Dios acaba de regalarme veinte inolvidables días de misión en México, España e Italia, en el centenario de la encíclica «Quas primas», sobre Cristo Rey, y la consecuente Epopeya Cristera. Ya de nuevo en Argentina, en mi querida Iglesia platense, el abundante sudor me recuerda que, en pocas horas, pasé de seis a diez grados, ¡a más de treinta! Por supuesto, que todo sea para nuestro ofrecimiento y mortificación. Lejos de un servidor, claro está, condicionar el apostolado a la «sensación térmica».
Arranqué este viernes 31, en la memoria del enorme San Juan Bosco, como de costumbre, muy temprano, con las oraciones matutinas, en el templo: Oficio de Lectura, Laudes, Meditación y Santo Rosario. Y, luego de la Santa Misa, enfilé hacia el Hospital. Y, mientras desgranaba la Coronilla de la Divina Misericordia, iba pensando en el panorama que encontraría; especialmente en la sala de Neonatología, donde los pequeños gigantes libran una admirable batalla por la vida.
Ya a pocos metros de mi destino, vi a dos mujeres mayores, y un varón más joven, que me miraban fijamente. Sé que, en estos casos, hay dos posibilidades: en su gran mayoría, un pedido de auxilio, o en menor cantidad, un reproche. En los dos supuestos, claro está, magníficas ocasiones para anunciar a Cristo.
Mientras me acercaba a ellos, noté que sus ojos me traspasaban. Y, como hago siempre en estas ocasiones, dije: «Buen día, bendiciones. Dios los guarde». Una de las mujeres, la más verborrágica, me disparó:
– ¿Usted es un cura, no?
– Sí, señora. Padre Christian. Mucho gusto. ¡Para servirle!
– ¿Y no tiene calor con la sotana?, mientras también extendía su mano para estrechar mi diestra.
– ¡Más calor hace en el infierno, pero no es recomendable!
– Sí, sí, claro. ¿Pero no puede ir vestido de otro modo?
– Soy sacerdote y debo ir vestido como tal. ¡Ustedes, así, pudieron reconocerme!
– Sí, pero hay otros curas que van vestidos de otra manera…
– Todos los curas y religiosos debemos llevar un distintivo. Es lo que nos manda la Iglesia, para hacernos reconocibles. A un policía, a un bombero, y hasta a un portero de un edificio, se los distingue por su vestimenta.
– Sí, pero el hábito no hace al monje, terció la señora mayor, apenas pudo sobreponerse a la catarata de palabras de su amiga…
– Sí, señora, hace al monje; lo presenta en sociedad, lo distingue y lo protege. Es nuestro signo de estar en el mundo, sin ser del mundo, e incluso, estar muertos para el mundo. Es nuestro anuncio claro del Mundo que ya está, que viene, y que no pasará jamás (cf. Mt 24, 35). Sólo Dios sabe cuánto consuelo, cuánta esperanza, cuánta paz trae un hábito, en este mundo que agoniza por falta de fe.
– Yo no voy a la Iglesia –interrumpió el muchacho-. Yo me comunico directamente con Dios, en mi casa. Además, la Iglesia está llena de pecadores.
– ¡Por supuesto, hijo! ¡Como los hospitales están llenos de enfermos! ¿No es así?
– Sí, claro…
– Además, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, fundó su única Iglesia para que en ella encontremos la Verdad y la Salvación. De nada nos sirve «fundarnos» una Iglesia muy cómoda, a domicilio, pero que no es la del Señor. ¿Ustedes son católicos?
– Sí, por supuesto, dijeron los tres, a coro.
– ¿Y hace mucho que no van por la Iglesia?
A estas alturas, cada uno dio su propia versión. Y así, casi entre dientes, balbucearon: «Un buen tiempo», «un par de años» y «bien no me acuerdo».
– ¡Vuelvan, entonces, a la Iglesia! ¡Los estamos esperando! Encontrarán éstas y otras respuestas a sus inquietudes. ¡Hacen falta voces que anuncien a Jesús, y manos generosas para trabajar en su Viña! Como bien nos enseñó el amado Benedicto XVI: «Dios no quita nada, y lo da todo».
Les regalé, como hago en estos casos, las conocidas estampitas con «Breves reflexiones bíblicas para los momentos de angustia», rezamos un Avemaría, los bendije, les di un fuerte apretón de manos y seguí mi marcha. Y, mientras partía, les reiteré: «¡Los esperamos! ¡La Iglesia, su casa, los aguarda!»
«Cómo está el mundo –pensé–. Quienes van casi desvestidos no dan explicaciones de nada, y hasta son vistos como verdaderamente ‘libres’. Y los que vamos bien cubiertos, mucho más si es con hábito o sotana, debemos dar cuenta detallada de ello y, aun así, no ser entendidos. ¡Ni qué hablar de un poco de incomodidad o penitencia, en una sociedad que solo habla de placeres!»
No pude evitar, tampoco, una sonora carcajada, al recordar que, el 8 de enero, mientras cumplía el trámite de Migraciones, en Ezeiza, la empleada me preguntó si en México iría a la playa. «No, voy a dar conferencias, y presentar mis libros. No iré». Y, casi como un reproche, insistió en otras tres ocasiones con la propuesta turística… Como si un servidor, de no hacerlo, estuviese a punto de caer en un grave pecado de omisión. Y, entonces, no sin desafío de la propia paciencia, y con la mejor sonrisa, concluí: «No iré a la playa. No puedo, y no debo, porque es para mí ocasión próxima de pecado. Sólo busco la orilla de eternidad».
Llegué al hospital, y tras dar la Unción a un enfermo terminal, me dirigí a Neonatología. Ahí el Señor me hizo otro enorme regalo: ver al pequeño Felipe, a quien bauticé «in extremis», en una incubadora, minutos antes de una delicada operación del corazón, en brazos de su papá, Mauricio. En tres semanas, el pequeño titán, daba signos claros de su victoria en Cristo. Y, mientras estrechaba la mano del padre, y le hacía la señal de la Cruz, en la frente, al bebé, reprimiendo en parte una incipiente lágrima, volví a darle gracias al Señor por el enorme don del Sacerdocio. Y por la bendita sotana. La que, también, llevó siempre San Juan Bosco. Y que, como ocurrió con él y otros tantos sacerdotes, ayudó a descubrir tantas vocaciones sacerdotales. Y, además, le agradecí por la pequeña penitencia; que ayuda con un poco de transpiración a lavar tantos pecados. Y ofrecer un poco de circunstancial incomodidad a Cristo; que no se ahorró ningún sufrimiento por nosotros, y por nuestra salvación.
+ Pater Christian Viña.
La Plata, viernes 31 de enero de 2025.
Memoria de San Juan Bosco, presbítero. –