Ayaan Hirsi Ali, la activista atea: por qué ahora soy cristiana
Ayaan Hirsi Ali ha sido y es, desde hace ya bastantes años, alguien valiente y cuyas opiniones merecen ser escuchadas. Ahora acaba de escribir un artículo en Unherd en el que anuncia que, tras dejar atrás el Islam en el que fue educada para abrazar el ateísmo, ahora es cristiana.
Creo que vale la pena leer el texto. Me ha dado que pensar su explicación, de primera mano, del impacto de los Hermanos Musulmanes en África y también las claves de su éxito. También su confesión de la incapacidad del ateísmo para dar sentido a la vida. Y su constatación de que el ateísmo, el consumismo o la técnica son impotentes para hacer frente a los retos que enfrentamos.
También son evidentes sus carencias. Creo que aunque Hirsi Ali se declara cristiana, podríamos discutir esa afirmación. Si ser cristiano es ser discípulo de Cristo (eso nos decía el catecismo que aprendí de pequeño), y para ser discípulo hay que conocer al maestro, no resulta obvio en este texto que Hirsi Ali haya tenido realmente ese encuentro con Jesucristo. Ha visto los efectos benéficos de la fe cristiana y está convencida, no sólo racional, sino también vitalmente de que son la clave para llevar una vida digna de ser llamada humana. Una visión de la fe instrumental, criticarán no sin razón, algunos. Y aún persisten traumas y visiones desenfocadas (tendría, por ejemplo, que seguir leyendo a Chesterton para comprender que el cristianismo no ha superado su etapa dogmática porque, si fuera así, desaparecería; otra cuestión es entender que los dogmas nos preservan de la esclavitud de nuestro tiempo), pero su recorrido, que no ha acabado, es meritorio.
Ella misma confiesa que «cada domingo descubro un poco más en la iglesia». Recemos para que descubra y conozca en toda su plenitud a Cristo y a su Iglesia.
Dejo aquí la traducción del texto publicado por Ayaan Hirsi Ali en Unherd:
«En 2002 descubrí una conferencia de Bertrand Russell del año 1927 titulada «Por qué no soy cristiano». No pensé entonces, mientras la leía, que un día, casi un siglo después de que la pronunciara ante la sección del sur de Londres de la National Secular Society, me vería obligada a escribir un ensayo precisamente con el título opuesto.
El año anterior había condenado públicamente los atentados terroristas de los 19 hombres que habían secuestrado aviones de pasajeros y los habían estrellado contra las torres gemelas de Nueva York. Lo habían hecho en nombre de mi religión, el Islam. Entonces yo era musulmana, aunque no practicante. Si yo condenaba de verdad sus actos, entonces ¿dónde quedaba yo? Al fin y al cabo, el principio subyacente que justificaba los atentados era religioso: la idea de la yihad o guerra santa contra los infieles. ¿Era posible para mí, como para muchos miembros de la comunidad musulmana, simplemente marcar distancia respecto de aquella acción concreta y de sus horribles resultados?
En aquel momento había numerosos e importantes líderes en Occidente -políticos, académicos, periodistas y otros expertos- que insistían en que los terroristas estaban motivados por razones distintas de las que ellos y su líder Osama Bin Laden habían articulado con tanta claridad. Así que el Islam tenía una coartada.
Esta excusa no sólo expresaba condescendencia con los musulmanes. También dio a muchos occidentales la oportunidad de refugiarse en la negación. Culpar a los errores de la política exterior estadounidense era más fácil que contemplar la posibilidad de que nos enfrentáramos a una guerra religiosa. Hemos visto una tendencia similar en las últimas cinco semanas, cuando millones de personas que simpatizan con la difícil situación de los gazatíes tratan de racionalizar los ataques terroristas del 7 de octubre como una respuesta justificada a las políticas del gobierno israelí.
Cuando leí la conferencia de Russell, descubrí que mi disonancia cognitiva se aliviaba. Fue un alivio adoptar una actitud de escepticismo hacia toda doctrina religiosa, descartar mi fe en Dios y declarar que no existía tal entidad. Lo mejor de todo era que podía rechazar la existencia del infierno y el peligro de un castigo eterno.
La afirmación de Russell de que la religión se basa principalmente en el miedo me sonó especialmente bien. Había vivido demasiado tiempo aterrorizada por todos los horribles castigos que me esperaban. Aunque había abandonado todas las razones racionales para creer en Dios, ese miedo irracional al fuego del infierno aún persistía. La conclusión de Russell fue un alivio: «Cuando muera, me pudriré».
