He querido esperar un tiempo ─con el sosiego de unos días de reflexión y de conocimiento de las diversas noticias y artículos─ hasta escribir sobre el pacto del Gobierno con las autoridades eclesiásticas sobre El Valle de los Caídos, su «resignificación» y la «salvaguarda» del culto y de la simbología religiosa del gran monumento.
Cualquier persona con sentido común repararía en el espíritu de revanchismo, odio y venganza que mueve a sus promotores, siendo un paso más a la exhumación forzosa de los restos mortales de Francisco Franco y otras análogas. Y, también, cualquier persona con sentido común se daría cuenta de la poca y frágil ─¿quizá ninguna?─ oposición a estos atropellos por parte de la jerarquía eclesiástica. Se intentará dilucidar si esto último se debe a ciertas concesiones para evitar consecuencias indeseables ─la ausencia de explicaciones no ayuda a clarificarlo─; si a un simple y llano sometimiento a la presión gubernamental; o si, incluso, a una cierta anuencia ideológica para que la Iglesia sea aceptable para la democracia. Habría que considerar la hoja de ruta, dizque marcada por Roma, siendo quizá la actuación de la jerarquía española un simple reflejo de lo dictado por instancias superiores. Además, se debería preguntar a la orden benedictina en qué medida se resistió, pues tiene una responsabilidad directa sobre «lo suyo» ─mucho más suyo que del arzobispo de la capital, por ejemplo─. En todo este proceso habrá informaciones sesgadas ─como la «salida impuesta» de Santiago Cantera de la comunidad benedictina─ o lecturas parciales, destacando la «unanimidad» dentro de la Conferencia Episcopal. Todo lo anterior lo dejo a mejores conocedores en la materia que quien suscribe, sin quitar nada a las muchas y muy acertadas plumas que van saliendo a la palestra.
A mi modo de ver, mucho antes de las leyes de «memoria histórica o democrática» se ha dado una reelaboración falsaria de los acontecimientos de la contienda bélica de 1936-1939. De aquí viene todo, no nos engañemos. Y mucho antes de las «resignificaciones» que se van produciendo con la colaboración del estamento eclesial ─sea de omisión, tácita o, incluso, positiva─ ha habido un giro copernicano en la consideración del papel que desempeñó en la guerra la fe católica y el apoyo moral de la jerarquía, tanto romana como española.
La guerra comienza tras un tiempo de terribles vejaciones y tropelías en el último período de la República contra el alma de España, cuyo principio configurador no es otro que la fe católica. Se produce, providencialmente, un levantamiento cívico-militar para restaurar el orden y la justicia y para defender los fundamentos de la civilización cristiana. No se trata de una guerra de odio fratricida o de querellas entre hermanos, sino de la difícil y peligrosa tarea de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la Religión (Pío XI, 14 de septiembre de 1936) frente al comunismo, que en España
no ha derribado alguna que otra iglesia, algún que otro convento; sino que, siempre que le fue posible, destruyó todas las iglesias, todos los conventos y hasta toda huella de religión cristiana, aunque se tratase de los más insignes monumentos del arte y de la ciencia. El furor comunista no se ha limitado a matar Obispos y millares de sacerdotes, de religiosos y religiosas, escogiendo precisamente a los que con mayor celo se ocupaban de los obreros y de los pobres: sino que ha hecho un número mucho mayor de víctimas entre los seglares de toda clase, que aún ahora son asesinados cada día, en masa, por el mero hecho de ser buenos cristianos o, al menos, contrarios al ateísmo comunista (Pío XI, 19 de marzo de 1937).
Cuando terminó la guerra, las primeras palabras de la Santa Sede ─en este caso ya Pío XII─ fueron las siguientes:
Con inmenso gozo Nos dirigimos a vosotros, hijos queridísimos de la Católica España, para expresaros Nuestra paterna congratulación por el don de la paz y de la victoria (la negrita es mía), con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo cristiano de vuestra fe y caridad, probado en tantos y tan generosos sufrimientos [...]. La Nación elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del Nuevo Mundo y como baluarte inexpugnable de la fe católica, acaba de dar a los prosélitos del ateísmo materialista de nuestro siglo la prueba más excelsa de que por encima de todo están los valores eternos de la religión y del espíritu [...]. Persuadido de esta verdad el sano pueblo español, con las dos notas características de su nobilísimo espíritu, que son la generosidad y la franqueza, se alzó decidido en defensa de los ideales de la fe y la civilización cristianas, profundamente arraigados en el suelo fecundo de España; y ayudado por Dios, «que no abandona a los que esperan en Él», supo resistir al empuje de los que, engañados con lo que creían un ideal humanitario de exaltación del humilde, en realidad no luchaban sino en provecho del ateísmo (Pío XII, 16 de abril de 1939).
