(Annus Sacerdotalis/InfoCatólica) «Cuando faltan santos en una nación, oscurece en el espíritu de los hombres, y las gentes no ven el camino que hay que seguir» afirmaba el beato Bronislaw Markiewicz.
San Pablo nos dice: Porque ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación (1 Ts 4, 3). «Si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu, sería un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida según una ética minimalista y una religiosidad superficial». Como el Concilio mismo explicó, este ideal de perfección no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable sólo por algunos «genios» de la santidad. Los caminos de la santidad son múltiples y adecuados a la vocación de cada uno» (Juan Pablo II, Novo millenio ineunte, 6 de enero de 2001, 30-31).
Bronislaw Markiewicz nace en la Polonia oriental, en aquel tiempo anexionada al imperio ruso, el 13 de julio de 1842, en el seno de una familia modesta que cuenta con once hijos. A la edad de 18 años, pierde la fe. Acerca de ello, él mismo escribe: «Quise adaptarme a las opiniones de mis profesores. Junto a la fe en Dios, perdí la paz del alma y el sentido de la armonía interior, y me invadió la tristeza».
En medio de su desesperación, Bronislaw recurre a los grandes escritores polacos. Impresionado por uno de ellos, se deja caer de rodillas y exclama: «Dios mío, si existes, haz que te conozca. Que vea la Verdad, y toda mi vida será una acción de gracias. Para conseguirlo, estoy dispuesto a todas las humillaciones».
La respuesta del Cielo no se hace esperar, según él mismo escribe: «Dios atendió mi súplica y, en un abrir y cerrar de ojos, mi alma se vio envuelta en la luz. Creí en todo lo que enseña la Santa Iglesia y, en el acto, realicé una confesión general». Sin embargo, esa conversión supone un duro combate en el plano moral: «Volví e caer, e incluso varias veces, pero Tú, Señor Jesús, no me abandonaste».
A quienes más se debe compadecer
El 3 de mayo de 1863, un joven de dieciséis años, inmerso en una suerte de arrebato, profetiza en público la vida apostólica de un sacerdote polaco: Bronislaw se pregunta si no podría tratarse de él mismo. A partir del otoño siguiente, ingresa en el seminario. No obstante, una tormenta de dudas le asalta enseguida: ¿es ése su camino? Vuelve su rostro bañado en lágrimas hacia María, y el día de la Inmaculada Concepción sus inquietudes se sosiegan, quedando persuadido de la llamada al sacerdocio. Bronislaw es ordenado sacerdote el 15 de septiembre de 1867, iniciando su ministerio como vicario en una parroquia donde pasa largas horas en adoración ante el Sagrario. Tres años más tarde, es nombrado vicario de la catedral de Przemysl, donde desarrolla ampliamente su celo por la administración del sacramento de la Penitencia. Bronislaw va en busca de quienes no pueden acudir a él, y ante todo de los prisioneros.
Evangelizando a los presos
«Los detenidos en nuestras cárceles son a quienes más se debe compadecer –escribe– La mayoría de ellos no conocen ni a Cristo ni sus preceptos. En calidad de amigo y confidente de aquellos desdichados, he sido testigo a menudo de escenas desgarradoras; apenas instruidos de las verdades esenciales de nuestra fe, se echaban a llorar a lágrima viva diciendo: “¿Por qué nadie nos habló de ello?”».
Dar a conocer a Nuestro Señor Jesucristo mediante la enseñanza de la fe es una de las misiones de la Iglesia. En esa perspectiva, el Sumo Pontífice Benedicto XVI publicó un resumen (Compendium) del Catecismo de la Iglesia Católica.
«¡Cuán necesario resulta en este principio del tercer milenio –afirmó el Papa– que la comunidad cristiana por entero proclame las verdades de la fe, de la doctrina y de la moral católicas, íntegramente, que las enseñe y que sea testimonio de ellas, de manera unánime y concordante! Hago votos para que el Compendium del Catecismo de la Iglesia Católica contribuya igualmente a la renovación deseada de la catequesis y de la evangelización, a fin de que todos los cristianos –niños, jóvenes y adultos, familias y comunidades– dóciles a la acción del Espíritu Santo, se conviertan, en todos los ámbitos, en catequistas y en evangelizadores, ayudando a los demás a encontrarse con Cristo» (Alocución con motivo de la oración del Ángelus, el 3 de julio de 2005).
