Al pan, pan, y al vino, vino
Predicación de san Vicente Ferrer atribuido a Pedro Rodríguez de Miranda | © WikiMedia

Al pan, pan, y al vino, vino

El problema es mucho más grave cuando consideramos que los propios resultados de este abandono de la verdad redundan hoy en día en la convicción de que hay que abandonarla más, de que hay que diluir todavía más el mensaje.

La Iglesia católica atraviesa una crisis de predicación desde hace más de medio siglo. Por lo general, las palabras del sacerdote en el púlpito no crean ningún tipo de entusiasmo sobre el auditorio, no tienen el efecto de conmover, consolar o inquietar a los fieles, pues el tono aséptico, unido a un mensaje diluido por la corrección política, hunde en la indiferencia más absoluta a los circunstantes, quienes al primer paso fuera de la Iglesia se olvidan de todo lo predicado en el sermón.

La culpa no es de los fieles, pues realmente en la mayoría de las ocasiones la predicación parece creada ad hoc para ser olvidada, para no incumbir a nadie, para no exigir nada. Impersonal y apocada, la predicación parece caminar por un campo de minas, quiere esquivar las palabras decisivas y comprometedoras, evitar a toda costa las verdades incómodas para el siglo XXI, pues los fieles podrían levantarse explosivamente y abandonar la iglesia por un paso en falso del sacerdote. Esto se percibe con más evidencia cuando, en el curso del sermón, el sacerdote se detiene y vacila ante una palabra que podría causar rechazo, que podría escandalizar al católico acostumbrado a la ñoñería insustancial, y tras un breve «em...» dubitativo acaba sustituyendo esa palabra que tenía en mente por un eufemismo.

Hace unos siglos, un católico salía de Misa consolado o aterrorizado, pensativo o proactivo, deprimido o eufórico, pero en cualquier caso cambiado, y el efecto duraba toda la semana, hasta que el domingo siguiente volvía a recibir la sacudida eléctrica y cambiaba tal vez en otro sentido. La parresía del sacerdote, su benévola indelicadeza, hacían que, con independencia de su capacidad oratoria, el auditorio se conmoviera y sintiera el contraste entre su vida y la exigencia cristiana, de modo que en cada fiel nacía un enérgico propósito de enmienda que a su vez repercutía sobre el clima social. Todo esto no era mérito del sacerdote, a no ser el mérito indirecto de dejar que la verdad tenga todo el mérito, de que produzca su efecto natural en las almas que están sedientas de ella.

Hoy todo ha cambiado. La confianza no está puesta en la verdad, no se cree que ella por sí sola pueda hacerse respetar o que tenga la autoridad suficiente para ser aceptada, al contrario, existe la indeclarable sospecha de que si se mostrara tal como ella es quedaría expuesta al escarnio y al ridículo, así que se ha optado por pasarla de incógnito disfrazada con las categorías modernas, lo que en la práctica se traduce en un sincretismo entre religión católica y modernidad que no satisface ni al católico íntegro ni por supuesto al moderno a ultranza. Así es como el sacerdote, en vez de ser un canal de transmisión de la verdad, se ha convertido cada vez más en un cristal opaco que interfiere en su correcta difusión, y la predicación ha ido perdiendo de este modo su eficacia.

Todo el mundo, creo, habrá experimentado alguna vez que cuando uno se focaliza en caminar bien, sobre todo en público, de inmediato se produce el efecto contrario, que comienza a caminar mal, precisamente porque el movimiento pierde toda su espontaneidad. Algo parecido ocurre con la predicación cristiana. Cuando no se deja mover por la verdad, sino que pone toda su atención en el modo de exponerla lo más discretamente posible, de limar sus asperezas y presentarla envuelta en plástico de burbujas para que no dañe a la época, la predicación se convierte al instante en un discurso antinatural y por lo tanto ridículo, un juguete de cuerda al que hay que dar un puntapié para que termine su movimiento artificial.

Pero el problema es mucho más grave cuando consideramos que los propios resultados de este abandono de la verdad redundan hoy en día en la convicción de que hay que abandonarla más, de que hay que diluir todavía más el mensaje. Si el resultado de esta predicación deshonesta y pusilánime es que cada vez hay menos personas que acuden a la Iglesia, la jerarquía toma esta disminución de los fieles por una prueba de que hay que aguar todavía más la verdad e introducir más categorías modernas, por lo que la solución retroalimenta el problema continuamente, y la predicación, que se adapta cada vez más al mundo, es en justa venganza despreciada cada vez más por él.

Antes de que las iglesias se vacíen del todo, o de que haya que reducir a la mitad el número de las que están operativas, quizá sería interesante probar, como último recurso y experimento desesperado, lo que parece que a nadie en las altas esferas del ministerio temporal se le ocurre, o que nadie se atreve a poner en práctica: volver a decir simplemente la verdad. Están en lo cierto cuando piensan que entonces la predicación cristiana quedaría expuesta al escarnio y al ridículo, además de granjearse poderosos enemigos, pero, ¿no fue exactamente así como fue tratada al comienzo, antes de poner a sus pies al mundo entero?

 

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