(LNB/InfoCatólica) La Nuova Bussola ha entrevistado a Mons. Suetta, uno de los obispos italianos que más se caracteriza por defender la fe y la cosmovisión católica en Italia.
Excelencia, ¿le parece realista la observación de que los obispos, tanto juntos como a título individual, salvo contadas excepciones, guardan silencio incluso cuando deberían hablar?
Sin duda se nota cómo, en comparación con hace algunas décadas, las intervenciones sobre cuestiones doctrinales y morales tienden a disminuir y a producirse, cuando sucede, de forma más tenue, tanto por lo que se refiere al episcopado en sus estructuras nacionales como a los obispos a título individual. Con excepción de algunos temas, principalmente cuestiones sociales contingentes, es raro oír pronunciamientos que se refieran a opciones político-institucionales o a tendencias de costumbres incuestionablemente preconizadas por el mundo de la comunicación social, de la cultura y de la escuela.
En su opinión, ¿depende esto de factores contingentes o personales o de una nueva forma de entender la función del obispo en la Iglesia? En este último caso, su silencio sería más preocupante .
No se puede negar que un estilo pastoral queda invalidado por la imagen «de puntillas», deseosa de situarse «al lado» de las personas en una perspectiva más dialogante y «tolerante» en nombre de una esperada y mayor inclusión y respeto del papel de la conciencia y de la gradualidad de los itinerarios existenciales individuales.
Tal sensibilidad, estimulada constantemente por la promoción generalizada de actitudes homologadoras y por una antipatía cada vez mayor hacia propuestas veraces que a menudo degeneran en posturas persecutorias y marginadoras, puede conducir, por desgracia, a la atrofia de funciones esenciales en el ministerio de un obispo. Esto debe ser motivo de preocupación y de reflexión adecuada.
Lo primero que dice un obispo recién elegido cuando entra en la (nueva) diócesis es que ha venido a escuchar y a aprender. Es una actitud comprensible, pero que a menudo pasa a un segundo plano frente a la enseñanza de la verdadera doctrina, que es el principal objetivo del obispo. ¿Se olvidan un poco los obispos de que tienen esta tarea de enseñar?
En efecto, nos exponemos al riesgo de adoptar acríticamente una jerga derivada de lugares comunes, tan extendida y omnipresente como vacía y a veces engañosa, o al menos reductora. Huelga decir que toda experiencia de vida y de fe constituye para las personas y las comunidades una preciosa oportunidad de crecimiento, conocimiento y aprendizaje. Y, desde este punto de vista, es verdaderamente hermoso que un pastor se reconozca en un camino y en una historia de personas marcadas por la gracia del Señor y por el don de la fraternidad. San Agustín lo expresó sucintamente en una frase, que ha permanecido famosa: «para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano».
El hecho de ser plena y principalmente miembro del Pueblo de Dios no puede hacer olvidar al obispo la tarea nativa de enseñar la doctrina, como nos recuerda el Decreto conciliar Christus Dominus: «En el ejercicio de su ministerio de enseñar anuncian a los hombres el Evangelio de Cristo, que es uno de los principales deberes de los obispos, y lo hacen, con la fuerza del Espíritu, invitando a los hombres a la fe o confirmándolos en la fe viva. Que les propongan el misterio íntegro de Cristo, es decir, aquellas verdades que no se pueden ignorar sin ignorar a Cristo mismo; y que, al mismo tiempo, señalen a las almas el camino revelado por Dios, que conduce a los hombres a la glorificación del Señor y, por tanto, a su felicidad eterna» (n. 12).
El «pastoralismo» es una enfermedad de la Iglesia actual. La pastoral es fruto de la caridad en la verdad y de la verdad en la caridad, mientras que el pastoralismo asigna a la pastoral una primacía que no tiene ni puede tener. ¿Qué piensa usted? Este «pastoralismo», muy presente en la teología contemporánea, ¿daña la conciencia episcopal de su carisma eclesial?
Para entender bien el concepto de «actividad pastoral», hay que remontarse a un componente del «triple munus de Cristo», que es el gobierno. Esta triple configuración con la persona y la misión de Jesús –don bautismal para todos los hijos de Dios– es objeto de una conformación específica con Cristo Cabeza y Pastor, que connota el sacramento del Orden y, en su plenitud, el Obispo, que es, en virtud de la sagrada ordenación, Maestro, Sacerdote y Pastor. El gobierno, como bien ha demostrado la doctrina conciliar, no es una cuestión meramente jurídica, sino que deriva de la gracia sacramental y está profundamente conectado con los demás aspectos del munus. De aquí se deduce que la actividad pastoral no puede ser una mera «estrategia» organizativa, ligada a los cambios de los tiempos, sino que está llamada a traducir el tesoro doctrinal de la revelación divina y la gracia fecunda de la liturgia en opciones para la guía de la Iglesia.
La idea, típica del llamado pastoralismo, de que de las exigencias de una praxis «al paso con los tiempos» surgen los prerrequisitos para los cambios doctrinales es muy peligrosa y completamente ajena a la fe católica.
En la Iglesia se está debilitando la convicción de que los obispos tienen la tarea de enseñar no sólo en cuestiones de fe, sino también en cuestiones de moral. Esto puede deberse al continuo alejamiento de la teología católica del derecho natural y, como señaló Benedicto XVI hasta el final de su vida, del naturalismo católico. ¿Podría ser que los obispos piensen ahora que intervenir en las leyes desde un punto de vista moral es un acto ideológico y no un acto de fe?
Espero que no, pero el riesgo del relativismo omnipresente e imperante siempre está al acecho. Estoy de acuerdo en que la aversión y el rechazo de la doctrina filosófica de la ley natural tienden a socavar la viabilidad de un diálogo adecuado y fructífero con la cultura y los órganos institucionales y legislativos. El texto de la Constitución pastoral Gaudium et spes aclara eficazmente:
«Si por autonomía de la realidad se quiere decir que las cosas creadas y la sociedad misma gozan de propias leyes y valores, que el hombre ha de descubrir, emplear y ordenar poco a poco, es absolutamente legítima esta exigencia de autonomía. No es sólo que la reclamen imperiosamente los hombres de nuestro tiempo. Es que además responde a la voluntad del Creador. Pues, por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio orden regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte. Por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe.
Pero si autonomía de lo temporal quiere decir que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le oculte la falsedad envuelta en tales palabras. La criatura sin el Creador desaparece. Por lo demás, cuantos creen en Dios, sea cual fuere su religión, escucharon siempre la manifestación de la voz de Dios en el lenguaje de la creación. Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida.» (n. 36).
Estoy profundamente convencido de que, aun a costa de sufrir oposición y persecución, un pastor nunca debe eludir el grave deber de decir la verdad en su integridad, tanto proponiendo la auténtica doctrina de la fe como refutando con valentía los errores y las situaciones –a veces aún más peligrosas– de confusión.
Las palabras del difunto Card. Giacomo Biffi: «El primer y más grande acto de caridad que se puede hacer con el hombre es decirle las cosas como son».