Desde el púlpito, Bronislaw se expresa con gran sencillez.
«Pequeños y mayores descuidan con enorme despreocupación lo que afecta a su salvación –repite. Pero hay que recordarles sin cesar las siguientes palabras del Salvador: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?». Y escribirá también: «Trabajé en Przemysl, con buenos resultados; allí todo el mundo me conoce; incluso los judíos me manifestaban respeto. Visité todas las cárceles, todos los hospitales, todos los cuarteles y todas las casas particulares. Estuve pateando sin cesar una veintena de pueblos».
Después de tres años de ministerio, Bronislaw prosigue estudios universitarios durante dos años, ejerciendo después el cargo de párroco, sucesivamente, en dos parroquias. Con el fin de extirpar el hábito de la bebida, funda la cofradía de los abstemios, que, después de varios meses, reúne a toda su grey. Su dedicación se extiende igualmente al bien material de las familias. Así, para mejorar las producciones agrícolas, se suscribe a revistas especializadas, donde puede encontrar respuestas a las preguntas prácticas de los agricultores. Gracias a él se funda una especie de cooperativa agrícola para las recolecciones, así como una Mutua de Crédito y Ahorro.
El dinamismo de los Ejercicios
Al término de ocho años de ministerio parroquial, Bronislaw es nombrado por su obispo profesor de teología pastoral en el seminario de Przemysl. Durante su tiempo libre, se lleva a los seminaristas a visitas apostólicas que les procuran un contacto directo con el pueblo. Por aquella época, confía su alma a un padre jesuita, realizando cada año los Ejercicios Espirituales de san Ignacio. Esos Ejercicios no han dejado de ser recomendados por los Papas: «El cristiano –decía el Papa Juan Pablo II–, con el fuerte dinamismo de los Ejercicios, recibe ayuda para entrar en el ámbito de los pensamientos de Dios, de sus designios, para entregarse a Él, Verdad y Amor, con el fin de poder tomar decisiones comprometidas con Cristo, midiendo claramente sus capacidades y sus propias responsabilidades» (16 de noviembre de 1978). Bronislaw obtiene de los Ejercicios una profunda intimidad con el Sagrado Corazón de Jesús, y un ardiente deseo de seguirlo en el camino de la pobreza y de las humillaciones, a fin de imitarlo con mayor perfección.
Aquellos años de ritmo más regular avivan su ya antiguo deseo de abrazar la vida religiosa. En otoño de 1885, Bronislaw parte para Italia. En Turín se encuentra con Don Bosco, quien le acoge con los brazos abiertos, le retiene junto a él y le inicia en la Regla Salesiana, cuya misión consiste en dar educación a los adolescentes pobres y abandonados. El padre Markiewicz entra en los salesianos y, el día de su profesión, a petición del santo fundador, se compromete con un voto suplementario a permanecer fiel a la Regla. El 31 de enero de 1888, Don Bosco entrega su alma a Dios. Bronislaw se ocupa de los servicios pastorales de Turín, pero muy pronto contrae la tuberculosis; se llega incluso a temer por su vida, pero, de repente, la enfermedad remite. En marzo de 1892, para facilitar su recuperación, los superiores le envían a Polonia, donde se hace cargo de una parroquia largo tiempo abandonada, en los Cárpatos.
Labrado en el espíritu salesiano, Bronislaw acoge en el presbiterio a un joven pobre, al que se le unen muy pronto otros. Los lugareños aceptan enseguida con cariño a esos jóvenes de la parroquia, que comen como ellos y trabajan como ellos. Para conseguir que esos niños tan diferentes formen un grupo coherente y homogéneo, el padre Markiewicz recurre principalmente a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Por la tarde, la adoración del Santísimo Sacramento reúne a los internos del presbiterio.
«No todos sois llamados al sacerdocio, pero todos debéis llegar a ser santos, pues ésa es la voluntad de Dios» –les afirma el párroco.