Esta posición de la Santa Sede no era sino un coronamiento de la posición moralmente unánime del episcopado español, que quedó consignada de manera precisa en la famosa Carta colectiva del 1 de julio de 1937, encabezada por el primado de España, el cardenal Gomá. No es necesario reproducir los largos pasajes de esa carta que todos pueden leer con tranquilidad. Sirvan de ejemplo de la toma de postura de la jerarquía unas palabras de Gomá en otra ocasión. Cuando se liberó Toledo el 27 de septiembre de 1936, el arzobispo de la sede toledana, envió un mensaje radiofónico con una clara consigna de gozo y alegría: ¡Toledo es nuestro! Es un mensaje lleno de regocijo, pero a la vez profundo y grave, pues daba cuenta de que
a Toledo se le iba a arrancar su alma cristiana, porque iba a ser de los sin Dios o contra Dios; y sin Dios, sin Jesucristo nuestro Dios, le falta a Toledo el espíritu que la vivifique y la clave que interprete sus maravillas. Toledanos, albricias: Toledo vuelve a ser nuestro. Al difundirse ayer la gran nueva se llenó España de júbilo; porque en Toledo radica el espíritu genuinamente español. Ella es el centro espiritual de nuestra patria. Es la ciudad de los Concilios, de la unidad católica, del cristianísimo imperio español, que tuvo su trono en el Alcázar. Ahí, en Toledo, se apoyó y se movió durante siglos el resorte de todas nuestras grandezas.
Alguno podría pensar que estas declaraciones son una cesión a la epopeya ideológica que pretende justificar las propias acciones. El mismo Gomá, con el conocimiento que da el tiempo y las circunstancias, escribió un artículo casi dos años después en el que señala en qué se concretaba esta lucha de cosmovisiones irreconciliables:
Mientras en el Alcázar se escribía una epopeya incomparable, la ciudad era presa de tragedia horrenda. El robo y el pillaje, organizados por bandas de ladrones, «científicos» y vulgares; matanzas en masa de ciudadanos pacíficos, el cogollo de la Ciudad Imperial. ─«Pero ¡si va lo mejor de la ciudad!»─ decía una sencilla mujer, a la vista de un grupo numerosísimo de ciudadanos que iban a ser fusilados; la tortura de unas semanas interminables, vivida entre todos los horrores; la conmoción tremenda, por tres veces, del peñón en que la ciudad se asienta, causada por la explosión de las minas del Alcázar; la orgía callejera, infernal, que parecía el canto del triunfo definitivo de la barbarie sobre la civilización cristiana de siglos, encarnada en nuestra ciudad... (18 de agosto de 1938).
La consideración moral de la guerra es clara: una Cruzada en defensa del orden natural y cristiano frente a las fechorías y desmanes de sus enemigos. Claro que las autoridades de entonces no obviaban que una guerra siempre trae gravísimos males y hay que evitarla, mientras sea posible. Por eso, se esforzaron por la conquista de una paz estable en la que hubiese una reconciliación entre los españoles. Signo preclaro de esa reconcilación es la gran cruz de El Valle de los Caídos y el extraordinario complejo monumental que alberga a los de un bando y de otro. Pero es una paz, fruto de la victoria; es una España reconciliada, fruto de haber regado sus campos con la sangre de sus mejores hijos; y es una Cruz imponente, fruto de no haber arriado la bandera de Cristo, esencia de nuestra Patria. Esto es lo que no se puede olvidar.
No es que la Iglesia «tomase postura» o «eligiese un bando». Ni siquiera es que se viera obligada por la persecución a ponerse bajo el amparo del bando sublevado. Es que la misma vida de la Iglesia ─si de verdad nos creemos eso de que «la Iglesia somos todos los cristianos»─ desencadenó un alzamiento en defensa de Dios y de España, tomando cada uno el papel que le pudiera corresponder: los sacerdotes y religiosos rezando, atendiendo espiritualmente al pueblo y sufriendo el martirio con caridad heroica; los militares cumpliendo con su deber de defender a España; los seglares de todo tipo y condición: unos tomando las armas, otros ayudando en todo lo posible fuera del frente; los obispos ─sufriendo doce de ellos el martirio─, fortaleciendo moralmente a sus ovejas, a la vez que procurando todas las posibles gestiones materiales y diplomáticas para atenuar los efectos devastadores de una guerra...; pero todos ellos católicos, todos ellos Iglesia. Esto es lo que no se puede olvidar.
