(ACI/EWTN/InfoCatólica) La muerte de Kevorkian, que había sido condenado a 25 años de prisión por homicidio en segundo grado por uno de estos casos, ocurrió a las 02:30 a.m. de este viernes, según indicó su abogado y amigo Mayer Morganroth.
Liberado en el 2007, Kevorkian estuvo internado desde hace un mes por diversos problemas: afecciones a los riñones, diabetes, hepatitis C. El "Dr. Muerte" había prometido en diversas declaraciones, luego de su liberación, no volver a participar en suicidios.
Deben acusarme. Si no lo hacen, se entenderá que no creen que se trate de un crimen. No necesitan más pruebas, ¿o sí?". Con estas palabras, Jack Kevorkian o el "Doctor Muerte", desafió a las autoridades del estado norteamericano de Michigan y firmó, sin saberlo ni esperarlo, su sentencia a 25 años de cárcel en el programa televisivo que transmitió un video con su último "suicidio asistido".
Sus máquinas: Thanatron y Mercitron
En 1987, Kevorkian inició formalmente su macabro oficio de asistente de suicidios con un aviso publicitario en el que se presentaba como "médico asesor de enfermos desahuciados que deseen morir con dignidad" y saltó a la fama gracias a que los medios masivos cubrieron ampliamente la invención un aparato creado en su propia cocina que se convirtió en la primera máquina del mundo para suicidarse.
Convencido de que lo importante era "evitarles un sufrimiento a los pacientes", creó en 1990 su su máquina de suicidio Thanatron (máquina de muerte), que permitía que los pacientes se autoadministraran una dosis letal de cloruro y potasio, y también publicó videos en los que enfermos terminales le rogaban que les ayudara a morir.
Tras serle retirada la licencia médica, y al no tener ya acceso a las sustancias que administraba, creó otra máquina llamada Mercitron (máquina de misericordia) con la que un paciente podía suicidarse respirando monóxido de carbono.
Desde ese momento Janet Adkins, Marjorie Wantz, Karen Shofftall, Margaret Garrish, Thomas Youk y otras decenas de personas, pasaron a ser nombres conocidos en la creciente lista de "pacientes" que buscaban terminar los padecimientos de sus males en plena crisis emocional, víctimas de la obsesión mortal de Kevorkian, que se preocupó más por verlos morir que por verificar si estaban realmente enfermos.
"No me arrepiento de nada en absoluto", aseguró Kevorkian en una ocasión. "Mi objetivo final es hacer que la eutanasia sea una experiencia positiva", dijo a The New York Times en 1990. En 1999 fue condenado por homicidio en segundo grado a entre 10 y 25 años de cárcel. Salió ocho años más tarde por su delicado estado de salud y su buen comportamiento.
El doctor L.J. Dragovic, médico forense del condado de Oakland, fue quien condujo la investigación sobre las autopsias. Desde que terminó su trabajo se niega a considerar como "suicidio facilitado por un médico", alguno de los casos en los que intervino Kevorkian inyectando drogas letales o proporcionando monóxido de carbono.
Desde joven manifestó morboso interés por experimentar con moribundos
Desde sus años de estudiante, Kevorkian era visto por sus compañeros como un sujeto por lo menos "inquietante", incluso respecto de la plenitud de sus facultades mentales. No por casualidad consiguió el apelativo de "Doctor Muerte" apenas graduado, y no en los últimos años, como la mayoría piensa.
Tenía la afición de relatar las masacres de sus antepasados armenios a manos de los turcos en la Primera Guerra Mundial y defendía el holocausto nazi porque "jamás podrán volver a hacerse los experimentos con humanos". Kevorkian se convirtió en el centro de atención de compañeros y jefes más por sus extrañas aficiones que por sus innovaciones médicas, desde que era residente de patología en un hospital de Detroit durante la década de loa ‘50s.
Hacía rondas especiales en busca de pacientes moribundos para mantenerles los párpados abiertos con cinta adhesiva y fotografiar sus córneas con el fin de observar si los vasos sanguíneos cambiaban de aspecto en el momento de la muerte, todo ello obviamente sin importarle la dignidad del moribundo.
Convencido de que ningún experimento era demasiado descabellado, a principios de los sesenta ya ensayaba transfusiones de sangre de cadáveres a personas vivas, buscaba permisos para experimentar con reos condenados a muerte por considerar "un privilegio único hacer pruebas con un ser humano que va a morir".