Carta semanal del Sr. Cardenal Arzobispo de Valencia
Ante el fenómeno generalizado y amplio, inédito entre nosotros, de las migraciones, muchas veces se escuchan preguntas como estas: «¿Qué hay que hacer para acogerlos? ¿Se deben aceptar todos los que llegan o hay que poner algunos cauces o límites? ¿Qué debe hacer la Iglesia: debe dedicarse a ayudarles en lo material o tiene que intentar su evangelización?».
Creo, intentando responder a algunas de estas preguntas, que lo primero y principal es que haya justicia y caridad, que trasciende y obliga más que la misma justicia; no tener miedo a esta doble exigencia. Conviene recordar lo que nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica respecto a este fenómeno, tan característico de nuestro tiempo: «Las naciones más prósperas (y España lo es) tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen». Al mismo tiempo hay que añadir, según la Doctrina Social de la Iglesia, que esto no supone negar a las autoridades públicas el derecho de controlar y limitar los movimientos migratorios cuando existen razones graves y objetivas de bien común, que afectan a los intereses de los mismos emigrantes.
Por esto mismo, es necesario señalar una normativa que, respetando la dignidad inviolable de la persona humana y sus derechos fundamentales - y posibilitando lo que es el ejercicio de la caridad fraterna y la misericordia, inseparable de la justicia- no conduzca a un desbordamiento tal de los inmigrantes que entonces se vean sumidos en una mayor marginación, con todo lo que comporta, por no poder atender debidamente a sus demandas; el desbordamiento puede acarrear un conjunto de injusticias mayores para con ellos y para la población autóctona. Canalizar esto no es racismo ni discriminación.
Para nosotros los cristianos, en todo caso, siempre está la indicación del Señor: «Fui forastero, emigrante, y me acogiste». La acogida no es sólo darle ayuda material. Acoger al emigrante, amar a la persona del emigrante, quererlo de verdad y con obras, servirle, exige también ofrecerle, presentarle, anunciarle el Evangelio con todo respeto a su libertad y sin imposiciones. Si no lo hiciéramos, podríamos traicionarlo y traicionaríamos nuestra identidad cristiana y la misión y el mandato de amor que el Señor nos encomendó. Por eso, estimo que hay que intentar la evangelización de inmigrantes de otras religiones, lo cual no puede confundirse con proselitismo.
En este sentido hay que tener en cuenta que el cristiano, dejándose guiar por el amor a su Maestro que, con su muerte en la cruz, redimió a todos los hombres, abre también sus brazos y su corazón a todos. Debe animarlo la cultura del respeto y de la solidaridad, especialmente cuando se encuentra en ambientes multiculturales y plurireligiosos. Junto con el pan material, es indispensable no descuidar el ofrecimiento del don de la fe, especialmente a través del propio testimonio existencial y siempre con gran respeto a todos. El diálogo no debe esconder el don de la fe, sino exaltarlo. Por otra parte, ¿cómo podríamos tener semejante riqueza sólo para nosotros?
Finalmente, en nuestra diócesis, no podemos dejar de tener muy presente que a nuestras tierras no sólo llegan emigrantes de otras religiones, a las que respetamos y cuyos valores y riquezas reconocemos, sino que llegan muchos que son católicos. Estos fieles católicos no han de verse abandonados pastoralmente. Todo lo contrario. Han de verse especialmente atendidos con toda solicitud por parte de la Iglesia diocesana, a través de sus diversas comunidades. Tenemos un gran deber y responsabilidad en este punto. Y en esa solicitud, el correspondiente organismo diocesano que se ocupa de las migraciones está poniendo un gran y valioso empeño.
Es justo y necesario empeñarse en una nueva evangelización y una catequesis puesta al día, que tienda a reforzar la fe de los emigrantes en los sectores que son más vulnerables ante el proselitismo. Es una labor que exige el compromiso de una Iglesia que se muestre acogedora. Los emigrantes católicos, que confluyen de diversos lugares hacia una determinada Iglesia particular, no deben sentirse abandonados a sus propias fuerzas. Ellos entran a formar parte de la Iglesia «implantada» en el territorio al que han llegado. Por eso deben ser asistidos mediante una pastoral específica y apta para ellos. Los emigrantes tienen derecho a una asistencia religiosa que sea proporcionada a sus necesidades y que no sea menos eficaz que aquella de que gozan los fieles de la diócesis.
En esto estamos y en ello hemos de esforzarnos con todo nuestro empeño expresión de nuestra caridad. La Iglesia diocesana ha de estar cada día más implicada y empeñada en esta atención y en esta cercanía y acogida de los emigrantes que llegan a nuestras tierras.
• Antonio, Card. Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia