(AICA) El pontífice reflexionó sobre el Evangelio de Lucas de este domingo en el que Jesús dice a sus apóstoles: «Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!», sobre esto Francisco expresó que «la Iglesia no necesita burócratas y funcionarios diligentes, sino misioneros apasionados, devorados por el ardor de llevar a todos la palabra consoladora de Jesús y de su gracia regeneradora».
Palabras del papa Francisco
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Lc 12,49-53) forma parte de las enseñanzas de Jesús dirigidas a los discípulos a lo largo de su camino hacia Jerusalén, donde espera la muerte de cruz. Para indicar el fin de su misión, Él usa tres imágenes: el fuego, el bautismo y la división. Hoy quiero hablar de la primera imagen, la del fuego, el fuego.
Jesús la expresa con estas palabras: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo» (v.49). El fuego del que Jesús habla es el fuego del Espíritu Santo, presencia viva y operante en nosotros desde el día de nuestro Bautismo. Esto, el fuego, es una fuerza creadora que purifica y renueva, quema toda miseria humana, todo egoísmo, todo pecado, nos transforma desde dentro, nos regenera y nos hace capaces de amar. Jesús desea que el Espíritu Santo se encienda como fuego en nuestro corazón, porque solo saliendo del corazón, estén atentos a esto, y sólo saliendo del corazón que el incendio del amor divino podrá desarrollarse y hacer crecer el Reino de Dios. No sale de la cabeza, sale del corazón, y por eso Jesús quiere que este fuego salga de nuestro corazón. Si nos abrimos completamente a la acción del Espíritu Santo, Él nos donará la audacia y el fervor para anunciar a todos a Jesús y su mensaje consolador de misericordia y de salvación, navegando en mar abierto, sin miedos. El fuego comienza en el corazón.
En el cumplimiento de su misión en el mundo, la Iglesia, es decir, todos nosotros, Iglesia, necesita la ayuda del Espíritu Santo para no dejarse frenar por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarse a caminar dentro de las fronteras seguras. Estas dos actitudes llevan a la Iglesia a ser una Iglesia funcional que no corre riesgo nunca. Sin embargo la valentía apostólica que el Espíritu Santo enciende en nosotros como un fuego nos ayuda a superar los muros y las barreras, nos hace creativos y nos urge a ponernos en movimiento para caminar también por caminos inexplorados o incómodos, ofreciendo esperanza a los que encontramos. Estamos llamados a convertirnos cada vez más en comunidad de personas guiadas y transformadas por el Espíritu Santo, llenas de comprensión, personas de corazón dilatado y de rostro alegre. Más que nunca hay necesidad, más que nunca hoy hay necesidad de sacerdotes, de consagrados y de fieles laicos, con la mirada atenta del apóstol, para conmoverse y detenerse delante de los desfavorecidos y a las pobrezas materiales y espirituales, caracterizando así el camino de la evangelización y de la misión con el ritmo sanador de la proximidad. Es precisamente el fuego del Espíritu Santo que nos lleva a hacernos prójimos de los otros, de las personas que sufren, de los necesitados, de tantas miserias humanas, de problemas, de refugiados, de los que sufren. Ese fuego que viene del corazón. Fuego.
En este momento pienso con admiración sobre todo en los numerosos sacerdotes, religiosos y laicos que, en todo el mundo, se dedican al anuncio del Evangelio con gran amor y fidelidad, no pocas veces a costa de la vida. Su testimonio ejemplar nos recuerda que la Iglesia no necesita burócratas y funcionarios diligentes, sino misioneros apasionados, devorados por el ardor de llevar a todos la palabra consoladora de Jesús y de su gracia regeneradora. Esto es el fuego del Espíritu Santo, si la Iglesia no recibe este fuego o no le deja entrar en sí, se convierte en una Iglesia fría o solo tibia, incapaz de dar vida porque está hecha de cristianos fríos y tibios. Nos hará bien hoy, tomar cinco minutos, y cada uno de nosotros preguntarnos, ¿cómo va mi corazón? ¿está frío, tibio, o es capaz de tomar este fuego? Tomemos cinco minutos para esto. Nos hará bien a todos.
Pidamos a la Virgen María rezar con nosotros y por nosotros al Padre celeste, para que derrame sobre todos los creyentes el Espíritu Santo, fuego divino que caliente los corazones y nos ayude a ser solidarios con las alegrías y los sufrimientos de nuestros hermanos. Nos sostenga en nuestro camino el ejemplo de san Maximiliano Kolbe, mártir de la caridad, de quien hoy celebramos la fiesta: él nos enseñe a vivir el fuego del amor para Dios y para el prójimo».+