(RV/InfoCatólica) No se convierte en buenos confesores gracias a un curso, porque aquella del confesional es una ‘larga escuela’ que dura toda la vida. Pero… ¿Quién es el buen confesor y cómo se convierte en buenos confesores? Esta fue la pregunta que el Papa presentó y a la que respondió en tres puntos, en el discurso que dirigió a los participantes en el curso promovido por la Penitenciaría Apostólica.
Tras haber saludado y agradecido a los presentes, en primer lugar, al Cardenal Penitenciario Mayor, el Pontífice hizo una confesión: «el de la Penitenciaría es el tipo de Tribunal que me gusta de verdad», dijo, porque «es el tipo de tribunal al cual uno se dirige para obtener aquella medicina indispensable que es la Misericordia Divina», es «un tribunal de la misericordia».
«Su curso sobre el fuero interno, que contribuye a la formación de buenos confesores, es muy útil, y diría incluso necesario en nuestros días. Por supuesto, no se convierte en buenos confesores gracias a un curso, no: la del confesional es una «escuela larga», que dura toda la vida. Pero, ¿quién es el «buen confesor»? ¿Cómo se convierte en un buen confesor?»
Así pues, el Papa señaló tres de los aspectos que el buen confesor debe tener:
En primer lugar el buen confesor es «un amigo verdadero de Jesús el Buen Pastor», esto significa principalmente cultivar la oración, tanto aquella personal como aquella para el ejercicio de la tarea de confesores, y para los fieles que se acercan en busca de la misericordia de Dios. Esto porque un ministerio de la reconciliación, - tal como precisara el Papa - que esté «envuelto con la oración» será reflejo creíble de la misericordia de Dios, y evitará las dificultades y malentendidos que a veces también se podrían generar en el encuentro sacramental.
«Un confesor que reza sabe bien que es él mismo el primer pecador y el primer perdonado. No se puede perdonar en el Sacramento sin la consciencia de haber sido perdonado antes. Así, pues, la oración es la primera garantía para evitar cualquier actitud de dureza, que inútilmente juzga al pecador y no al pecado. En la oración se debe implorar el don de un corazón herido, capaz de comprender las heridas de los demás y de sanarlas con el aceite de la misericordia, lo que el Buen Samaritano derramó sobre las heridas de aquel desventurado, de quien nadie tuvo misericordia (cf. Lc 10,34)».
Indispensable en este punto es pedir el precioso don de la humildad, para que sea claro que el perdón es un don gratuito y sobrenatural de Dios, del cual los confesores son sólo simples - aunque necesarios- administradores, por voluntad del mismo Jesús.
Además en la oración siempre invocamos al Espíritu Santo, - añadió Francisco- que es Espíritu de discernimiento y de compasión. «El Espíritu permite identificarnos con los sufrimientos de los hermanos y hermanas que se acercan al confesional, y acompañarlos con prudente y maduro discernimiento y con verdadera compasión de sus sufrimientos, causados por la pobreza del pecado».
En segundo lugar el buen confesor es «un hombre del Espíritu y del discernimiento». Esto porque el discernimiento permite «distinguir», es decir, permite «no poner todo en el mismo saco», otorgando la delicadeza de ánimo necesaria de frente a quien abre el sagrario de la propia conciencia para recibir luz, paz y misericordia. Y es hombre «del» Espíritu, porque no hace su propia voluntad ni enseña una propia doctrina, sino que está llamado a hacer siempre la voluntad de Dios en comunión plena con la Iglesia, de la cual es siervo.
«El discernimiento es también necesario porque, aquellos que se acercan al confesionario, pueden venir de muchas situaciones diferentes; también pueden tener trastornos espirituales, cuya naturaleza debe ser sometida a un cuidadoso discernimiento, teniendo en cuenta todas las circunstancias existenciales, eclesiales, naturales y sobrenaturales. Allí donde el confesor se diera cuenta de la presencia de verdaderos trastornos espirituales - que también pueden ser en gran parte psicológicos, y por ello deben ser verificados a través de una sana colaboración con las ciencias humanas -, no dudarán en referirse a aquellos que, en la diócesis, están a cargo de este delicado y necesario ministerio, a saber, los exorcistas. Pero éstos deberán seleccionarse con gran cuidado y mucha prudencia».
Y por último, tras aseverar que el confesionario es un verdadero y propio «lugar de evangelización», porque «no hay evangelización más auténtica que el encuentro con el Dios de la misericordia», el pontífice señaló que el confesionario es, en consecuencia, un lugar de formación, y por este motivo en el breve diálogo con el penitente, el confesor está llamado a discernir qué cosa sea más útil, e incluso necesaria, en el camino espiritual de aquel hermano o hermana. En definitiva, es una obra «de rápido e inteligente discernimiento que puede hacer mucho bien a los fieles».
Para los confesores que están llamados cada día a ir a las periferias del mal y del pecado – como él mismo dijo – el Sucesor de Pedro deseó, en definitiva, que sean buenos confesores, es decir, a) inmersos en la relación con Cristo, b) capaces de discernimiento en el Espíritu Santo, y c) listos para aprovechar la oportunidad de evangelizar.
«Confesar es prioridad pastoral. Por favor, que no haya esos carteles 'Se confiesa sólo los lunes y miércoles a partir de tal hora a tal hora'. Se confiesa cada vez que te lo piden. Y si te quedas allí rezando, estás con el confesionario abierto, que es el corazón de Dios abierto».
El Papa se confiesa
Tras el acto con los participantes en el curso mencionado, el Papa Francisco presidió la celebración penitencial con el rito de la reconcialiación: la confesión y absolución individual, en la basílica de San Pedro junto a una multitud de fieles y peregrinos allí presentes.
En un ambiente de recogimiento y reflexión, tras escuchar las lecturas asignadas, el Santo Padre se dirigió a uno de los confesionarios para recibir el sacramento de la reconciliación, dando así testimonio propio del valor de la confesión.