Intervención del Cardenal Peter Erdo en el Sínodo extraordinario sobre la Familia

Beatísimo Padre,

Eminentísimos y Excelentísimos Padres sinodales,

queridos hermanos y hermanas,

Jesucristo es nuestro primer Maestro y nuestro único Señor. Sólo en Él se encuentran «palabras de vida eterna» (cf. Jn 6, 68). Esto también vale respecto a la vocación humana y a la familia. El mensaje de Cristo no es cómodo, sino exigente: requiere la conversión de nuestros corazones. Y, sin embargo, es una verdad que nos libera. El objetivo fundamental de la propuesta cristiana acerca de la familia debe ser «la alegría del Evangelio» que «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» y «se dejan salvar por Él» experimentando la liberación «del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento» --como enseña el Papa Francisco en la Evangelii gaudium (n. 1)--. Por esto es oportuno recordar la importancia de los temas de la esperanza (cf. Gaudium et spes n. 1) y de la misericordia, en los que tanto hace hincapié el Papa Francisco (cf., por ejemplo, Evangelii gaudium, 119 y 198).

El anuncio, por tanto, se articula como propuesta, diálogo y camino juntos. Como dice el Papa Pablo VI en su magistral exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (n. 3) «necesitamos absolutamente ponernos en contacto con el patrimonio de fe que la Iglesia tiene el deber de preservar en toda su pureza, y a la vez el deber de presentarlo a los hombres de nuestro tiempo, con los medios a nuestro alcance, de una manera comprensible y persuasiva».

La base, el contenido del anuncio es la fe de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia, resumida en diversos documentos, de modo especial en la Gaudium et spes, en la Familiaris consortio de San Juan Pablo II, a quien el Papa Francisco definió «el Papa de la familia», en el Catecismo de la Iglesia Católica y en numerosos otros textos del Magisterio. La familia de hoy no sólo es objeto de evangelización, sino también sujeto primario en el anuncio de la buena nueva de Cristo al mundo. Por eso, es necesaria la incesante comprensión y puesta en práctica del Evangelio de la familia que el Espíritu sugiere a la Iglesia. Incluso las problemáticas familiares más graves hay que considerarlas como un «signo de los tiempos», a discernir a la luz del Evangelio: que hay que leer con los ojos y el corazón de Cristo, y con su mirada en casa de Simón el fariseo (cf. Lc 7,36-50).

1. El Evangelio de la familia en el contexto de la evangelización

a) Método de discernimiento sobre la familia

La búsqueda de las respuestas pastorales tiene lugar en el contexto cultural de nuestros días. Muchos de nuestros contemporáneos encuentran dificultades a la hora de razonar lógicamente, de leer textos largos. Vivimos en una cultura de lo audiovisual, de los sentimientos, de las experiencias emocionales, de los símbolos. Los lugares de peregrinación, en numerosos países, incluso en los más secularizados, reciben cada vez más visitantes. Decenas de miles de cónyuges van, por ejemplo, al santuario mariano de Šaštin, en Eslovaquia, para pedir la ayuda de la Virgen en sus problemas matrimoniales. Muchos conciben su vida no ya como un proyecto, sino como una serie de momentos en los cuales el valor supremo es sentirse bien, estar bien. En esta visión cualquier compromiso estable parece temible, el futuro aparece como una amenaza, porque puede suceder que en el futuro nos sintamos peor. Asimismo, las relaciones sociales pueden parecer limitaciones y obstáculos. Respetar, «querer el bien» de otra persona, puede implicar renuncias. Por tanto, el aislamiento con frecuencia está vinculado con este culto del bienestar momentáneo. Dicha cultura general se refleja en el gran número de respuestas al Cuestionario preparatorio de esta Asamblea sinodal, que presentan un hecho casi global, es decir, la disminución de los matrimonios civiles, la tendencia cada vez más típica de vivir juntos sin ningún matrimonio, ni religioso ni civil. La huída de las instituciones se presenta como signo de individualización, así como síntoma de crisis de una sociedad harta de formalismos, obligaciones y burocracia. La huída de las instituciones, por tanto, se presenta como signo de pobreza, de debilidad del individuo frente a la difusa «complicación» de las estructuras. Éste es el contexto en el que debemos anunciar el Evangelio de la familia.

