(Razón y Fe/Infocatólica) Entrevista al P. Adolfo Nicolás
Padre, ¿cuál es su estado de ánimo al llegar al final de su servicio como Superior General?
El de siempre al final de una misión. He dejado de ser útil y, con toda paz, puedo comenzar a pensar qué otra cosa puedo hacer.
¿Cuáles han sido los momentos más significativos para la Compañía durante los años de su generalato?
Los sínodos, la abdicación de Benedicto XVI, la elección del papa Francisco. Como siempre, no existen momentos «nuestros»; son importantes los momentos de la Iglesia.
Durante su experiencia como Superior General quizá habrá podido tomarle la «temperatura» a la vida religiosa de hoy. En su opinión, ¿cuál es hoy esta «temperatura»? ¿Nota algún cambio en comparación a cuando fue elegido? ¿Advierte señales de cansancio y tibieza, o percibe claros signos de esperanza?
No he notado cambios. La vida religiosa va bien, y existe un gran deseo de servir a la Iglesia y de responder generosamente a los nuevos problemas de nuestro tiempo. Se ha creado también una nueva esperanza en torno al papa Francisco, que nos conoce muy bien y conoce el lugar que ocupa y la misión que tiene la vida religiosa en la Iglesia.
El papa Francisco ha dicho que los religiosos son pecadores y profetas. ¿Cómo interpreta usted estas palabras suyas? Para un religioso, ¿es importante sentirse pecador? ¿Qué significa hoy ser profeta? El dice que el profeta «hace lío», ¿qué es eso?
Para un religioso es importante sentirse pecador. No somos ni mejores ni peores que otros cristianos; por eso no podemos juzgar a los demás. Quizá en el pasado, siempre que nos hemos creído mejores, hemos descubierto pecados ocultos u ocultados, que nos humillaban. Pensamos, con él, que una Iglesia que juzga a los demás está demostrando poca sabiduría y usurpando el lugar de Dios, único que ve en los corazones. Sobre la profecía, humildemente me atrevería a hacer una distinción: hay un servicio profético que tiene lugar dentro de la Iglesia y que toca a los que tienen fe. A esto se refiere todo lo que dice el papa Francisco sobre la profecía: que «mete en líos», que crea una cierta confusión y hace pensar. Hay otro servicio que se dirige a los que no tienen fe. Para estos la profecía tiene poco sentido. A ellos, sin embargo, logra llegarles el testimonio de una sabiduría distinta, humanista, evangélica, capaz por sí sola, de hacer reflexionar e introducir en el alma el gusanillo del «¿será verdad?» «¿Es más humano, más auténtico?». Esta es la función de los religiosos en muchas situaciones, bien de frontera o de más allá de las fronteras, en un mundo que ignora nuestro sentir común.
Pero hoy día, ¿cuál sería el lenguaje profético?
Me ha impresionado siempre que el profetismo de Israel haya llegado a su fin. En el libro de Daniel se denuncia el hecho de que ya no exista profetismo en Israel. Puestos a buscar razones, la única plausible es que la gente durante el exilio pierde la fe. Ya no hay fe en Israel. Solo un pequeño resto mantiene la fe. El profetismo puede darse únicamente en el seno de una comunidad de fe. Y muchos religiosos viven una situación de frontera o en ambientes sin fe.
¿Qué lenguaje sería el adecuado para tales ambientes? Es interesante advertir que cuando desaparece el profetismo emerge la sabiduría como nuevo lenguaje de Dios. Quizá este sea el que necesita una Europa que ha perdido la fe, el lenguaje de la sabiduría. Quizá necesitamos un lenguaje nuevo que use la sabiduría de los sabios, o la sabiduría del pueblo, para hablar una lengua que el mundo sea capaz de entender.
Esta sabiduría, ¿ayuda a estar en la periferia, en las fronteras?
Sí, y tenemos que aprender una manera nueva de contemplar el mundo, de ver las cosas, para poder hablar: ir hasta la fronteras y ver cómo viven esos otros que están del otro lado de las fronteras puede a veces suponer un esfuerzo. Pero es a la vez muy interesante y atractivo porque hay siempre mucho de bueno en las demás personas, en las otras religiones. Esta es la razón por la que hacen falta personas de fe muy profunda, bien enraizada y cultivada, para ir a las fronteras. Personas capaces de hablar con sabiduría, capaces de hacerse escuchar.