Para entender por qué me hice atea hace 20 años, primero hay que comprender el tipo de musulmán que yo había sido. Era una adolescente cuando la Hermandad Musulmana penetró en mi comunidad de Nairobi, Kenia, en 1985. Creo que ni siquiera había entendido la práctica religiosa antes de la llegada de la Hermandad. Había soportado los rituales de abluciones, oraciones y ayunos como algo tedioso y sin sentido.
Los predicadores de los Hermanos Musulmanes cambiaron esta situación. Nos señalaron una dirección: el camino recto. Un propósito: trabajar para ser admitido en el paraíso de Alá después de la muerte. Un método: el manual de instrucciones del Profeta sobre lo que se debe y lo que no se debe hacer: lo halal y lo haram. Como complemento detallado del Corán, los hadiz explicaban cómo poner en práctica la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto, el bien y el mal, Dios y el demonio.
Los predicadores de la Hermandad no dejaban nada a la imaginación. Nos daban una elección. Esforzarse por vivir según el manual del Profeta y cosechar las gloriosas recompensas en el más allá. En esta tierra, mientras tanto, el mayor logro posible era morir como mártir por la causa de Alá.
La alternativa, entregarse a los placeres del mundo, era ganarse la ira de Alá y ser condenado a una vida eterna en el fuego del infierno. Algunos de los «placeres mundanos» que censuraban eran leer novelas, escuchar música, bailar e ir al cine, cosas que me avergonzaba admitir que me encantaban.
La cualidad más sorprendente de los Hermanos Musulmanes fue su capacidad para transformarnos a mí y a mis compañeros adolescentes de creyentes pasivos en activistas, casi de la noche a la mañana. No nos limitábamos a decir cosas o a rezar: hacíamos cosas. Las chicas nos poníamos el burka y renunciábamos a la moda y el maquillaje occidentales. Los chicos cultivaban al máximo su vello facial. Llevaban el tawb, un vestido blanco que se usa en los países árabes, o se acortaban los pantalones por encima de los tobillos. Actuábamos en grupos y ofrecíamos nuestros servicios de caridad a los pobres, los ancianos, los discapacitados y los débiles. Instábamos a los musulmanes a rezar y exigíamos a los no musulmanes que se convirtieran al Islam.
Durante las sesiones de estudio islámico compartíamos con el predicador encargado de la sesión nuestras preocupaciones. Por ejemplo, ¿qué debíamos hacer con los amigos a los que queríamos y hacia quienes sentíamos lealtad pero que se negaban a aceptar nuestra dawa (invitación a la fe)? Como respuesta se nos recordó repetidamente la claridad de las instrucciones del Profeta. Se nos dijo en términos inequívocos que no podíamos ser leales a Alá y a Muhammad a la vez que manteníamos amistad y lealtad hacia los infieles. Si rechazaban explícitamente nuestra llamada al Islam, debíamos odiarlos y maldecirlos.
Aquí se reservaba un odio especial a un subconjunto de incrédulos: los judíos. Maldecíamos a los judíos varias veces al día y expresábamos horror, repugnancia e ira ante la letanía de ofensas que supuestamente habían cometido. Los judíos habían traicionado a nuestro Profeta. Habían ocupado la Mezquita Sagrada de Jerusalén. Seguían propagando la corrupción del corazón, la mente y el alma.
Se puede entender por qué, para alguien que había pasado por este tipo de educación religiosa, el ateísmo pareciera tan atractivo. Bertrand Russell ofrecía una vía de escape sencilla y de coste cero a una vida insoportable de abnegación y acoso a los demás. Para él no existía ningún argumento creíble a favor de la existencia de Dios. La religión, argumentaba Russell, tenía sus raíces en el miedo: «El miedo es la base de todo: miedo a lo misterioso, miedo a la derrota, miedo a la muerte».
Como atea, pensé que me libraría de ese miedo. También encontré un círculo de amigos completamente nuevo, tan diferente de los predicadores de la Hermandad Musulmana como uno pudiera imaginar. Cuanto más tiempo pasaba con ellos -gente como Christopher Hitchens y Richard Dawkins-, más segura me sentía de haber tomado la decisión correcta. Los ateos eran inteligentes. Y también eran muy divertidos.
Entonces, ¿qué ha cambiado? ¿Por qué ahora me llamo cristiana?
