Cecilia Cózar documenta el lenguaje de signos en comunidades monásticas europeas
©Monjas trapenses de Nuestra Señora de Klaarland

El silencio como forma de templanza

Cecilia Cózar documenta el lenguaje de signos en comunidades monásticas europeas

El silencio ha sido considerado por siglos como una salvaguardia del alma en la vida monástica. San Gregorio Nacianzeno lo definió como una herramienta esencial para la templanza y el autocontrol, lo que ha llevado a los monasterios a desarrollar un exclusivo código de signos para comunicarse sin romper este mutismo.

(ElDebate/InfoCatólica) El silencio, como expresó san Gregorio Nacianzeno, se erige como la mejor protección del alma. Este doctor de la Iglesia del siglo I d.C. lo describió como «una de las formas más útiles de templanza» y «uno de los medios más eficaces para regular los movimientos». La vida contemplativa se fundamenta en aprender a mantener este mutismo monástico.

Para facilitar esta práctica, los monasterios, abadías y conventos han desarrollado un código de signos exclusivo. A lo largo de los siglos, esta forma de comunicación se convirtió en el único recurso para los monjes que deseaban adherirse a la regla de san Benito. Sin embargo, es interesante señalar que este sistema también sentó las bases para la universalización del lenguaje de signos utilizado por las personas sordas.

La lengua de signos monástica comenzó a declinar tras el Concilio Vaticano II, que promovió la «palabra funcional», permitiendo hablar en voz baja cuando era necesario. Actualmente, ya no se enseña a los novicios ni se utiliza en la vida cotidiana dentro de las comunidades religiosas, aunque sigue siendo considerado Patrimonio Cultural Inmaterial relacionado con la vida monástica. Su historia, a pesar de ser poco conocida, se remonta a tiempos antiguos.

Existen registros escritos que datan del siglo XI que evidencian su uso intensivo por parte de los benedictinos de Cluny, quienes mantenían un silencio casi absoluto y se comunicaban mediante un sistema de signos. Hasta hace poco, se creía que las comunidades benedictinas habían abandonado esta práctica tras la desamortización, mientras que las comunidades cistercienses de Estricta Observancia (trapenses) continuaron utilizándola hasta los años 70. Algunos monjes y monjas mayores todavía tienen conocimiento de este lenguaje, ya que lo aprendieron en sus primeros años en el monasterio.

Las escasas comunidades que aún mantienen viva la práctica del lenguaje de signos se encuentran en el centro de Europa. En este contexto, Cecilia Cózar, investigadora de la fundación De Clausura, ha viajado para documentar su uso entre las hermanas clarisas, carmelitas y en la rama masculina premostratense. Durante su visita, tuvo la oportunidad de dialogar con las religiosas, quienes le compartieron sus métodos de comunicación sin palabras. El resultado de esta investigación se plasmará en un documental inspirado en el exitoso film «Libres», que aborda la vida en el aislamiento monástico.

El lenguaje de signos, que ha perdurado en la clausura, logró salir de los muros de los monasterios gracias al benedictino Ponce de León, quien fundó una escuela para niños sordos en el monasterio de San Salvador de Oña. Allí, educó a los hijos de los condestables de Castilla que no podían oír. Esta forma de comunicación, junto con la música, los oficios y la gastronomía, ha sido reconocida por el Plan Nacional de Monasterios, Abadías y Conventos como parte del patrimonio cultural inmaterial vinculado a la vida monástica.

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