Aun así, la cultura de la palabra no ha desaparecido. La transmisión del Evangelio acontece teniendo presente la riqueza de las enseñanzas de la Iglesia. Necesitamos la fuerza del Espíritu Santo para encontrar los caminos de la verdad en la caridad, las respuestas que expresen la justicia y al mismo tiempo la misericordia, porque son inseparables. Hesed y tzedaka, misericordia y justicia en el Antiguo Testamento son propiedad de Dios, coinciden en Él. En nuestros trabajos confiamos en su ayuda.

Es preciso subrayar que el Evangelio de la familia es ante todo la buena nueva de una gracia donada por el Espíritu en el sacramento del matrimonio: es una posibilidad nueva que se ofrece a la fragilidad del hombre, que hay que acoger y celebrar con alegría y gratitud, a nivel tanto personal como comunitario. Ciertamente no hay que olvidar las obligaciones que derivan del matrimonio, pero hay que verlas como exigencias del don, que el mismo don hace posibles. Al respecto, vale también la amonestación del Papa Francisco: «Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida» (Evangelii gaudium, n. 49).

La clara y plena verdad del Evangelio da la luz, el sentido y la esperanza que tanto necesita el hombre de hoy. La Iglesia debe proponer esta «verdad medicinal» de forma que se reconozca efectivamente como «remedio», incluso para las numerosas situaciones familiares problemáticas, a menudo muy sufridas. En otras palabras, sin disminuir la verdad, hay que proponerla poniéndose en el lugar de aquellos a quienes más «les cuesta» reconocerla como tal y vivirla.

b) Método de trabajo sinodal

En el momento actual de la cultura, en el que somos propensos a olvidar las verdades esenciales, el marco global, y corremos la tentación de perdernos en los detalles, resulta especialmente útil ofrecer a los pastores de las comunidades locales líneas directrices claras para ayudar a cuantos viven en situaciones difíciles. De hecho, no es realista esperar que encuentren por sí solos las soluciones adecuadas, conformes a la verdad del Evangelio y cercanas a las situaciones particulares. En esta perspectiva, la colegialidad episcopal, que tiene en el Sínodo una expresión privilegiada, está llamada a caracterizar sus propuestas, armonizando el respeto y la promoción de las experiencias específicas de cada Conferencia episcopal, con la búsqueda de líneas pastorales compartidas. Esto debe valer también a nivel de Iglesias locales, evitando las improvisaciones de una «pastoral casera», que acaba por hacer más difícil que se acepte del Evangelio de la familia. Asimismo, cabe recordar que la Asamblea sinodal extraordinaria de 2014 es la prima etapa de un camino eclesial que desembocará en la Asamblea ordinaria de 2015. En consecuencia, el lenguaje y las indicaciones deben promover la profundización teológica más noble, para escuchar con la máxima atención el mensaje del Señor, alentando al mismo tiempo la participación y la escucha de toda la comunidad de fieles. Por tanto, es importante la oración, para que nuestro trabajo dé los mejores frutos, los que Dios quiere.

2. El Evangelio de la familia y la pastoral familiar

a) El desafío educativo de la familia: escuela de humanidad, socialidad, eclesialidad y santidad

La solicitud de pastores y fieles respecto de las generaciones jóvenes se expresa, de modo particular, en el empeño formativo con quienes emprenden con valentía y esperanza el camino que lleva al matrimonio. Por tanto, es tarea propia de la pastoral familiar sostener el desafío educativo, en sus diversas fases: mediante la formación general de los jóvenes a la afectividad, en la preparación próxima a las nupcias, con el acompañamiento en la vida matrimonial y especialmente mediante el sostén en las situaciones más difíciles, de modo que la familia constituya una auténtica escuela de humanidad, socialidad, eclesialidad y santidad. La familia esescuela de humanidad, porque es escuela de amor en la vida y en el crecimiento de la persona (cf. GS 52: familia «escuela de humanidad»), gracias a la relación que el matrimonio requiere y establece entre los cónyuges y entre padres e hijos (cf. Gaudium et Spes 49 y Familiaris consortio 11). La familia es escuela de socialidad porque hace crecer a la persona en el desarrollo de sus capacidades de socialización y en la construcción de la sociedad (cf. FC 15 y 37). Análogamente, la familia es seno de vida eclesial, que educa a vivir en la comunión de la Iglesia y a ser protagonistas activos de ésta (cf. FC 48 y 50). La familia es, por último, también escuela de santificación, en la que se ejerce y se alimenta el camino de santidad de los cónyuges y de los hijos (cf. GS 48 yFC 56 y 59). Por estas razones la Iglesia anuncia el valor y la belleza de la familia. Con esto presta un servicio decisivo a un mundo que pide, casi implora, ser iluminado con la luz de la esperanza.