Parte de la respuesta es global. La civilización occidental está amenazada por tres fuerzas diferentes pero relacionadas: el resurgimiento del autoritarismo y el expansionismo de las grandes potencias en las formas del Partido Comunista Chino y la Rusia de Vladimir Putin; el auge del islamismo global, que amenaza con movilizar a una vasta población contra Occidente; y la propagación viral de la ideología woke, que está corroyendo la fibra moral de la próxima generación.
Intentamos defendernos de estas amenazas con herramientas modernas y seculares: esfuerzos militares, económicos, diplomáticos y tecnológicos para derrotar, sobornar, persuadir, apaciguar o vigilar. Y, sin embargo, tras cada ronda de conflictos, nos encontramos perdiendo terreno. O nos estamos quedando sin dinero, con una deuda nacional de decenas de billones de dólares, o estamos perdiendo el liderazgo en la carrera tecnológica con China.
Pero no podremos luchar contra esas formidables fuerzas a menos que podamos responder a la pregunta: ¿qué es lo que nos une? La respuesta de que «¡Dios ha muerto!» parece insuficiente. También lo parece el intento de encontrar consuelo en «el orden internacional liberal basado en normas». La única respuesta creíble, creo, reside en nuestro deseo de mantener el legado de la tradición judeocristiana.
Ese legado consiste en un elaborado conjunto de ideas e instituciones diseñadas para salvaguardar la vida, la libertad y la dignidad humanas: desde el Estado nación y el imperio de la ley hasta instituciones que promueven la ciencia, la salud y el aprendizaje. Como ha demostrado Tom Holland en su maravilloso libro Dominion, todo tipo de libertades aparentemente seculares -de mercado, de conciencia y de prensa- hunden sus raíces en el cristianismo.
Y así me he dado cuenta de que Russell y mis amigos ateos no supieron ver el bosque tras los árboles. El bosque es la civilización construida sobre la tradición judeocristiana; es la historia de Occidente, con todo lo bueno y lo malo. La crítica de Russell a esas contradicciones de la doctrina cristiana es seria, pero también tiene un alcance demasiado limitado.
Por ejemplo, Russell dio su conferencia en una sala llena de (antiguos o al menos dudosos) cristianos en un país cristiano. Pensemos en lo excepcional que era esto hace casi un siglo, y lo raro que sigue siendo en las civilizaciones no occidentales. ¿Podría un filósofo musulmán presentarse ante cualquier público de un país musulmán -entonces o ahora- y pronunciar una conferencia con el título «Por qué no soy musulmán»? De hecho existe un libro con ese título, escrito por un ex musulmán. Pero el autor lo publicó en Estados Unidos bajo el seudónimo de Ibn Warraq. Habría sido demasiado peligroso hacerlo de otro modo.
Para mí, esta libertad de conciencia y de expresión es quizá el mayor beneficio de la civilización occidental. No es algo natural en el ser humano. Es el producto de siglos de debate en el seno de las comunidades judía y cristiana. Fueron estos debates los que hicieron avanzar la ciencia y la razón, disminuyeron la crueldad, suprimieron las supersticiones y construyeron instituciones para ordenar y proteger la vida, garantizando al mismo tiempo la libertad al mayor número posible de personas. A diferencia del Islam, el cristianismo superó su etapa dogmática. Cada vez estuvo más claro que las enseñanzas de Cristo implicaban no sólo un papel circunscrito para la religión como algo separado de la política. También implicaban compasión para el pecador y humildad para el creyente.
Sin embargo, no sería sincera si atribuyera mi adhesión al cristianismo únicamente a la constatación de que el ateísmo es una doctrina demasiado débil y divisiva para fortificarnos contra nuestros amenazantes enemigos. También me he pasado al cristianismo porque, en última instancia, la vida sin ningún consuelo espiritual me resultaba insoportable, incluso casi autodestructiva. El ateísmo no supo responder a una pregunta sencilla: ¿cuál es el sentido y el propósito de la vida?
Russell y otros activistas ateos creían que con el rechazo de Dios entraríamos en una era de razón y humanismo inteligente. Pero el «agujero de Dios» -el vacío dejado por la retirada de la Iglesia- no ha hecho más que llenarse con un batiburrillo de dogmas irracionales cuasi religiosos. El resultado es un mundo en el que las sectas modernas se aprovechan de las masas dislocadas, ofreciéndoles razones falsas para ser y actuar, la mayoría de las veces de la mano de un postureo ético en nombre de una minoría victimizada o de nuestro planeta supuestamente condenado a la extinción. La frase atribuida a menudo a G.K. Chesterton se ha convertido en una profecía: «Cuando los hombres deciden no creer en Dios, no es que a partir de entonces no crean en nada, sino que se vuelven capaces de creer en cualquier cosa».