Usted ha viajado mucho y tiene una visión amplia del mundo. ¿Cuáles son, según usted, los mayores desafíos que plantea el mundo de hoy?
Intentando responder a la pregunta de por qué son tan pocos los japoneses que se hacen cristianos, un obispo japonés solía decir: «Jesús dijo: Yo soy el camino, la verdad y la vida». La mayor parte de las religiones asiáticas son religiones o espiritulidades del camino: sintoísmo, confucianismo, budismo, kendo, aikido, etc. Y, sin embargo, la mayor parte de los misioneros occidentales han venido a predicar y a hablar de la verdad. En realidad, no se ha dado un verdadero encuentro con Japón. Cuanto más viajo por el mundo más pienso que aquel obispo tenía razón: Asia es el camino. Europa y los Estados Unidos se preocupan de la verdad, África y América Latina son vida y mantienen vivos los valores que en otras partes del mundo hemos olvidado (la amistad, la familia, los hijos, etc.). A los jesuitas nos resulta significativo que –si no me equivoco– San Ignacio se interesase más por el camino, es decir, por cómo crecer y transformarse en Cristo, que por otros aspectos. El desafío para nosotros, cristianos, reside en la necesaria sensibilidad de todos los continentes para lograr la plenitud de Cristo, que a la vez es nuestra plenitud de ser humanos. Esta visión palpita en muchas palabras del papa Francisco en favor de migrantes y refugiados.
Según usted, ¿ha hecho la Compañía suyos los problemas de nuestro tiempo? ¿Cómo valora el estado actual de la Compañía en su tensión apostólica?
Pienso que los jesuitas, como todos saben, aunque no estamos libres de defectos, atravesamos un buen momento apostólico y estamos presentes en cosas importantes, como la pobreza, la exclusión, una educación de calidad para todos.
Usted siente gran afecto por Japón. ¿Qué puede enseñarnos hoy a nosotros la misión en ese gran país, en esa cultura?
La sensibilidad musical. Los japoneses son uno de los pueblos más musicales del mundo. La religión se parece mucho más al sentido musical que a un sistema de enseñanzas y explicaciones racionales.
Los japoneses, en gran parte gracias a sus raíces budistas, poseen una profunda sensibilidad, una gran apertura a la dimensión de la trascendencia, la gratuidad y la belleza que subyacen a otras experiencias humanas. Pero, naturalmente, se trata de una sensibilidad que hoy se encuentra amenazada por la mentalidad estrictamente económica y materialista, que impide alcanzar dimensiones más profundas de la realidad. La misión en Japón y en Asia pueden hoy ayudarnos a descubrir o redescubrir la sensibilidad religiosa como sentido musical, como conciencia y valoración de unas dimensiones de la realidad que son más profundas que la religión instrumental o que las concepciones materialistas de la vida.
Pero todo esto tiene que ver con la educación: el sentido musical se educa, lo mismo se educará el sentido religioso. Las instituciones de la Compañía, ¿juegan un papel en esto?
Sería una tragedia si nuestras instituciones educativas se limitasen a insistir en la racionalidad y en la autocomprensión del ser humano, en este mundo nuestro secular y materialista. Las razones para emprender un proceso de formación educativa son de índole totalmente diversa. No nos embarcamos en la tarea de instruir para lograr prosélitos, sino para lograr transformar a las personas. Queremos formar un tipo nuevo de humanidad que sea, por decirlo así, radicalmente musical, que mantenga la sensibilidad hacia la belleza, la bondad, el sufrimiento de los demás y la compasión. Ofrecemos una educación cristiana porque estamos convencidos de que Cristo presenta unos horizontes que van más allá de los limitados intereses de la economía o de la producción; que Cristo ofrece una visión de la humanidad más plena, que lleva a la persona más allá de si misma por medio de la dedicación a los demás y preocupándose por ellos; que Cristo ofrece no solo información, que de información el mundo está ya saturado, sino una sabiduría profunda. La universidad –y la Compañía tiene muchas en el mundo– es una institución social con una función específica al servicio de la sociedad, de sus valores, de sus horizontes y de sus ideales.
