Pistoletazo de salida a la quijotesca aventura de publicar todo De Lubac
Ediciones Encuentro parece tener una tendencia, rayana en lo suicida, para emprender proyectos editoriales que, desde fuera, se nos antojan titánicos y de complicada rentabilidad. Dios les bendiga por ello.
Cuando en su día anunciaron el lanzamiento, en colaboración con el Club Chesterton de la Universidad CEU San Pablo, de una colección que recogerá todos los artículos de Chesterton publicados en The Illustrated London News (entre 1905 y 1936, que se dice pronto), aquello me pareció un notición, una tarea titánica pero de aquellas que hacen sentirse orgulloso a un editor (y de paso que enriquecen, de verdad, la cultura de un pueblo). Ya llevan 4 excelentes volúmenes y hemos llegado a 1909, por lo que si aún no lo han hecho, están a tiempo de subirse al barco.
No contentos con este proyecto, ahora nos sorprenden con el anuncio de la publicación de las obras completas de Henri de Lubac, otra tarea propia de otros tiempos y que, sin lugar a dudas, será un hito en el ámbito de la teología.
Conocía a Henri de Lubac por sus obras más célebres (o al menos por las que en mi entorno lo son): El drama del humanismo ateo y La posteridad espiritual de Joaquín de Fiore, dos clásicos de teología que incursionan en el campo de lo filosófico, político e histórico y que son obras imprescindibles para quien quiere pensar a fondo sobre estas cuestiones. El plan de publicación que ahora aborda Ediciones Encuentro es ambicioso y abarca más de una veintena de volúmenes. Como ven. Aún quedan románticos (o gente que se toma las cosas en serio y de ilusión desbordante).
El primer tomo de estas obras de Henri de Lubac tiene por título Por los caminos de Dios y está centrado en torno a la existencia de Dios y el modo de conocerle, básicamente lo que se conoce como teología natural.
No soy teólogo y he de advertir que seguro que se me hayan escapado matices importantes. Escribiré pues de lo que me ha llamado más la atención, sabedor de que habrá personas más preparadas que yo en este campo que podrán sacar a relucir aspectos importantes de estos escritos que a mí se me han escapado.
No estamos ante una obra sistemática, sino ante una especie de apuntes, a veces breves ensayos sobre un tema, pero a veces meras anotaciones o citas jugosas, que van desgranando una cuestión crucial, la misma idea de Dios. Y sí, hay páginas que hay que leer con pausa y atención, pero también hay comentarios rápidos, zarpazos iluminadores de esos que uno apunta para tenerlos a mano en el futuro. Otro aspecto llama la atención: el esfuerzo del autor por fundar sus reflexiones en teólogos reputados y, muy especialmente, en Santo Tomás, de quien las referencias abundan y que, una vez más, brilla con luz propia en su singular sabiduría y penetración.
Reviso mis anotaciones y destaco algunos aspectos, fragmentarios, de la obra. La revaloración del «ateísmo» antiguo, aquel que niega la existencia de todos aquellos dioses que «parecen inventados expresamente por el enemigo del género humano para autorizar todos los crímenes». En este sentido, De Lubac puede afirmar que «solo el Evangelio es el verdadero crepúsculo de los dioses». Y no se piense que está hablando solo del pasado: «Hay dioses tiranos. Hay un Dios liberador. Los dioses tiranos ya no toman en nuestros días, generalmente, nombres de dioses. Prefieren pseudónimos. Sin embargo, su tiranía no es menor». El misterio que encierra el hombre, misterio que proviene de que es a imagen de Dios. La «revelación natural», que el pecado no ha apagado por completo. La grandeza humana… que reside en su dependencia de Dios. El riesgo de confundir «al Autor de la Naturaleza con la Naturaleza a través de la cual se revela oscuramente el Creador». La importancia de la tradición y la autoridad para proteger la razón, «descartando los vértigos de la imaginación». Ser conscientes de nuestras limitaciones, de lo que se conoce como «teología negativa», pero al mismo tiempo saber que «en materia de prueba de Dios, la exposición más clásica y más sencilla es también, siempre, en sí misma, la mejor». Por ello, «cuando decimos que Dios es inefable, no queremos decir que no se pueda decir de Él nada verdadero… Dios no es pues inefable en el sentido de que fura ininteligible: es inefable porque sigue siendo por encima de todo lo que se pueda decir de Él.» Y tener presente que «el Dios oculto, el Dios misterioso no es el Dios lejano, el Dios ausente: es siempre el Dios cercano». La crítica a la idea del Progreso, «una de las más huecas que el hombre ha forjado». La imposibilidad de que el hombre viva sin adorar: «la adoración es, al mismo tiempo que su deber esencial, la necesidad más profunda de su ser. No puede extirparla, sino solo corromperla».
