(InfoCatólica) El Papa habló del gran poder transformador del perdón para las personas y para la sociedad:
¡Cuánto sufrimiento, cuántas divisiones, cuántas guerras podrían evitarse, si el perdón y la misericordia fueran el estilo de nuestra vida!
Y pidió llevar la misericordia a todos los ámbitos
Es necesario aplicar el amor misericordioso en todas las relaciones humanas: entre los esposos, entre padres e hijos, dentro de nuestras comunidades, en la Iglesia, y también en la sociedad y en la política.
Palabras del Pontífice en el Ángelus de ayer domingo, 13 de septiembre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la parábola que leemos en el Evangelio de hoy, la del rey misericordioso (cf. Mt 18,21-35), encontramos dos veces esta súplica: «Ten paciencia conmigo que todo te los devolveré» (vv. 26.29). La primera vez la pronuncia el siervo que le debe a su amo diez mil talentos, una suma enorme. La segunda vez la repite otro criado del mismo amo. Él también tiene deudas, no con su amo, sino con el siervo que tiene esa enorme deuda. Y su deuda es muy pequeña, –tal vez como el sueldo de una semana– comparada con la de su compañero.
El centro de la parábola es la indulgencia que el amo muestra hacia el siervo más endeudado. El evangelista subraya que «movido a compasión el señor de aquel siervo le dejó marchar y le perdonó la deuda» (v. 27). ¡Una deuda enorme, por tanto, una condonación enorme! Pero ese criado, inmediatamente después, se muestra despiadado con su compañero, que le debe una modesta suma. No lo escucha, le insulta y lo hace encarcelar, hasta que haya pagado la deuda (cf. v. 30). El amo se entera de esto y, enojado, llama al siervo malvado y lo condena (cf. vv. 32-34).
Vemos en esta parábola dos actitudes diferentes: la de Dios, representado por el rey, que perdona todo, porque Dios siempre perdona, y la del hombre. En la actitud divina, la justicia está impregnada de misericordia, mientras que la actitud humana se limita a la justicia. Jesús nos exhorta a abrirnos valientemente al poder del perdón, porque no todo en la vida se resuelve con la justicia. Es necesario ese amor misericordioso, que también es la base de la respuesta del Señor a la pregunta de Pedro que precede a la parábola: «Señor, dime, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?» (v. 21). Y Jesús le respondió: «No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete» (v. 22). En el lenguaje simbólico de la Biblia, esto significa que estamos llamados a perdonar siempre.
¡Cuánto sufrimiento, cuántas divisiones, cuántas guerras podrían evitarse, si el perdón y la misericordia fueran el estilo de nuestra vida! También en las familias… cuantas familias desunidas, que no saben perdonar, cuantos hermanos y hermanas que tienen este rencor dentro. Es necesario aplicar el amor misericordioso en todas las relaciones humanas: entre los esposos, entre padres e hijos, dentro de nuestras comunidades, en la Iglesia, y también en la sociedad y en la política.
Hoy durante la mañana, mientras celebraba la Misa, me sorprendió una frase de la Primera Lectura, del Libro del Eclesiástico. La frase dice así: «Recuerda el final y deja de odiar». Es hermosa esta frase. Piensa en el fin, que estarás en un ataúd al final, y te llevarás el odio ahí, piensa que al final… deja de odiar, deja de tener rencor. Pensemos en esta frase, acuérdate del fin y deja de odiar.
Y no es fácil perdonar porque en los momentos tranquilos uno dice este o estos me pusieron de todos los colores pero yo también hice tantas… mejor perdonar para ser perdonado, pero después el rencor vuelve como una mosca fastidiosa del verano que vuelve y vuelve. Perdonar no es algo de un momento, es algo continuo contra este rencor, con este odio que vuelve. Pensemos en el final y dejemos de odiar.
La parábola de hoy nos ayuda a comprender plenamente el significado de esa frase que recitamos en la oración del Padre nuestro: «Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6, 12). Estas palabras contienen una verdad decisiva. No podemos pretender para nosotros el perdón de Dios, si nosotros, a nuestra vez, no concedemos el perdón a nuestro prójimo. Echemos el rencor como la mosca fastidiosa que vuelve, vuelve y vuelve. Si no nos esforzamos por perdonar y amar, tampoco seremos perdonados ni amados.
Encomendémonos a la maternal intercesión de la Madre de Dios: que Ella nos ayude a darnos cuenta de cuánto estamos en deuda con Dios, y a recordarlo siempre, para tener el corazón abierto a la misericordia y a la bondad.