Usted es europeo, pero ha gastado su vida en Asia, y volverá allí cuando deje su cargo actual. ¿Qué representa Asia para la Iglesia de hoy, y también para el mundo?
Una fuente de esperanza. Asia es diferente, y posee las fuentes de sabiduría más antiguas de la humanidad. Si Dios ha estado presente en alguna parte del mundo, si ha «trabajado y laborado», como dice San Ignacio, lo ha hecho en verdad de modo particularmente eficaz en Asia. Hemos visto sus frutos cuando sucedió el gran terremoto, seguido del tsunami y la amenaza atómica, al norte de Tokio. Jamás el mundo había sido testigo de tanto autocontrol, de tanta solidaridad y de tanta entrega como en aquella ocasión. Y lo más grande fue que no sucedía como fruto de un esfuerzo políticamente orquestado, sino más bien de la reacción espontánea de un pueblo educado, generación tras generación, en esos valores de los cuales el mundo entero ha sido testigo, ha dicho al mundo algo significativo: un mensaje profético.
Pasemos a Europa. ¿Cómo ve la situación de la Iglesia en Europa? ¿Qué problemas y tensiones principales se viven en este continente? ¿Qué peligros es necesario evitar?
No soy experto en cuestiones europeas, y Europa ocupa en el mundo una parte, si bien importante pero muy pequeña. Encuentro, por lo tanto, muy difícil responder a esta pregunta. Los que más conocen de ello hablan de secularización, de crisis de sentido y de esperanza, de falta de alegría; a lo que añaden los mismos problemas que, lamentablemente, afectan también a otros lugares, como la pobreza, la desocupación o la violencia, entre otros aspectos.
Surge con fuerza el problema de las migraciones. ¿Qué perspectiva sería la correcta para entender este fenómeno?
La del Papa. Existe una situación de sufrimiento y de exclusión; pero para nosotros, como humanos, son posibles la solidaridad y la compasión. Tenemos que dejarnos afectar por la situación y buscar juntos una solución futura que de verdad ayude a todos. Con todo, ante soluciones parciales deseamos compartir lo que tenemos.
Mientras que no consigamos una solución completa y definitiva, podemos compartir. Aunque debo decir que ninguna de estas soluciones resulta una respuesta fácil. No podemos olvidar nunca que las civilizaciones se comunican entre ellas gracias a los refugiados y a los migrantes. El mundo que conocemos se ha ido formando de este modo. No es que unas culturas se hayan ido sumando a otras sino que se ha dado un verdadero intercambio entre ellas. Con las religiones ha sucedido lo mismo. Los inmigrantes nos han traído un mundo sin el cual nos encontraríamos encerrados en la propia cultura, conviviendo con los prejuicios y las limitaciones. Todo país corre peligro de encerrarse en unos horizontes muy estrechos, sumamente pequeños, mientras que, gracias a ellos, nuestro corazón encuentra una forma de abrirse; hasta todo un país puede abrirse a una nueva dinámica.
Pero esto, ¿no implica una visión diferente del mundo?
Tenemos que comenzar a concebir la humanidad como una unidad y no como un conjunto de países separados los unos de los otros por sus tradiciones, por sus culturas y por sus prejuicios. Es necesario pensar en una humanidad que necesita a Dios, que necesita una profundidad que solo puede venirle de la unión de todos.
Con la encíclica Laudato si’ el tema de la ecología se ha convertido en parte integrante de la Doctrina Social de la Iglesia. La Compañía, en estos últimos años, se había tomado muy en serio este reto. ¿Cuál fue su reacción personal ante esta encíclica?
Creo que la intervención del papa Francisco fue muy oportuna y que el tema no podía esperar más. Era realmente muy urgente. Necesitábamos una nueva toma de conciencia para acoger de modo positivo las iniciativas en favor de la protección de lo creado que están surgiendo por todas partes. En concreto me impresiona el modo en cómo el Papa pone en relación la naturaleza con los problemas de los pobres, que son los primeros que sufren sus consecuencias.
