Jesús, único Rey y Señor de la Iglesia y de la Historia, es encontrado al tercer día, por Santa María y San José, en el Templo de Jerusalén, entre los doctores de la Ley (cf. Lc 2, 45). Lo buscaban angustiados (Lc 2, 48); la zozobra se había apoderado de ellos, al no hallarlo en la caravana, ni entre los parientes y vecinos (cf. Lc 2, 44). El Niño se estaba ocupando de los asuntos de su Padre (cf. Lc 2, 49). Remarca la Escritura que ellos no entendieron lo que les decía (Lc 2, 50). Finalmente, Él regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos (Lc 2, 51). Y su Madre conservaba estas cosas en su corazón (Lc 2, 51). El hogar de Nazaret, «Iglesia doméstica», fue escuela de oración y santidad; gracias a que cada uno cumplió muy bien su misión.
Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres (Lc 2, 52). Allí, educado en la piedad del pueblo de Israel, y templado por su trabajo en la carpintería, Nuestro Señor mostró ser de la mejor madera. Y fue, ciertamente, aquella madera, la que preparó su destino de Cruz y de Luz. Nazaret es, así, todo un hito en la historia de la Salvación. En ese ámbito, Jesús, verdadero Dios, creció como verdadero hombre. Ése fue el Seminario donde, pacientemente, se fue preparando para ser Sacerdote, Altar y Víctima. Allí, en su ofrenda de cada día, abrió el camino para su inmolación en el Gólgota. La Redención fue, en todo, bien preparada.
La Primera Lectura, del primer libro de Samuel, nos trae la historia de Ana y de su tan esperado hijo Samuel (cf. 1 Sam 1, 20). Ella, en efecto, se lo había pedido al Señor (cf. 1 Sam 1, 20). Y, una vez que el niño dejó de mamar (1 Sam 1, 24), se lo llevaron a Elí (1 Sam 1, 25), para consagrarlo. Las palabras de la piadosa madre son conmovedoras: Era este niño lo que yo suplicaba al Señor, y él me concedió lo que le pedía. Ahora yo, a mi vez, se lo cedo a él; para toda su vida queda cedido al Señor (1 Sam 1, 27-28).
¡Señor, felices los que habitan en tu Casa! (Sal 83, 5), repetimos en la antífona del Salmo. Nuestra alma debe consumirse de deseos por los atrios del Señor (Sal 83, 3). Clamemos, pues, ansiosos por el Dios viviente (Sal 83, 3).
Nos llamamos y somos realmente hijos de Dios (cf. 1 Jn 3, 1), nos recuerda la primera carta de San Juan. Más aún, lo que seremos no se ha manifestado todavía (1 Jn 3, 2). Nos debe llenar de felicidad saber que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, y lo veremos tal cual es (cf. 1 Jn 3, 2).
Al comentar este pasaje del Evangelio, Santa Isabel de la Trinidad, afirma que «la Virgen conservaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2, 19 y 51): toda su historia puede resumirse en estas pocas palabras. Fue en su corazón donde ella vivió, y con tal profundidad que no la puede seguir ninguna mirada humana (Retiro: Una espada traspasó su corazón). Y San Antonio de Padua, presbítero y doctor de la Iglesia, sostiene que «siguió bajo su autoridad». Ante estas palabras, que todo orgullo se hunda, que todo lo rígido se derrumbe, que toda desobediencia se someta… ¿Quién? Aquel que con una sola palabra lo creó todo de la nada (Sermones para el Domingo).
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña bien claramente que un hombre y una mujer unidos en matrimonio forman con sus hijos una familia. Esta disposición es anterior a todo reconocimiento por la autoridad pública; se impone a ella. Se la considerará como la referencia normal en función de la cual deben ser apreciadas las diversas formas de parentesco (n. 2202). Y esto, además de ser divinamente revelado, y estar bien definido por el Magisterio eclesial, es de orden natural, y de sentido común. La familia nació muchísimo antes que el Estado y, en consecuencia, éste no debe ni de lejos perseguirla y buscar su extinción. Muy por el contrario, si desea en verdad sobrevivir y procurar el bien común, debe ayudarla y fortalecerla. Sin familia no hay Nación, y sin Nación no hay Estado. Por eso todos los totalitarismos, los que buscan identificar al Estado con el tirano de turno, no soportan a la familia; que, bien constituida, será siempre escuela de fe, amor y libertad. Y con mentiras de diverso calibre, todos los déspotas de este mundo, llegan a repetir que «los hijos no son de los padres, sino del Estado». Y así vemos, por ejemplo, cómo en algunas legislaciones, los menores de 18 años no pueden adquirir alcohol, pero sí pueden abortar, incluso, con el desconocimiento de sus padres. O mutilarse órganos sanos, en busca de imposibles «cambios de sexo». Detrás de todo esto, obviamente, está Satanás; el padre de la mentira.
El filósofo Gustave Thibon, en su libro «Lo que Dios ha unido. Ensayo sobre el amor» (Editorial Plantin. Buenos Aires. 1952. Pág. 128), afirma con gruesos trazos: «… ‘Sentir temblar en el ser amado al ser sagrado’, así, magníficamente, define Víctor Hugo el gran amor. Así, el ser amado, es verdaderamente irremplazable: dado por Dios, es único como Dios; un misterio inagotable habita en él. Los verdaderos esposos conservan eternamente almas de novio; la posesión profundiza para ellos la virginidad». Muy recomendable es también leer, en familia, el clásico libro del gran José María Pemán, «Lo que María guardaba en su corazón».
La Iglesia y la Patria necesitan, más que nunca, familias católicas íntegras; que se dejen guiar por la Sagrada Familia, para encontrar a Jesús. El Niño Dios nos enseña que debemos ocuparnos de los asuntos de nuestro Padre del Cielo (cf. Lc 2, 49). Y ello se aprende en la propia familia, casa y escuela inagotable de oración, de vida y de amor; de permanente perdón y reconciliación; de formación y misión; de gratitud por los dones, y la firme voluntad de multiplicarlos por el Señor, y su amadísima Iglesia.
Los avances totalitarios del globalismo contra Dios y, por lo tanto, contra el hombre, exigen hoy que las familias católicas se fortalezcan en torno a buenos sacerdotes, y comunidades religiosas. De hecho, ello ocurre en distintos sitios del mundo con, por ejemplo, la llamada «opción benedictina»; y otras iniciativas similares. Se procura --como nos advirtiera el querido padre Alfredo Sáenz, SJ- «no ser islotes, sino archipiélagos de fe militante, y de resistencia a los enemigos de Cristo». Para, desde allí, con sólida formación y robusta identidad, lanzarse a la misión de anunciar el Evangelio; y conquistar y reconquistar todas las almas posibles para el Señor. Que María Santísima interceda por este noble y urgente apostolado.