Una de sus principales ideas es la santificación mediante el trabajo, recordándoles que: «Con el trabajo de sus manos, Jesús nos dio ejemplo». Al layar, al labrar, al alinear ladrillos o al manejar la paleta, esos adolescentes se santifican por el amor, la obediencia, la humildad y la prontitud que ponen en su trabajo. No obstante, la educación que reciben no está exenta de dificultades:
«Me dices –responde el sacerdote a uno de sus discípulos– que no resulta cómodo vivir desde la mañana a la noche en compañía de niños pobres, maleducados, a veces groseros, soportar sus caprichos, procurar por sus necesidades sin una miserable moneda en el cajón, a base de privaciones. No te lo niego, pues se necesita mucho valor, incluso heroísmo, para seguir esta vocación». Luego, le anima a considerar a esos pequeños como hijos de Dios y a tratarlos en consecuencia. Él mismo los trata con mucha bondad.
Un servicio que consuela
Como quiera que el número de niños aumenta sin cesar, algunas campesinas del pueblo acuden para ofrecer sus servicios al párroco. Muy pronto, sin embargo, se hace necesaria una ayuda permanente. Un grupo de chicas jóvenes, deseosas de consagrarse a Dios, llaman a la puerta del viejo presbiterio, encargándose de las tareas domésticas y de la educación de las niñas. Con la mirada puesta en la Virgen, que quiso convertirse para siempre en «sierva del Señor», ellas son para los niños consuelo, dulzura y paciencia.
Desde la partida en 1892 del padre Markiewicz, la Institución Salesiana de Turín ha evolucionado. Sus puertas se han abierto para internos de todas las clases sociales y las estructuras se han adaptado para ello. Desde la distancia, el sacerdote no ha podido seguir esos cambios, ateniéndose a la Regla primitiva de san Juan Bosco, aprobada por Roma en 1874. En 1897, el superior general de los salesianos, Don Rua, envía a un sacerdote a visitar la obra del padre Markiewicz. A causa de su profundo desconocimiento de la situación polaca, el visitante pretende poner en vigor la regla mitigada adoptada en Turín. Ante las condiciones que se le imponen, el padre Markiewicz decide en conciencia abandonar la Institución Salesiana. Para conferir a su obra una base jurídica sólida mientras espera la aprobación de Roma, funda una asociación civil denominada Templanza y Trabajo, cuyo objetivo es socorrer a la juventud abandonada, como él mismo explica:
«La fuerza de nuestros centros reside en la mortificación cristiana, es decir, en la templanza, en el sentido más amplio de la palabra, y en el trabajo totalmente desinteresado al servicio de los niños abandonados».
El 14 de abril de 1898, el gobierno aprueba los estatutos. Un año más tarde, el Papa concede su bendición a la asociación, en calidad de organismo civil.
Enseguida se propaga la buena nueva de que existe un centro que acepta gratuitamente a los niños abandonados, y los pequeños candidatos afluyen de todas partes. El padre Markiewicz no rechaza a nadie y, para poder hacer frente a las necesidades de la obra, envía a sus hijos a hacer la colecta a casa de los ricos.
«El Espíritu Santo os insuflará las palabras apropiadas –les dice. La limosna es una fuente de bendiciones, así que no debéis dudar a la hora de extender la mano. Rezad por quienes os acojan con caridad, pero mucho más por quienes os den con la puerta en las narices, pues también ellos son bienhechores vuestros».
Tener nervios de acero
Un día, sin embargo, las deudas ascienden a una cantidad respetable, y no llega ninguna ayuda. Todos se ponen a rezar con ahínco. Una señora de gran belleza se presenta ante el padre Markiewicz y le hace entrega, con una sonrisa, de un fajo de billetes. Emocionado, el padre se deshace en agradecimientos y ofrece a la visitante una taza de té. Se dirige a la cocina pero, a su regreso, la señora ha desaparecido sin que nadie la haya visto. La cantidad depositada se corresponde a lo que falta para cubrir las deudas.