No sigo. Creo que esto es suficiente para mostrar la valía del libro (a pesar de que hay pasajes que se nos escapan a los no habituados a la reflexión teológica). Un último punto: pensaba, mientras iba leyendo, que alguna cuestión quedaría muy reforzada haciendo referencia a la Revelación, a Jesucristo. No soy el único. En el epílogo, De Lubac señala que el Padre Joseph Huby, le formuló también ese comentario… y explica porqué ha tomado ese camino. Es una tontería, pero me he alegrado al saber que gente mucho más sabia que yo había pensado y expuesto, mucho mejor que yo, lo que yo había medio detectado. La respuesta que da de Lubac es, además, clarificadora: reconoce los peligros de su opción, pero defiende la legitimidad de una teología natural.
15 comentarios
Tengamos el coraje de despedirnos del siglo XX, que ya cumplió sobradamente con su cuota de mal.
Saludos cordiales.
Pero ambos pertenecientes al segundo modernismo, el condenado por Pío XII en la encíclica Humani generis (1950). También ambos peritos del Vaticano II y elevados al cardenalato por Juan Pablo II.
Las Ediciones Encuentro mostrarían más quijotismo, más ambición y valentía, si acometiesen la publicación de las obras completas de otro jesuita, el cardenal Louis Billot, y de otro dominico, Reginald Garrigou-Lagrange, los dos más grandes teólogos católicos entre los siglos XIX y XX.
"Otros desvirtúan el concepto de "gratuidad" del orden sobrenatural, como quiera que opinan que Dios no puede crear seres intelectuales sin ordenarlos y llamarlos a la visión beatífica" (Denz. 2318).
Claro está que esos "otros" fueron después peritos del Vaticano II y premiados con el cardenalato por Juan Pablo II.
Empresa ambiciosa que, repito, sigue llevando agua al molino modernista, lo cual no requiere ninguna valentía, ya que va en el sentido de la corriente.
En lugar de ponerse al servicio de la ortodoxia católica, con figuras eminentes como Billot y Garrigou-Lagrange, lo cual sí sería valiente.
Humani generis fue la última muralla erigida al último momento ante el diluvio de errores que amenazaban con arrastrarlo todo, al decir de Pío XII. El dique, apoyado en los contrafuertes de Pascendi y sobre la roca multisecular de la Tradición de la Iglesia, resistía con toda su fuerza la nueva oleada modernista. Iba a contener y proteger con orgullo a los fieles cristianos agazapados detrás de sus murallas.
Ya cardenal, Pacelli había profetizado:
"Estoy obsesionado por las confidencias de la Virgen a la pequeña Lucía de Fátima. Esta obstinación de Nuestra Señora ante el peligro que amenaza a la Iglesia es una advertencia divina contra el suicidio que representaría la alteración de la fe, en su liturgia, su teología y su alma. Oigo a mi alrededor innovadores que quieren desmantelar la Capilla sagrada, destruir la llama universal de la Iglesia, rechazar sus ornamentos y darle remordimientos por su pasado histórico. Pues bien, mi querido amigo: estoy convencido de que la Iglesia de Pedro debe asumir su pasado o, de lo contrario, cavará su tumba" (Cardenal Pacelli al conde Enrico Gabazzi, citado en Roche, "Pie XII devant l´Histoire").
En 1958 moría Pacelli y la Iglesia católica iba prácticamente con él a la tumba, dejando el paso libre a los nuevos "teólogos del Hombre".
(Dominique Bourmaud, "Cien años de modernismo", pp. 312-313)
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