Podrían multiplicarse tanto los testimonios históricos que no se acabaría este artículo. Solo queda hacer un llamamiento y poner verdad en las conciencias para que no olviden lo que no se puede olvidar. No es cuestión ni de equilibrios ni de polarizaciones o sandeces memocráticas. Es una cuestión de verdad histórica, con los matices que pueda adquirir esa presentación de la verdad con el paso del tiempo. El día en que una gran parte del estamento eclesial y del pueblo español olvidaron esto, ese día se pusieron los cimientos de los pactos y las resignificaciones.
Y ese día fue hace décadas. A qué quejarse tanto del presidente del gobierno o del arzobispo de la capital, a no ser que en esta queja se incluyan los trabajos sistemáticos de «resignificación» tras la muerte de Franco ─incluso antes─. A qué tanta queja, si la mayoría ha estado muy a gusto con el Estado desde la Transición, rompiendo así con los siglos de historia hispánica. Fue esa historia y ese alma de España lo que se defendió el 18 de julio; y sus vestigios ─vestigios, sí, pues así los quiso la mayoría democrática─ son hoy los atacados en El Valle de los Caídos. Por eso es tan simbólico y tan trascendente.
No es la ofensiva a una persona que gobernó 40 años España, sino a lo que representa; no es un mero símbolo religioso, por muy grande que sea, lo que molesta, sino lo que ese símbolo y esa obra representan: la esencia de España. Y, antes de los enemigos de hoy, los «amigos» de ayer olvidaron y renegaron de España, porque lo hicieron de la Cruzada. Señalemos las causas, no sólo las consecuencias.
Es triste ver cómo los enemigos tienen más razón que muchos de «los nuestros», pues nos atacan porque nos consideran defensores de un orden político cristiano que ha vivificado la historia de España; mientras que «los nuestros» reniegan de aquello que se les achaca, pasando por abogados del consenso democrático. ¿No sería más noble reconocerse hijos y descendientes de los grandes del pasado? Si sólo insistimos en que la Cruz es signo de reconciliación, como una especie de mantra del olvido, ignorando quiénes lucharon por esa Cruz, nos colocamos en una posición inexistente. Hay que elegir entre la barbarie y la civilización. Nuestros antepasados tuvieron que elegir, incluso cuando esa elección tenía graves y dolorosas consecuencias.
¡Despierta pueblo español! Has caído en la trampa de que hubo una guerra civil que hay que olvidar. Esa ha sido la desgracia: la hemos olvidado. Ellos no. La historia no se olvida, sino que se aprende de ella. Una lección de la que puede ser un símbolo representativo Francisco Franco. Más allá de los juicios propios que de todo su gobierno se puedan hacer, no se le puede negar ser representante de la «Victoria del 18 de julio» y de una voluntad clara y firme de auténtica paz y reconciliación, alcanzada mediante la lucha armada y consignada para la historia en El Valle de los Caídos. A causa de todo lo que hizó y lo que representaba recibió el máximo reconocimiento y distinción por parte de la Santa Sede.
Fue una Cruzada. Lo fue, aunque dentro de una misma patria y, por eso, fue también guerra civil. Entre hermanos, sí. Desearíamos que nada semejante se produzca de nuevo, pero más debemos desear la defensa de aquello por lo que lucharon nuestros mayores y que quedó simbolizado en las pétreas estructuras de El Valle de los Caídos.
En la adaptación cinematográfica a la leyenda artúrica de Jerry Zucker (El primer caballero, 1995), el Rey Arturo (Sean Connery) sostiene una conversación con el antagonista de la película, Meleagante (Ben Cross). Éste acude a negociar, pretendiendo el influjo sobre el reino de Lyonesse, pero choca con la postura firme de Arturo:
- Otros pueblos viven con otras leyes, Arturo. ¿O es acaso la ley de Camelot la que rige el mundo entero?
- Hay leyes que esclavizan a los hombres, y leyes que los liberan. O nos preocupamos de que la justicia, bondad y lealtad sean justicia, bondad, y lealtad para todos los pueblos de Dios Nuestro Señor, o seremos otra más de esas tribus saqueadoras.
- Vuestras hermosas palabras os apartan de la paz y os conducen a la guerra
- Hay una paz que sólo está al otro lado de la guerra. Si ha de llegar esa guerra, yo lucharé.
Les invito a hacer este ejercicio de memoria histórica y no dejar que los que atacan El Valle de los Caídos tengan más razón que nosotros.
Rodrigo Menéndez Piñar
Biznieto de defensores del Alcázar de Toledo
Nieto de requeté y marinero voluntario en la Cruzada
Sobrino de mártires in odium fidei
12 de abril de 2025