No obstante, la Providencia se sirve habitualmente de medios más normales para atender a las necesidades de la obra, aunque con cierta demora en ocasiones. Los responsables llegan a perder el sueño ante los compromisos pendientes, ante los acreedores que amenazan con demandas, ante los amigos y bienhechores a los que no se les puede restituir a tiempo:
«Yo resisto bien –escribe el sacerdote–, pues, desde hace diecinueve años, nunca nos ha fallado la Providencia, pero temo por el padre J., cuyos nervios están a punto de traicionarle. Hay que tener nervios de acero para aguantar en nuestra situación».
El padre Markiewicz siente deseos de concretar la presencia maternal de Nuestra Señora, por lo que encarga una estatua a un escultor de Cracovia.
«Para realizar este encargo –le dice con visión de fe–, su arte y su técnica no serán suficientes. Deseo que todos los que trabajen en esa escultura se hallen en estado de gracia. Así la Virgen nos concederá milagros».
Ante el éxito de su obra, el padre Markiewicz se propone formar sacerdotes. En 1900, envía a cuatro de sus hijos a la Universidad Gregoriana de Roma. En otoño de 1901, solicita de su obispo, Monseñor Pelczar, uno de sus antiguos condiscípulos de seminario, el ingreso de varios candidatos en el seminario diocesano. Sin embargo, se topa con su rechazo, pues esos jóvenes no tienen el bachillerato. El prelado, que acaba de reunirse con el beato Don Rua, explicita poco después su sentir: el sacerdote debería volver pura y simplemente a los salesianos, que están predispuestos a acogerlo. Ante su rechazo, el obispo le ordena que retire la sotana a todos sus clérigos y que les aconseje que ingresen en cualquier otra institución religiosa. La buena voluntad del prelado está fuera de toda duda, pero sus puntos de vista son muy diferentes de los del padre Markiewicz. En ocasiones, Dios permite que sus amigos se prueben mutuamente, aunque se trate de auténticos santos. Monseñor Pelczar será canonizado por Juan Pablo II el 18 de mayo de 2003.
Sumisión o dispersión
De regreso junto a sus hijos, el padre Markiewicz les dice:
«Según los criterios humanos, os traigo malas noticias. Se nos ha exigido que nos unamos a los salesianos. Cuando me he opuesto categóricamente, me han ordenado que os despoje de las sotanas y me han dicho que, en adelante, ya no tendréis derecho a consideraros clérigos. Me han aconsejado igualmente que ingreséis en otras congregaciones, como los jesuitas, los redentoristas, etc. Sois libres de hacerlo y, dado el caso, os entregaré mis recomendaciones».
El golpe resulta duro para los adolescentes, pero, a partir del día siguiente, todas las sotanas han desaparecido. El padre envía a sus hijos a seguir estudios a la Facultad de Teología de Cracovia, donde destacan por sus cualidades morales y éxito. Más allá de su profundo sufrimiento, el padre se mantiene sereno:
«Su santidad se manifestó de un modo resplandeciente –escribe uno de sus hijos– cuando se nos despojó de nuestros hábitos clericales. Parecía que, con aquella tribulación, enormes gracias habían inundado su alma».
En cierto modo desarmado por la obediencia del padre Markiewicz, Monseñor Pelczar le hace llegar auxilio económico. A finales de 1902, el sacerdote intenta una nueva estrategia para conseguir que el obispo conceda la aprobación a su Institución, que pone bajo la protección del arcángel san Miguel. Tras un nuevo examen, el obispo rehúsa categóricamente la rama femenina de la Institución, formada por jóvenes que se dedican sobre todo a las tareas domésticas. Las «hermanas» abandonan la obra, pero regresan enseguida, no como religiosas sino como sirvientes. Sin su dedicación diaria, los centros de Templanza y Trabajo no podrían sobrevivir. Porque, aun en los momentos más difíciles, las comidas deben servirse y las tareas deben realizarse, pues el ajetreo de las faenas más humildes no se detiene.
Con objeto de controlar la rama masculina de la Institución, el obispo nombra un vicerrector adjunto al padre Markiewicz, que continúa siendo rector. Ese vicerrector mantiene unas costumbres que no encajan con la vida de la obra; además, se considera autorizado a despedir a todos los que no se sometan a los nuevos reglamentos que les impone. Los hijos del padre Markiewicz vacilan ante el conflicto que supone esa tribulación, pero el sacerdote les exhorta a la obediencia y a la perseverancia: «Sin obediencia no hay santidad». Para poder acceder al sacerdocio, varios de ellos emprenden el exilio; al cabo de unos años, más de veinte de ellos trabajarán en los Estados Unidos al servicio de los emigrantes polacos. Sin embargo, algunos discípulos de los primeros tiempos renunciarán momentáneamente a los estudios clericales, permaneciendo junto al padre Markiewicz y asegurando, como laicos, el buen funcionamiento de la obra.
