Marshall McLuhan y el Sínodo sobre la sinodalidad

Con el inicio de la segunda sesión del Sínodo sobre la sinodalidad vamos a volver a escuchar hablar, inevitablemente, de procesos sinodales, caminos sinodales e incluso conversión sinodal. Cuestiones de un interés más bien escaso fuera del autorreferencial mundo clericalista. Por otra parte, a estas alturas cualquier observador un poco atento sabe de todas las trampas que encierran estos «procesos sinodales». Recuerdo cómo me impresionaron las burdas manipulaciones en aquel lejano Sínodo sobre la Familia de 2014, el escándalo al escuchar aquella rueda de prensa en la que el sudafricano cardenal Napier explicaba, atónito, que el documento final no reflejaba lo que se había hablado y acordado en las sesiones sinodales. Algo no muy diferente, lo supe después, de lo que había vivido Joseph Pieper durante el Congreso Mundial del Mouvement International des Intellectuels Catholiques, organizado por Pax Romana en Canadá el año 1952 y que explica así en sus Memorias: «A mí me designaron chairman de una sección que debía ocuparse del problema «Universidad e investigación de la verdad»… al final, los dos secretarios que tenía asignados, jesuitas los dos, me pusieron delante un texto, evidentemente ya redactado con anterioridad, que bien poco tenía que ver con la discusión que habíamos tenido realmente, pero que debía presentarse, sin embargo, como resultado de nuestro trabajo en la conferencia general de cierre del congreso». El método empleado, pues, no es ninguna novedad.

Todas estas trampas, reiteradas en el tiempo y que, de vez en cuando, quedan en evidencia, traen a mi memoria aquellas manipulaciones de las que fui testigo en aquellas asambleas universitarias durante mi paso por la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona en los años 80. Estratagemas poco honestas, una participación anunciada a bombo y platillo que en realidad es sólo una cortina de humo para que algunos hagan y deshagan a su antojo con la coartada de que es lo que la gente quiere. Algo bastante frecuente en el campo de la política que ahora, tristemente, vemos que se ha trasladado con demasiada frecuencia a la Iglesia.

Pero precisamente porque a estas alturas está ya todo muy claro, no pensaba tocar un tema que considero de una enorme esterilidad. Sin embargo, quiero dejar un apunte que quizás pueda ser de ayuda a quienes piensan que el problema son las personas o las temáticas abordadas, en definitiva, el modo en que el proceso sinodal se lleva a cabo. Creo que las reflexiones de Marshall McLuhan sobre los modernos medios de comunicación pueden sernos de ayuda,

La célebre fórmula de McLuhan, recordarán, afirma que «el medio es el mensaje». En efecto, más allá de los contenidos concretos, mejores o peores, la televisión, señalaba McLuhan en su clásico ejemplo, comporta un mensaje en sí misma. Un mensaje que afirma que la imagen es más importante que la palabra, que la realidad es lo que aparece en ella, que el marco de aquello en lo que hay que fijarse lo establece la propia televisión, que el ritmo de los estímulos debe prevalecer sobre la reflexión pausada… Nos guste o no, incluso si la televisión nos bombardeara con películas de vidas de santos y concursos sobre historia bíblica, seguiría generando en los televidentes un determinado tipo de mentalidad. Esa mentalidad, resultado del acceso generalizado a la realidad a través de ese medio, se genera con independencia de los contenidos concretos.

Otro tanto creo que puede decirse del proceso sinodal. Parafraseando la fórmula de McLuhan, diríamos aquí que «el proceso es el mensaje». Sí, sus «contenidos» podrían ser mejores, más fieles al Magisterio y a la Tradición de la Iglesia, alejados de la agenda de quienes anhelan que la Iglesia se homologue a la modernidad tardía, sin plantear, aunque sea para luego rechazarlas, cuestiones sobre las que el Magisterio ya se ha definido… Pero en última instancia el problema es el propio «proceso sinodal»: las encuestas ya sesgadas, los filtros que después se aplican a las respuestas para dejar fuera lo que no conviene y potenciar lo que interesa (y a esas manipulaciones hay algunos que incluso tienen el cinismo de llamarlo «escucha del Espíritu»), los nombramientos de participantes en el Sínodo, la confusión entre sucesores de los apóstoles y otros fieles participantes… Aunque las conclusiones finales fueran clarificadoras y consistentes con el Magisterio y la Tradición, el problema estriba en que, igual que en el ejemplo de la televisión, este proceso genera una mentalidad que entiende la Iglesia como una especie de democracia asamblearia, con todas sus trampas y manipulaciones incluidas (que ya somos mayorcitos) y también con sus grupos de poder que, al final, y siguiendo aquella ley de hierro de la oligarquía que tanto gusta de recordar Dalmacio Negro, es la que establece la agenda de lo que se puede discutir y predefine las conclusiones. Una mentalidad que se aleja, tal y como ha explicado recientemente el cardenal Zen, de la Iglesia apostólica y nos lleva, más o menos inadvertidamente, hacia algo diferente, la «Iglesia sinodal». Pero la Iglesia católica, por mucho que lo deseen algunos, no es y nunca será eso.

 

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