«El descenso de Cristo a los infiernos revela la profundidad de su amor»

«La muerte nunca es la última palabra»

«El descenso de Cristo a los infiernos revela la profundidad de su amor»

El Papa León XIV ha dedicado la catequesis de la audiencia general de este miércoles a profundizar en el misterio del Sábado Santo, destacando que el descenso de Cristo a los infiernos expresa la radicalidad del amor divino y su voluntad de redimir incluso los rincones más oscuros de la existencia humana.

(InfoCatólica) Durante la catequesis, el Papa prosiguió con el ciclo dedicado al Jubileo 2025, bajo el lema «Jesucristo, nuestra esperanza», centrándose esta vez en el tema «La Pascua de Jesús. El descenso». Reflexionó sobre el significado del Sábado Santo, un día en apariencia silencioso, pero en el que «se cumple una invisible acción de salvación»: el descenso de Cristo a los infiernos.

El Pontífice explicó que este descenso no debe entenderse tanto como un lugar físico, sino como una «condición existencial» marcada por el dolor, la culpa, la soledad y la separación de Dios. En este contexto, afirmó que Jesús entra en esta realidad oscura «para liberar a los habitantes, tomándoles de la mano uno por uno», y subrayó que el amor de Dios no se detiene ante el pecado ni ante el rechazo humano.

Recordando un pasaje de la primera carta de san Pedro, León XIV evocó también la tradición del Evangelio de Nicodemo, donde se describe cómo el Hijo de Dios desciende hasta las profundidades más oscuras para llevar su luz incluso a los últimos. «La muerte nunca es la última palabra», afirmó.

El Papa señaló que este descenso no es solo un acontecimiento del pasado, sino que sigue teniendo relevancia para la vida de cada persona. Mencionó los «infiernos cotidianos» de la existencia, como la soledad, la vergüenza, el abandono o el cansancio de vivir, en los que Cristo sigue entrando «no para juzgar, sino para liberar».

Además, evocó la imagen del encuentro entre Cristo y Adán, presente en los Padres de la Iglesia, como símbolo del encuentro entre Dios y la humanidad. En los iconos orientales, explicó, Jesús es representado derribando las puertas del infierno y levantando a Adán y Eva, señal de que «no vuelve a la vida solo, sino que lleva consigo a toda la humanidad».

En su mensaje, el Papa quiso destacar que «el cielo visita la tierra más en profundidad» durante el Sábado Santo, y que no existe historia personal que quede excluida de la redención de Cristo. Afirmó que «descender, para Dios, no es una derrota, sino el cumplimiento de su amor», y que incluso desde el fondo se puede comenzar una nueva creación: «una creación hecha de personas que se han vuelto a levantar, de corazones perdonados, de lágrimas secadas».

Finalizó recordando que este día es «el abrazo silencioso con el que Cristo presenta toda la creación al Padre para volver a colocarla en su diseño de salvación».


 

León XIV
Audiencia general
Plaza de San Pedro
Miércoles, 24 de septiembre del 2025

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

También hoy nos detenemos en el misterio del Sábado Santo. Es el día del Misterio pascual en el que todo parece inmóvil y silencioso, mientras que en realidad se cumple una invisible acción de salvación: Cristo desciende al reino de los infiernos para llevar el anuncio de la Resurrección a todos aquellos que estaban en las tinieblas y en la sombra de la muerte.

Este evento, que la liturgia y la tradición nos han entregado, representa el gesto más profundo y radical del amor de Dios por la humanidad. De hecho, no basta decir ni creer que Jesús ha muerto por nosotros: es necesario reconocer que la fidelidad de su amor ha querido buscarnos allí donde nosotros mismos nos habíamos perdido, allí donde se puede empujar solo la fuerza de una luz capaz de atravesar el dominio de las tinieblas.