Aprovechar las caídas
El padre Markiewicz afronta esas humillaciones como manantiales de esperanza: «La Iglesia sólo crece a base de humillaciones. Mejor haréis humillándoos que predicando. Pues cuanto más bajo caemos más nos parecemos al Señor Jesús». En la escuela del divino Maestro, todo lo que sucede sirve para alimentar la llama de nuestro amor a Dios, incluso los pecados: «Dios deja que los mayores santos tengan algunas imperfecciones, hasta el fin de sus días, para mantenerlos en la humildad –escribe el padre a uno de sus hijos. Aprovechad, pues, vuestras caídas, diciendo con el rey David: Un bien para mí ser humillado (Sal 118, 71)». Y más aún: «Seamos pacientes sobre todo con nosotros mismos».
En 1905, fuertes convulsiones se producen en el imperio ruso; la Iglesia sufre violentamente. Sin embargo, la obra del padre Markiewicz permanece en paz. Un jefe socialista habla así de ella: «No puede odiarse una institución que proclama, infunde y practica semejante amor hacia los pobres, aunque no podamos reprimir un resentimiento contra los que se llaman cristianos y no viven según su fe». Pero las revueltas sociales aumentan la pobreza: «Los niños se portan bien, aunque no vean el pan durante semanas enteras. Los alimentamos con patatas, zanahorias y coles. Muchos caminan descalzos, pues no tenemos con qué comprarles zapatos».
Sin embargo, llegan de todas partes solicitudes de fundaciones. A falta de sacerdotes, la mayoría no consiguen salir adelante. En octubre de 1911, el padre Markiewicz puede declarar: «más de 2.000 jóvenes han sido educados en sus centros y se han marchado con un oficio». Pero lo que más le importa es la calidad moral de los alumnos que «pierde», a causa de su asentada reputación de probidad y de destreza profesional. No siente resentimiento alguno hacia los salesianos: «Valoro y aprecio a los salesianos. Les envío con frecuencia a los hijos de padres ricos, que pueden pagar internado, y sólo conservo a quienes no pueden pagar nada. Nuestras obras se complementan».
El 11 de diciembre de 1911, el padre es víctima de un ataque cerebral. Un médico consigue salvarlo, pero sufre bastante de la próstata. Se ha previsto una operación quirúrgica, pero la debilidad de su corazón no permite que se le apliquen anestésicos. La paciencia con la que soporta esos sufrimientos es heroica. A pesar de la operación, entrega su alma a Dios el 29 de enero. El frío glacial y la nieve no es impedimento para que una innumerable multitud afluya para testimoniarle un último homenaje. Bronislaw Markiewicz fue beatificado el 19 de junio de 2005.
«Cuando yo me haya marchado, todo se arreglará –había afirmado el sacerdote a sus hijos–; yo os ayudaré. No temáis».
El socorro del Cielo se manifestó por mediación de Monseñor Sapieha, nuevo obispo de Cracovia, donde había tenido lugar una fundación de micaelitas en 1902. Gran admirador de la obra del padre Markiewicz, ese prelado inició todos los trámites necesarios para obtener la aprobación a favor de los micaelitas. Su erección canónica tuvo lugar después de la primera guerra mundial, el 29 de septiembre de 1921, festividad de san Miguel Arcángel. Actualmente, hay más de 330 religiosos micaelitas, repartidos en 28 casas. Las hermanas, aprobadas en 1928, cuentan en la actualidad con aproximadamente 270 componentes, en 37 centros.
Pidamos al beato Bronislaw Markiewicz que nos conceda la gracia de la perseverancia en el servicio a Dios, cualesquiera que sean el número y la intensidad de las humillaciones y de las cruces que debamos sobrellevar.
Dom Antoine Marie osb