El variado perfil de la realidad familiar, que emerge del Instrumentum Laboris, muestra que en la variedad de los contextos socio-culturales existe un consenso --mayor de cuanto parece a primera vista-- sobre el hecho de que matrimonio y familia son bienes originarios de la cultura de la humanidad, un patrimonio que es preciso custodiar, promover y, cuando sea necesario, defender. Hoy la mayor parte de los seres humanos también busca la felicidad de su vida en un vínculo duradero entre un hombre y una mujer, junto con los hijos engendrados en su unión. La familia ciertamente hoy encuentra muchas dificultades; pero no es un modelo anticuado, es más, entre los jóvenes en general se constata un nuevo deseo de familia. Lo demuestra, entre otras cosas, el testimonio de los numerosos matrimonios y familias cristianas que viven felizmente. No hay que perder de vista estas experiencias positivas, pese a las difundidas situaciones precarias e irregulares.

Entre los cristianos católicos la sustancia de la enseñanza del Nuevo Testamento y del Catecismo de la Iglesia Católica sobre el matrimonio parece ser bastante conocida. Sin embargo, los aspectos específicos de la doctrina y del Magisterio de la Iglesia acerca del matrimonio y la familia no siempre son suficientemente conocidos entre los fieles. Además de la cuestión del conocimiento, se toma nota de que tal doctrina con frecuencia no se sigue en la práctica. Esto no significa que la gran mayoría de fieles y teólogos pongan en tela de juicio esta doctrina en línea de principio. En la forma como se presenta en el Concilio Vaticano II (cf. Gaudium et spes 47-52), resumida en el Instrumentum Laboris, la doctrina encuentra un amplio consenso entre los católicos practicantes. Esto vale, en particular, por lo que se refiere a la indisolubilidad del matrimonio y su sacramentalidad entre los bautizados. No se cuestiona la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio en cuanto tal, es más, queda incontestada y en gran parte es observada en la praxis pastoral de la Iglesia con las personas que han fracasado en su matrimonio y que buscan un nuevo inicio. Por tanto, en este Sínodo no se discute sobre las cuestiones doctrinales, sino sobre las cuestiones prácticas --inseparables, por otro lado, de las verdades de la fe--, de naturaleza exquisitamente pastoral.

Por último, del Instrumentum Laboris emergen dos aspectos claros respecto a la homosexualidad. Ante todo, un amplio consenso respecto al hecho que las personas de tendencia homosexual no deben ser discriminadas, como recalca también el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2357-2359). En segundo lugar, emerge con igual claridad que de parte de la mayoría de los bautizados --y de la totalidad de las Conferencias episcopales-- no se espera una equiparación de estas relaciones con el matrimonio entre hombre y mujer. Tampoco las formas ideológicas de las teorías de gender cosechan consenso entre la gran mayoría de los católicos.

Muchos quieren, en cambio, superar los tradicionales roles sociales, condicionados culturalmente, y la discriminación de las mujeres, que sigue presente, sin negar con esto la diferencia natural y criatural entre los sexos y su reciprocidad y complementariedad.

No hay, pues, ningún motivo dentro de la Iglesia para un estado de ánimo de catastrofismo o de abdicación. Existe un patrimonio de fe claro y ampliamente compartido, del cual la asamblea sinodal puede partir, del que se debería hacer más universalmente conscientes a los fieles mediante una catequesis más profunda sobre el matrimonio y la familia. Basándose en esta fundamental convicción es posible una reflexión común sobre las tareas misioneras de las familias cristianas y sobre las cuestiones de la respuesta pastoral adecuada a las situaciones difíciles.

