El Papa emérito respondió al periodista Elio Guerriero en el diario La Repubblica sobre cuestiones relativas a su renuncia y la relación con el Papa Francisco. Reproducimos por su interés la traducción de la entrevista realizada por Religión en Libertad.
Santidad, visitando por última vez Alemania en 2011, usted dijo: «No se puede renunciar a Dios». Y también: «Donde hay Dios, ahí está el futuro». ¿No le disgustó tener que renunciar en el año de la fe?
Naturalmente, tenía presente llevar a término el año de la fe y escribir la encíclica sobre la fe que debía concluir el recorrido iniciado con Deus caritas est. Como dice Dante, el amor que mueve el sol y las demás estrellas nos impulsa, nos conduce a la presencia de Dios, que nos da esperanza en el futuro. En una situación de crisis, la mejor actitud es ponerse delante de Dios con el deseo de reencontrar la fe para poder proseguir el camino de la vida. Por su parte, al Señor le agrada acoger nuestro deseo de darnos las luces que nos guían en el peregrinaje de la vida. Es la experiencia de los santos, de San Juan de la Cruz o de Santa Teresita del Niño Jesús. En 2013, sin embargo, había numerosos compromisos que consideraba que no podría completar.
¿Cuáles eran estos compromisos?
En particular, ya estaba fijada la fecha de la Jornada Mundial de la Juventud que debía tener lugar en el verano de 2013 en Río de Janeiro, en Brasil. A este respecto yo tenía dos convicciones muy precisas. Después de la experiencia del viaje a México y a Cuba, ya no me sentía capaz de realizar un viaje tan comprometido. Además, con la impronta marcada por Juan Pablo II en estas jornadas, la presencia física del Papa era indispensable. No se podía pensar en una participación televisiva o en otras formas facilitadas por la tecnología. Ésta asimismo era una circunstancia por la cual la renuncia era para mí un deber.
En fin, tenía la certeza de que también sin mi presencia el año de la Fe llegaría en cualquier caso a buen puerto. La fe, de hecho, es una gracia, un don generoso de Dios a los creyentes. Por tanto, tenía la firme convicción de que mi sucesor –como así ha sucedido- llevaría igualmente al buen fin querido por el Señor la iniciativa que yo había comenzado.
Visitando la basílica de Collemaggio en L’Aquila, dejó su palio sobre el altar de San Celestino V [el único Papa, además de él, que ha renunciado al pontificado]. ¿Me puede decir cuándo llegó a la decisión de tener que renunciar al ejercicio del ministerio petrino por el bien de la Iglesia?
El viaje a México y Cuba había sido para mí hermoso y conmovedor desde muchos puntos de vista. En México me había impactado la fe profunda de tantos jóvenes, con la experiencia de su pasión gozosa por Dios. Del mismo modo me habían impresionado los grandes problemas de la sociedad mexicana y el compromiso de la Iglesia de encontrar, a partir de la fe, una respuesta al desafío de la pobreza y de la violencia.
Tampoco es preciso recordar expresamente cómo me impactó en Cuba ver la forma en la que Raúl Castro quería conducir a su país por un nuevo camino sin romper la continuidad con el pasado inmediato. En ese sentido me impresionó mucho el modo en el que mis hermanos en el episcopado buscan encontrar una guía para este difícil proceso partiendo de la fe.
En esos mismos días, sin embargo, experimenté con gran fuerza los límites de mi resistencia física. Sobre todo, me di cuenta de que ya no estaba en disposición de afrontar un futuro vuelo transoceánico por los problemas del huso horario. Naturalmente, hablé de estos problemas con mi médico, el profesor doctor Patrizio Polisca. De esta forma, se hacía evidente que ya no podría participar en la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro en el verano de 2013, se oponía claramente el problema del huso horario. Desde entonces tuve que decidir en un tiempo relativamente breve sobre la fecha de mi renuncia.
Tras la renuncia, muchos imaginaban escenarios medievales, con portazos y denuncias clamorosas. Hasta el extremo de que los mismos comentaristas quedaron sorprendidos, casi desilusionados, con su decisión de permanecer en el recinto de San Pedro, de subir al monasterio de Mater Ecclesiae. ¿Cómo llegó a esta decisión?
Había visitado muchas veces el monasterio Mater Ecclesiae desde sus orígenes. A menudo había ido para participar en las Vísperas y celebrar la Santa Misa para todas las religiosas que pasaban por allí. Por último, había estado con ocasión del aniversario de la fundación de las hermanas visitandinas.