Durante su generalato fue elegido el primer Papa jesuita de la historia. ¿Qué sintió en su interior al enterarse de la noticia? ¿Qué significa para la Compañía tener un Papa jesuita? Si la Congregación General acepta su renuncia, ¿no cree que elegir un General de la Compañía teniendo un Papa jesuita puede generar una situación interesante y muy especial? ¿En qué sentido lo es?
Antes de nada, para los jesuitas era un imposible pensar que uno de los nuestros fuese elegido Papa: doscientos años tras la supresión y veinticinco después de una intervención papal en el gobierno de la Compañía. Habiendo ya sucedido lo improbable, la elección de un Superior General bajo el pontificado del papa Francisco, jesuita él mismo y por tanto buen conocedor de la Compañía, adquiere un significado especial. Debo decir que se ha mostrado muy respetuoso con las Constituciones y muy en sintonía con el modo de proceder de la Compañía de Jesús, que es el suyo.
El papa Francisco, durante la entrevista que me concedió el año 2013, me decía que «el jesuita debe ser una persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto». Según usted, ¿qué significa esto?
Significa algo muy importante y profundo. En el trasfondo está la conciencia, que a veces olvidamos o tenemos ofuscada, de que Dios es un misterio, o mejor, es «el misterio de los misterios». Está claro que si creemos en ello no podemos considerarnos en posesión de la última palabra sobre Dios ni sobre ninguno de los misterios en que nos debatimos: la persona humana, la historia, la mujer, la libertad, el mal, etc. Nuestro pensamiento es siempre un pensamiento «incompleto», abierto a nuevos datos, a nuevas formas de entender, a nuevos juicios sobre la verdad. Tenemos mucho que aprender del silencio de la humildad, de la sencilla discreción. El jesuita, como dije una vez en África, debe oler a tres cosas: a oveja, esto es, a lo que vive su gente, su comunidad; a biblioteca, es decir, a reflexión en profundidad; y a futuro, es decir a una apertura radical a la sorpresa de Dios. Creo que estas cosas pueden hacer del jesuita un hombre de pensamiento abierto.
¿Qué puesto ocupa la Eucaristía y los sacramentos en la vida del jesuita?
Por lo que toca a la Eucaristía, hemos insistido tanto y tantas veces en la presencia real, que hemos olvidado muchos otros aspectos que tienen que ver y que afectan a nuestra vida ordinaria. La Eucaristía es un intercambio de dones: recibimos pan como alimento cotidiano, tomamos una porción de este pan y lo ofrecemos a Dios. El Señor transforma este pan y nos lo devuelve. Esto hace de la Eucaristía un intercambio de dones que no cesa jamás, y que puede cambiar nuestra vida. La Eucaristía nos ayuda a ser generosos y abiertos. San Ignacio vivía esta realidad, y algunas de sus más importantes decisiones las tomaba durante la celebración de la Eucaristía. Me impresiona el modo de celebrar del papa Francisco: con calma, con dignidad, con un ritmo que invita a la meditación y a la interiorización. Es así como celebra un jesuita.
En la homilía que tuvo en la Iglesia del Gesù el 3 de enero de 2014, el papa Francisco dijo: «Solo cuando se está centrado en Dios se puede ir a las periferias del mundo». ¿Cuáles, según usted, son hoy estas «periferias»?
Siempre he estado convencido de que los problemas de la Compañía de Jesús son los problemas de la humanidad, es decir, la pobreza, el paro, la falta de sentido, la violencia, la ausencia de alegría. La pregunta que nos hacemos es la siguiente: ¿cómo afrontar estos retos? Y aquí entra el factor total, el factor religioso, que lleva consigo poner al «otro» en primer lugar, con ese tipo de desasimiento que permite ir allá donde perdemos nuestra habitual seguridad.
Usted ha vivido en primera persona los dos Sínodos sobre la Familia. ¿Ha encontrado diferencias con el Sínodo anterior en el que había participado? ¿Cuáles? ¿Cómo juzga, en general, la experiencia sinodal que ha vivido?
Creo que la experiencia sinodal ha cambiado mucho. Antes de los Sínodos de la Familia participé solo en el de la Nueva Evangelización. Aquel se desarrolló con normalidad y se llegó a las recomendaciones finales sin tensiones y sin grandes iluminaciones. Sus limitaciones nacieron del hecho de que se habló de nueva evangelización sin aprovechar la luz que podían aportar los éxitos y los fracasos de la «vieja» evangelización. En el Sínodo de la Familia, por el contrario, desde el primer momento se notaba que el tema afectaba a todos, y que cada uno estábamos invitados a contribuir con las mejores reflexiones. El mismo Papa ha dicho que el Sínodo no deseaba avanzar solo, sino con los obispos. No hay la menor duda de que el Papa puede proceder solo, a ritmo más rápido, y tomar unas decisiones que serán siempre bien acogidas por la Iglesia. Pero no ha querido hacerlo precisamente para dar más valor a la contribución del conjunto. Por tanto es una pena que no reciba el mismo respeto por parte de algunos que, en la Iglesia, ocupan puestos de mando para guiar a los fieles con su palabra y con su ejemplo.
Con Amoris laetitia ha nacido claramente la necesidad de hacer un «discernimiento pastoral» teniendo en cuenta las circunstancias. El discernimiento es uno de los pilares de la espiritualidad ignaciana que impide tener respuestas preestablecidas y prescindir de la historia concreta de las personas. Pero, ¿qué es el discernimiento?
Es importante decir que supone un enorme privilegio participar en un Sínodo de obispos sin ser obispo, y teniendo unas Constituciones en las que se dice que nuestra vocación excluye la posibilidad de serlo. Sin embargo, en la formación de los sacerdotes existen algunas carencias. En primer lugar, le falta una lectura más exigente del Nuevo Testamento.
Para que el magisterio del Papa sea una realidad viva, hace falta hacer de la formación del clero «una formación para el discernimiento». San Ignacio llegó hasta lo hondo en su discernimiento, cuando ayudaba a los demás, es forzándose en saber cuándo se trataba de una verdadera ayuda y cuando no lo era.
Al papa Francisco le gusta mucho el dicho «Non coerceri a maximo, contineri tamen a minimo, divinum est». Según usted, ¿que significa este celebre epitafio sepulcral de San Ignacio?
Hay varias teorías sobre el texto y sobre su interpretación; para mí es un elogio de la libertad interior, de la que San Ignacio no andaba escaso.
Nosotros no intentamos copiar su obra, ni su grandeza, y mucho menos su repercusión social. Lo único que nos importa es la voluntad de Dios, y la persona humana es de sobra capaz de hacerla suya, de sentirse satisfecho de conocerla y de llevarla a cabo. Nadie puede pretender conocer la voluntad de Dios con certeza. Todos estamos en búsqueda y siempre obligados a discernir dónde está la voluntad de Dios.
¿Qué espera usted, personalmente, de la Congregación General? ¿Qué deseos personales tiene?
Primero que se elija un buen Superior General, algo no demasiado difícil dado que la Compañía a sobrevivido a mi generalato. Espero que la Congregacion discierna cómo mejorar nuestro servicio a la Iglesia y al Evangelio «al servicio de las ánimas», como querría San Ignacio. Por eso mi deseo es que el fruto de la Congregación sea una mejor vida religiosa en el espíritu del Evangelio y una renovada capacidad de imaginación.
Los tiempos han cambiado desde la anterior Congregación. Necesitamos audacia, fantasía y valentía, para afrontar nuestra misión como parte de las más amplia misión de Dios en nuestro mundo. Espero también que el Papa se dirija a la Congregación y le presente sus sentimientos y sus preocupaciones.
Usted, como el P. Kolvenbach, deja su oficio. ¿Quiere eso decir que habrá que cambiar la norma del cargo ad vitam, habiendo decidido también Benedicto XVI renunciar al ministerio de Pedro?
También yo pensaba lo mismo, pero el papa Francisco me ha hecho pensar que aún hay espacio suficiente en la legislación de la Compañía para que nuestro servicio concluya como hemos procedido los tres últimos generales. El Papa nos ha sugerido, incluso, que sería suficiente si los cuatro Asistentes elegidos para ello adoptasen un papel más activo, sugiriendo al General presentar su dimisión. A día de hoy, con los progresos de la medicina y la prolongación de la vida, un grupo con deseo de servir y que necesita agilidad de movimientos, no puede permitirse tres o cinco últimos años de debilidad de su Superior General.