(AsiaNews/OLJ) El arzobispo sirio-católico visitó la ciudad cristiana más importante de Irak, que hace poco le fue arrancada a los yihadistas. Qaraqosh lleva las «cicatrices» de los combates. Es necesario desminar los terrenos, diseminados de artefactos explosivos, antes de hacer regresar a la población. Es prioritario reconstruir las infraestructuras. Por gentil concesión de L’Orient-LeJour.
La densa capa de hollín que cubre los muros de la iglesia no basta para esconder la leyenda «Estados islámico», pintada a mano alzada. Hay baldosas hechas añicos por efecto del calor, los bancos han sido derribados y parte del techo se ha venido abajo, pero la catedral de la Inmaculada Concepción se planta siempre firmemente en el centro de Qaraqosh. Tras más de dos años de ocupación de los yihadistas del Estado islámico, por primera vez, resuenan himnos sacros en lengua aramea en la ciudad cristiana más importante de Irak.
Mons. Petros Mouché, arzobispo sirio-católico de Mosul, de Kirkuk y de todo el Kurdistán, subraya que «esta iglesia es para nosotros un símbolo». «Se lo digo de un modo claro –agrega– si no la hubiésemos encontrado como está ahora, si hubiera sido realmente destruida, la gente de Qaraqosh no habría querido volver a entrar». Acompañado por cuatro sacerdotes, el arzobispo volvió a Qaraqosh ayer, para la primera misa desde que la ciudad cayera y desde la huida de sus habitantes. Y en la prédica, hizo una referencia directa a quienes quemaron la ciudad donde él nació hace 73 años.
«Hoy nos hemos reunidos aquí para limpiar esta ciudad de todas las huellas del EI, del odio del cual todos nosotros hemos sido víctimas» agregó el prelado. «No existen grandes hombres y pequeños hombres, no hay reyes y esclavos. Esta mentalidad debe desaparecer» prosigue, posando los ojos azules sobre algún miembro del público presente, formado por un puñado de soldados de las milicias cristianas y de responsables políticos. Pronto, el perfume del incienso se mezcla con el olor de las cenizas, mientras el crujir de los pies sobre la madera quemada resuena en toda la nave central del templo.
Atestada de soldados, pero vacía de sus habitantes, la ciudad liberada desde hace casi una semana lleva las cicatrices de varios días de combate feroz. Automóviles carbonizados hasta quedar sólo una lámina de metal yacen sobre las pilas de escombros, frente a fachadas de casas acribilladas por proyectiles y ennegrecidas por las llamas. Cada tanto, todavía suenan algunos disparos, y el estruendo de los aviones de la coalición nunca se aleja del todo. Para el Pbro. Majeed Hazem, con sus grandes hombros envueltos en un largo hábito negro, parece ser cierto que esta misa marca «un nuevo inicio y muestra al mundo la resistencia de los cristianos, a pesar de las injusticias sufridas».
«En lo profundo de su corazón…»
Bajo una de las arcadas del patio en un extremo de la catedral, se ven cientos de arbustos cubriendo la tierra. En otro extremo, maniquíes desfigurados se mantienen en pie a duras penas: éstos eran utilizados por los yihadistas en este lugar, que usaban como polígono de tiro. «No respetan nada», masculla Michael que, a los 71 años, se sumó a las filas de la Unidad de protección de la Llanura de Nínive, una milicia cristiana que actúa como destacamento de policía en la ciudad fantasma. «En realidad, no son musulmanes, son infieles», afirma Imad Michael levantando su Kalashnikov y apuntando al cielo. Con cuarenta años menos que él, el joven Michael Jelal, con su arma de asalto al hombro y el cansancio en los ojos, espera que los habitantes puedan volver rápidamente. «Antes, yo tenía muchos amigos –subraya con tristeza el miliciano de 21 años– pero todos ellos partieron y se mudaron al exterior».
«Muchas organizaciones humanitarias han venido a vernos –agrega el padre Michel, apoyándose sobre un poste de luz completamente retorcido– y nos propusieron trasladarnos al Líbano, a Australia o a Canadá, pero me he negado. Nosotros queremos que nuestras familias vuelvan aquí, incluso queremos que vuelvan los que se fueron al exterior». Sin embargo, antes será necesario que las fuerzas de seguridad limpien la ciudad de las minas anti-hombre, que el EI diseminó por todo el territorio. Una iglesia cercana, donde se han amontonado pilas de tubos metálicos y sacos de nitrato de potasio, era usada como centro de producción [de los artefactos rudimentarios].
«En lo profundo de su corazón, las personas desean regresar, pero ante todo, quieren que sean reconstruidas las infraestructuras» explica Mons. Mouché, antes de retomar la calle en dirección a la ciudad de Erbil, donde aún vive exiliado. «Y antes de reconstruir las infraestructuras –agrega– la zona debe volverse segura. Sabemos perfectamente que la ciudad está sembrada de minas».
En el camino de regreso, el convoy que acompañaba al arzobispo se cruza con una docena de autos estacionados detrás de una barricada de trincheras que, tan sólo una semana atrás, hacía de vanguardia. La calle que conduce a Qaraqosh aún sigue vedada para los civiles, a pesar de las protestas de algunos habitantes, que ya esperaban poder volver a casa. «Mi casa está quemada, yo sólo quiero verla» suspira un padre de diez hijos, que no ha vuelto a su lugar natal desde hace dos años. «Trataré de verla mañana» agrega, con una sonrisa triste.