(Aica) Comentando el Evangelio del día en el que nos presenta a Jesús durante la Última Cena, cuando sabe que su “hora” está cerca, y que sus discípulos estarán unidos a Él de “una forma nueva”. Y así habló de cómo Jesús usa la imagen de la vid y de los sarmientos: “Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí” (Jn 15, 4-5).
El Pontífice indicó que “todos podemos estar unidos a Jesús de una manera nueva. Si al contrario, uno perdiese esta unión con Él, esta comunión con Él, sería estéril, también dañino para la comunidad”.
No somos autosuficientes
Francisco continuó explicando que “nosotros somos los sarmientos y a través de esta parábola Jesús quiere que entendamos la importancia de permanecer unidos a Él. Los sarmientos no son autosuficientes, sino que dependen totalmente de la vida, en la que se encuentra la fuente de sus propias vidas”.
“Para nosotros los cristianos –continuó diciendo- injertados con el Bautismo en Cristo, hemos recibido de Él gratuitamente el don de la vida nueva; y podemos estar en comunión vital con Cristo”, pero también el cristiano “debe mantenerse fiel al Bautismo, y crecer en la amistad con el Señor mediante la oración, la oración de todos los días, la escucha y la docilidad a su palabra –leer el Evangelio- la participación en los Sacramentos, especialmente el de la Eucaristía y el de la Reconciliación”.
El Santo Padre siguió con su catequesis asegurando que “si uno está íntimamente unido a Jesús, goza de los dones del Espíritu Santo que, como dice San Pablo son ‘amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, suavidad, dominio de sí’; y por consecuencia hace mucho bien al prójimo y a la sociedad, es una persona cristiana”.
Gracias a esta manera de actuar, “se reconoce si uno es un verdadero cristiano, al igual que se reconoce a un árbol por sus frutos”. En este sentido, “los frutos de esta unión profunda con Jesús son maravillosos: toda nuestra persona es transformada por la gracia del Espíritu: alma, inteligencia, voluntad, afectos, y también el cuerpo, porque somos unidad de espíritu y cuerpo. Recibimos una forma nueva de ser, la vida de Cristo se convierte en la nuestra: podemos pensar como Él, actuar como Él, ver el mundo y las cosas con los ojos de Jesús”.
Y en consecuencia “podemos amar a nuestros hermanos, empezando por los más pobres y sufrientes, como ha hecho Él, y amarles con su corazón y llevar así al mundo frutos de bondad, de caridad y de paz”.
En definitiva, “todos juntos estamos llamados a llevar los frutos de esta pertenencia común a Cristo y a la Iglesia”, dijo para finalizar. Después pidió la intercesión de la Virgen María, para que “podamos ser sarmientos vivos en la Iglesia y testimoniar de manera coherente nuestra fe –coherencia en la propia vida y en el pensamiento, de vida y de fe- conscientes de que todos, dependiendo de nuestras vocaciones particulares, participamos de la única misión salvífica de Cristo”.