(Arzolap/InfoCatólica) En una Misa celebrada en la Catedral, en recuerdo de la inundación y en sufragio de sus víctimas, dijo que «quedamos a merced de la lluvia abundante e impetuosa, que se precipitó sobre nosotros, porque no se habían previsto las obras necesarias para evitar sus consecuencias. No se las hizo porque no se las previó. Una distracción crónica en la Argentina. Se llora por lo que no se supo o no se quiso hacer».
El prelado agregó que «antes de comenzar esta celebración se leyó la lista de los muertos: ciudadanos inermes, indefensos, que pagaban tasas e impuestos, y que fueron defraudados por quienes les debían protección y servicios. Mucha gente ha venido a verme para exponer su preocupación y sus penas: ¿No podía advertirse anticipadamente que los desagües de la ciudad serían incapaces de resistir una lluvia intensa y duradera? ¿Vale como excusa, como disculpa, decir que aquella fue extraordinaria, nunca vista, impensable? Los expertos aseguran que las obras paliativas no bastan si los conductos de desagüe pluvial son obsoletos».
El Estado falló
Mons. Aguer subrayó, igualmente, que «después de aquella tristísima experiencia, los platenses tienen derecho a asegurarse el suelo seco, la paloma que vuelve con la rama de olivo, el arco iris permanente en nuestro cielo. El recuerdo de aquel día causa mucho dolor. Además, los daños producidos por la inundación se notan todavía en muchas viviendas, y se continúa lamentando la pérdida de objetos preciosos y queridos. ¿Se ha ofrecido una justa reparación? En aquella emergencia fue notoria la ausencia del Estado. Entre los que ayudaron iban al frente Cáritas y el Seminario, con la generosidad y prontitud de los jóvenes que se preparan al sacerdocio. Era natural que ellos lo hicieran, así como es justo reclamar al Estado que cumpla la función principal que le corresponde en el cuidado del bien común de la sociedad».
Destacó, asimismo, que «es una decisión noble y necesaria recordar cada año aquella fecha. La memoria es obra de la justicia. No obstante, cuidemos que el afán de justicia no se convierta en rencor. San Juan Pablo II enseñaba: la experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y al aniquilamiento de sí misma si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones (Dives in misericordia, 12). No basta, por lo tanto, la justicia; hace falta también la misericordia. Es la misericordia la que inspira el perdón».