Los infiernos, en la concepción bíblica, no son tanto un lugar, sino una condición existencial: esa condición en la que la vida está debilitada y reinan el dolor, la soledad, la culpa y la separación de Dios y de los demás. Cristo nos alcanza también en este abismo, atravesando las puertas de este reino de tinieblas. Entra, por así decir, en la misma casa de la muerte, para vaciarla, para liberar a los habitantes, tomándoles de la mano uno por uno. Es la humildad de un Dios que no se detiene delante de nuestro pecado, que no se asusta frente al rechazo extremo del ser humano.

El apóstol Pedro, en el breve pasaje de su primera Carta que hemos escuchado, nos dice que Jesús, vivificado en el Espíritu Santo, fue a llevar el anuncio de salvación también «a los espíritus encarcelados» (1 Pe 3,19). Es una de las imágenes más conmovedoras, que no se encuentra desarrollada en los Evangelios canónicos, sino en un texto apócrifo llamado Evangelio de Nicodemo. Según esta tradición, el Hijo de Dios se adentró en las tinieblas más espesas para alcanzar también al último de sus hermanos y hermanas, para llevar también allí abajo su luz. En este gesto está toda la fuerza y la ternura del anuncio pascual: la muerte nunca es la última palabra.

Queridos, este descenso de Cristo no tiene que ver solo con el pasado, sino que toca la vida de cada uno de nosotros. Los infiernos no son solo la condición de quien está muerto, sino también de quien vive la muerte a causa del mal y del pecado. Es también el infierno cotidiano de la soledad, de la vergüenza, del abandono, del cansancio de vivir. Cristo entra en todas estas realidades oscuras para testimoniarnos el amor del Padre. No para juzgar, sino para liberar. No para culpabilizar, sino para salvar. Lo hace sin clamor, de puntillas, como quien entra en una habitación de hospital para ofrecer consuelo y ayuda.

Los Padres de la Iglesia, en páginas de extraordinaria belleza, han descrito este momento como un encuentro: entre Cristo y Adán. Un encuentro que es símbolo de todos los encuentros posibles entre Dios y el hombre. El Señor desciende allí donde el hombre se ha escondido por miedo, y lo llama por nombre, lo toma de la mano, lo levanta, lo lleva de nuevo a la luz. Lo hace con plena autoridad, pero también con infinita dulzura, como un padre con el hijo que teme que ya no es amado.

En los iconos orientales de la Resurrección, Cristo es representado mientras derriba las puertas de los infiernos y, extendiendo sus brazos, agarra las muñecas de Adán y Eva. No se salva solo a sí mismo, no vuelve a la vida solo, sino que lleva consigo a toda la humanidad. Esta es la verdadera gloria del Resucitado: es poder de amor, es solidaridad de un Dios que no quiere salvarse sin nosotros, sino solo con nosotros. Un Dios que no resucita si no es abrazando nuestras miserias y nos levanta de nuevo para una vida nueva.

El Sábado Santo es, por tanto, el día en el que el cielo visita la tierra más en profundidad. Es el tiempo en el que cada rincón de la historia humana es tocado por la luz de la Pascua. Y si Cristo ha podido descender hasta allí, nada puede ser excluido de su redención. Ni siquiera nuestras noches, ni siquiera nuestros pecados más antiguos, ni siquiera nuestros vínculos rotos. No hay pasado tan arruinado, no hay historia tan comprometida que no pueda ser tocada por su misericordia.

Queridos hermanos y hermanas, descender, para Dios, no es una derrota, sino el cumplimiento de su amor. No es un fracaso, sino el camino a través del cual Él muestra que ningún lugar está demasiado lejos, ningún corazón demasiado cerrado, ninguna tumba demasiado sellada para su amor. Esto nos consuela, esto nos sostiene. Y si a veces nos parece tocar el fondo, recordemos: ese es el lugar desde el cual Dios es capaz de comenzar una nueva creación. Una creación hecha de personas que se han vuelto a levantar, de corazones perdonados, de lágrimas secadas. El Sábado Santo es el abrazo silencioso con el que Cristo presenta toda la creación al Padre para volver a colocarla en su diseño de salvación.

 

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