»En su momento, Juan Pablo II había decidido que la casa, que antes servía como residencia del director de Radio Vaticana, en el futuro debía convertirse en un lugar de oración contemplativa, como una fuente de agua viva en el Vaticano. Habiendo sabido que aquella primavera concluía el trienio de las visitandinas, me vino casi naturalmente la certeza de que éste sería el lugar donde podría retirarme para continuar, a mi modo, el servicio de la oración al cual Juan Pablo II había destinado esta casa.
No sé si ha visto una foto tomada por un corresponsal de la BBC, el día de su renuncia, donde se ve la cúpula de San Pedro alcanzada por un rayo [Benedicto hace ademán con la cabeza de haberla visto]. Para muchos esa imagen sugirió una idea de decadencia, o incluso del fin del mundo. Ahora, sin embargo, se me ocurre decir: si esperaban herir a un vencido, a un derrotado por la Historia, yo a quien veo aquí es a un hombre sereno y confiado.
Estoy plenamente de acuerdo. Yo me habría preocupado si no hubiese estado convencido, como dije al inicio de mi pontificado, de ser un simple y humilde trabajador en la vida del Señor. Desde el inicio fui consciente de mis límites y acepté, como he siempre intentado hacer en mi vida, en espíritu de obediencia. Luego estuvieron las dificultades mayores o menores del pontificado, pero también hubo muchas gracias. Me daba cuenta de que todo aquello que tenía que hacer no podía hacer hacerlo yo solo, y de este modo estaba casi obligado a ponerme en manos de Dios, a confiar en Jesús, a quien, a medida que escribía mi libro sobre Él, me sentía vinculado con una amistad antigua y cada vez más profunda. Y luego estaba la Madre de Dios, la madre de la esperanza, que era un apoyo seguro en las dificultades y a quien sentía cada vez más cercana en el rezo del santo Rosario y en las visitas a santuarios marianos.
En fin, estaban los santos, mis compañeros de viaje de toda la vida: San Agustín y San Buenaventura, mis maestros del espíritu, pero también San Benito, cuyo lema de poner por delante a Cristo me resultaba cada vez más familiar; y San Francisco, el pobrecito de Asís, el primero que intuyó que el mundo es el espejo del amor creador de Dios, del cual provenimos y hacia el cual nos dirigimos.
¿Son, pues, consolaciones espirituales?
No, mi camino no estaba acompañado sólo por lo Alto. Todos los días recibía numerosas cartas, no sólo de los grandes de la Tierra, sino también de personas humildes y sencillas que querían decirme que me sentían próximo, que rezaban por mí. De aquí también, en los momentos difíciles, la confianza y la certeza de que la Iglesia está guiada por el Señor y que, por consiguiente, podía volver a poner en sus manos el mandato que me había confiado el día de la elección. Por lo demás, este apoyo ha continuado tras mi renuncia, por cual no puedo más que dar las gracias al Señor y a todos los que me expresaron y todavía me manifiestan su afecto.
En su despedida a los cardenales, el 28 de febrero de 2013, prometió a partir de entonces obediencia a su sucesor. En ese tiempo, tengo la impresión de que usted ha contado con la cercanía humana y la cordialidad del Papa Francisco. ¿Cómo es la relación con su sucesor?
La obediencia a mi sucesor nunca se ha puesto en discusión. Pero hay además un sentimiento de comunión profunda y de amistad. En el momento de su elección sentí, como tantos otros, un sentimiento espontáneo de gratitud a la Providencia. Después de dos pontífices provenientes de la Europa central, el Señor, por así decirlo, volvía su mirada a la Iglesia universal y nos invitaba a una comunión más extensa, más católica.
Personalmente me impresionó profundamente desde el primer momento la extraordinaria disponibilidad humana del Papa Francisco respecto a mí. Nada más ser elegido me llamó por teléfono. No consiguiéndolo en ese intento, me volvió a llamar inmediatamente después de su encuentro con la Iglesia universal en el balcón de San Pedro y me habló con gran cordialidad. Desde entonces me ha regalado una maravillosa relación paterno-fraternal. A menudo recibo aquí pequeños regalos, cartas escritas personalmente. Antes de emprender grandes viajes, el Papa nunca deja de visitarme. La benevolencia humana con la que me trata es una gracia especial para mí en esta última fase de mi vida, de la cual sólo puedo estar agradecido.
Lo que [Francisco] dice sobre la disponibilidad hacia los demás no son solamente palabras. Las pone en práctica conmigo. ¡Que él Señor, por su parte, le haga sentir todos los días su benevolencia! Es lo que le pido al Señor para él.