(Bussola Quotidiana/InfoCatólica) Acaba de abrir sus puertas en Seattle (Estados Unidos), la primera funeraria de compostaje humano del mundo, denominada Recompose.
Según su propia publicidad, se dedican a la «reducción orgánica natural» del ser querido fallecido, convirtiéndolo en fertilizante. Para ello, introducen el cuerpo en un recipiente en el cual han depositado virutas de madera, paja y alfalfa. Así ayudan a que los microorganismos y gusanos hagan su trabajo en aproximadamente mes y medio, tiempo tras el cual el cuerpo se ha transformado en dos metros cúbicos de fertilizante.
La idea está gustando especialmente a los ecologistas, ya que este tipo de funeral es el más ecosostenible que existe. No hay que talar árboles para construir ataúdes, no hacen falta terrenos urbanos que se contaminan al enterrar a las personas, ni lápidas, ni cremación, que contribuyen al cambio climático y requieren un alto consumo de recursos. Según la web de Recompose, «nuestro enfoque para el compostaje humano consume un 87% menos de energía que el entierro o la cremación convencional». Las emisiones de CO2 también se reducen, por lo que pueden argumentar que el compostaje humano es una decisión responsable y que además cuesta menos en servicios de cementerios, impuestos, etc.
Los clientes de Recompose también pueden donar su metro cúbico de fertilizante al proyecto Recompose Land, donde serán utilizados para la restauración de territorios de algunas zonas del mundo.
Al parecer, las personas que tienen la ecología como valor supremo se ven atraídas por la idea de fusionarse con la naturaleza y renacer en forma de flor, árbol o arbusto. Según esta concepción, poniendo al tío, abuelo o familiar difunto en el jardín, se puede observar cómo se transforma en naturaleza viva. De esta peculiar manera, el compostaje da algún tipo de sentido a la muerte, porque, de hecho, genera vida, en una especie de «resurrección» materialista.
La mentalidad que apoya este tipo de prácticas reside en la convicción de que la persona es solo un ser vivo más, reducida a su cuerpo material, sin alma ni componente espiritual alguno, por lo que, una vez muerta, lo mejor es aprovecharla al máximo. Esta visión contrasta poderosamente con la tradicional fe católica, que respeta sinceramente tanto el cuerpo como el alma, porque ambos forman el único ser humano.
La apostasía masiva de occidente forzosamente tenía que transformar las costumbres funerarias. Ahora, la perspectiva trascendente normalmente se excluye y los cementerios carecen de sentido, porque lo más frecuente es pensar que no existe Dios, ni vida después de la muerte, ni resurrección de los muertos ni vida eterna. Tampoco tiene sentido ya velar el cuerpo mientras se reza por el difunto, ya que no se espera que ese cuerpo resucite en la segunda venida de Jesucristo.
Quizá nunca haya sido tan evidente la diferencia entre el cristianismo y el agnosticismo ambiente. A fin de cuentas, unos esperan terminar en la gloria eterna del cielo y otros, en un montón de estiércol.