En este vacío nihilista, el reto que tenemos ante nosotros se convierte en civilizatorio. No podemos resistir a China, Rusia e Irán si no somos capaces de explicar a nuestras poblaciones por qué es importante que lo hagamos. No podemos luchar contra la ideología woke si no somos capaces de defender la civilización que están decididos a destruir. Y no podemos contrarrestar el islamismo con herramientas puramente seculares. Para ganar los corazones y las mentes de los musulmanes, aquí en Occidente, tenemos que ofrecerles algo más que vídeos en TikTok.
La lección que aprendí de mis años con los Hermanos Musulmanes fue el poder de una historia unificadora, incrustada en los textos fundacionales del Islam, para atraer, comprometer y movilizar a las masas musulmanas. A menos que ofrezcamos algo tan significativo, me temo que continuará la erosión de nuestra civilización. Y, afortunadamente, no hay necesidad de buscar un brebaje new age de fármacos y mindfulness. El cristianismo ya lo tiene todo.
Por eso ya no me considero una apóstata musulmán, sino una atea no practicante. Por supuesto, todavía tengo mucho que aprender sobre el cristianismo. Cada domingo descubro un poco más en la iglesia. Pero he reconocido, en mi largo viaje por un desierto de miedo y dudas, que hay una forma mejor de afrontar los retos de la existencia que la que ofrecían el Islam o la incredulidad».
11 comentarios
Los Hermanos Musulmanes deberían predicar el Corán, hecho que parece ser que no lo hicieron de forma sistemática, de haberlo hecho, deberían de haber mencionado que en el Corán el nombre de Mahoma aparece cuatro veces y el de Jesús 25 ( más o menos), en el Corán solo aparece el nombre de una mujer que es María, la madre de Jesús y aparece en 34 sitios.
Los caminos del Señor son inexcusables y deseamos que Ayaan Hirsi Ali profundice en la fe cristiana católica.
Ahora le queda un largo y apasionante camino por delante, un camino espiritual e intelectual, en el que podrá ir descubriendo como en ambos planos se va produciendo un acomodamiento con la verdad, en la cual descansa el espíritu. Aunque a veces descanse de una forma dolorosa, porque el cristianismo tiene estas paradojas.
Ojalá pudiese de caer en manos de un buen guía espiritual.
Y explican sus razones.
No hay ni un video de un judío que platique su conversión.
Es qué sólo los musulmanes quieren salir de su error.
Pero teniendo en cuenta la población de los países islámicos en general, son muy pocas personas.
La guerra de Ucrania es un conflicto completamente innecesario organizado por UK y EEUU. Ellos sabían muy bien el resultado de sus acciones.
No hacía ninguna falta ni es ninguna necesidad estrategia de la Otan o de Europa estrangular la salida al mar de Rusia por el mar de Azov, que para ellos si es una necesidad estratégica puesto que en ese lugar no puede desplegar la flota.
Han reventado los acuerdos de MINSK que era la solución menos mala para una situación complicada. Ucrania nos guste o no es un pais de reciente creación, dividido por dos desde su origen. Y no solo ahora sino incluso antes.
Los EEUU van como un elefante en una caharrería, en Europa desde hace muchos años, supongo que fruto de pensar que su victoria en la II GM y el plan Marshall les da derecho a ello.
¿Pero que usted se lo crea?
Si se toma la molestia de investigar un poco, comprobará como hay militares de EEUU que han explicado todo esto.
Rusia, como bien explica PIO MOA, no es amigo nuestro, pero no es nuestro enemigo, de España.
Y ha pasado de ser un competidor en Europa a un Enemigo.
La clave es crimea. Y lo dijo muy clarito PUTIN, que por ahora parece que es el único que ha dicho la verdad.
Esta haciendo una guerra preventiva para evitar una confrontación nuclear. Si el dia de mañana Ucrania rechazando los acuerdos de MINSK, entra en la OTAN, y decide atacar Crimea, entonces un conflicto local para a ser inmediatamente mundial y nuclear. Es de una logica inapelable.
Por otra parte bush hijo fue el presidente que estableció la doctrina de la guerra preventiva para EEUU, que en realidad es lo que lleva haciendo toda la vida, desde Cuba hasta Hawai, donde sabían que los japoneses atacarían y sacaron a todos los portaaviones.
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