo que le da fuerza (y no tanto su tedioso análisis económico), la incapacidad del humanismo secular para hacerle frente (pues «centra todas sus atenciones en la existencia terrena del hombre» y «nos hace vivir como si nunca hubiéramos de morir»). La contradicción entre Patria y Comunismo, pues el comunista (y el cosmopolita) «es un hombre que no se siente en casa, no está cómodo en el lugar de su nacimiento… siempre esta alienación física y cósmica va unida con cierta distancia a los hombres que están a su alrededor». La noción de «ortodoxia pública» («lo que una sociedad política ama, lo que constituye sus convicciones más profundas»), de la que ninguna sociedad escapa, aunque lo pretenda e incluso lo afirme. La catolicidad fundante de España («un hombre puede lamentar el hecho, pero si lo rechaza tiene que rechazar a la Hispanidad, ya que no hay Hispanidad sin Catolicidad»). La aclaración de lo que realmente es el principio de subsidiariedad, que supera el mero utilitarismo («a menudo un organismo superior puede hacer el trabajo o cumplir con el deber de un organismo inferior mejor que él. Esto no tiene importancia alguna, según la doctrina de la subsidiariedad; si lo tuviera caeríamos en una tecnocracia fría. Con tal de que el organismo inferior pueda desempeñar su papel aun con menos eficacia técnica, el organismo superior no debe de intervenir en absoluto. Como el gran pensador católico inglés Chesterton escribió: «Hay muchos hombres que podrían organizar mi casa mejor que yo, pero eso no quita ni mi libertad ni mi responsabilidad para con mi propia casa»).

Wilhelmsen es capaz aún de sorprendernos. Su visión de lo que ha supuesto el paso de la era de lo mecánico a la era de lo electrónico es sugerente y, según su interpretación, «hace que el Estado moderno sea un anacronismo». En esta misma línea, en los años 70 ya atisba el teletrabajo y anuncia el neorruralismo. Aquí, junto a grandes intuiciones, hay que reconocerlo, encontramos predicciones muy discutibles, lanzadas en una especie de entusiasmo un poco naif: «el poder político se siente obligado a consultar con el pueblo ya que ahora no goza del monopolio de la autoridad… Los fueros emergen de la tumba en formas nuevas que trascienden las exigencias del Estado. Las fronteras dejan de ser tan importantes. Las ideologías mueren». Un panorama que, tristemente, no es el que se presenta ante nuestra mirada. Como tampoco me ha convencido la defensa que hace de la televisión, que sería activa en contraposición al pasivo cine (aunque su noción de «telepolítica»: lo que pasa en el mundo deja de tener importancia, lo que pesa es lo que pasa en la televisión, anuncia ya el actual mundo de la política en las redes sociales). Y sin embargo, en este bloque se encierran sugerencias que haríamos bien en considerar atentamente. Como el cuidado que los católicos tienen que tener «para evitar la tentación de transigir con un enemigo que está a punto de perderse entre las sombras del pasado».

Acabo este recorrido por temáticas, como habrán observado, tan diversas, fijándome en el texto titulado «La teocracia: un doble truco», que me ha parecido especialmente penetrante y también, por qué no decirlo, polémico en su interpretación de la monarquía universal propugnada por Dante. Pero más allá de esta cuestión, la teocracia (y atención, teocracia también es el gobierno de cualquier «dios» secular que hayamos puesto en la cúspide de la política, lo que Wilhelmsen designa como «cualquier entidad concebida como si fuera Dios») trae consigo que «el hombre puede hacer las barbaridades más salvajes con una conciencia limpia». Es lo que ocurre con los marxistas: «cuando actúan políticamente, todas la moralidad normal a los hombres desaparece, porque ahora actúan en nombre de la Historia, y la Historia, con mayúscula, es el Dios marxista». Y otro tanto ocurre con la democracia, «porque cuando el Dios calvinista se secularizó, asumió la imagen de la democracia, la voz de Dios fue convertida en la voz de una supuesta mayoría, la Soberanía de Pueblo – algo sagrado-. Cuando la democracia llega a ser lo único intocable, lo absoluto, ya se ha convertido en Dios».

 

 

1 comentario

  
Jorge Cantu
Sorprendente este acercamiento al pensamiento de Wilhelmsen, efectivamente, una mirada fresca de una fuente inesperada. Me recuerda este autor los análisis preclaros de Hilaire Belloc.
28/11/24 7:03 AM

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