Sería deseable que el Sínodo, partiendo de la base de fe común, mirara más allá del círculo de los católicos practicantes y, considerando la situación compleja de la sociedad, tratase de las objetivas dificultades sociales y culturales que hoy pesan sobre la vida matrimonial y familiar. No se trata sólo de problemas de ética individual, sino de estructuras de pecado hostiles a la familia, en un mundo de desigualdad y de injusticia social, de consumismo por una parte y de pobreza por otra. El rápido cambio cultural en todos los ámbitos arrastra a las familias, que son la célula fundamental de la sociedad, en un proceso de alteración que cuestiona la cultura familiar tradicional y a menudo la destruye. Por otra parte, la familia es casi la última realidad humana acogedora en un mundo determinado casi exclusivamente por las finanzas y la tecnología. Una nueva cultura de la familia puede ser el punto de partida para una renovada civilización humana.

b) Firmeza y claridad en los itinerarios formativos

Abordando ahora más de cerca la pastoral dirigida a las familias en vías de constitución, es preciso constatar la incertidumbre que acompaña a muchos jóvenes, que aspiran con esperanza a un amor estable y duradero. Al dirigirse a la Iglesia, piden --no siempre de modo explícito-- que se les motive a vencer sus legítimos miedos y ser acogidos en una comunidad, que les testimonie la belleza y la concreción de la vida matrimonial con todas sus dificultades reales, especialmente relacionales y económicas. El deseo de familia que llevan en el corazón necesita de una confirmación y del sostén de catequesis firmes, que les inviten asimismo a entrar en la comunidad de las familias creyentes. Dichas comunidades están presentes en muchas parroquias del mundo y son un signo muy alentador de nuestros tiempos.

En ese sentido, es preciso acompañar a los novios prometidos hacia una clara conciencia de lo que es el matrimonio en el designio del Creador, alianza que entre los bautizados tiene siempre la dignidad sacramental (CIC, can. 1055 §§ 1-2). Los elementos sustanciales y las propiedades esenciales (unicidad, fidelidad, fecundidad) de este designio, si son no simplemente desatendidos o, más aún, excluidos con un acto positivo de voluntad, invalidan el matrimonio. Por otra parte, la fe personal facilita la acogida de la gracia sacramental, que corrobora el matrimonio cristiano, buscando de modo responsable sus bienes esenciales. A pesar de las palabras tan claras de la liturgia que pronuncian los esposos, no pocos, en efecto, se acercan al sacramento sin la conciencia clara de que se asumen ante el Señor el compromiso de acoger y dar la vida al cónyuge, sin condiciones y para siempre. Es más, bajo el influjo de la cultura dominante, no pocos se reservan el llamado «derecho» de no observar la fidelidad conyugal, de divorciarse y volverse a casar si el matrimonio no funciona, o de no abrirse a la vida. La asunción serena y valiente de esta responsabilidad, en cambio, es signo de la elección personal de fe sin la cual el sacramento, aunque sea válido, no resulta eficaz. El matrimonio, en efecto, además de ser una relación personalísima y un vínculo espiritual, es necesariamente una institución de la sociedad. Esto significa que la condición matrimonial de la persona ante Dios, realidad que no es perceptible con los sentidos humanos, debe ser acogida del modo más verdadero posible también por la comunidad. Por eso, son indispensables algunas presunciones acerca del estado matrimonial de la persona. De la misma naturaleza de las presunciones se desprende, sin embargo, la posibilidad de la divergencia entre la condición presunta y la real, sacramental, de la persona. En efecto, aunque el amor en sí mismo no sea una realidad sujeta al juicio y a la verificación de terceros, lo es, sin duda, el instituto del matrimonio y de la familia, dada su relevancia social y eclesial.

A lo largo de los siglos, la Iglesia ha querido salvaguardar la verdad de lo humano incluso con normas jurídicas, a fin de garantizar que el compromiso de la libertad, asumido con conciencia en el acto del consenso, no se equiparase a cualquier otro compromiso. El esfuerzo pastoral de la Iglesia a la hora de acompañar a los novios al matrimonio deberá ser siempre mayor para mostrar el valor y el atractivo de un vínculo perenne.

c) La familia como protagonista de la evangelización

Además de la vocación especial y primaria de la familia a la educación humana y cristiana de los hijos, existe una misión de los miembros de la familia de transmitir la fe y dar testimonio de ella ante los demás. La familia es también el núcleo de la comunidad parroquial. En muchos países del mundo existen comunidades vivas en las parroquias, compuestas por cónyuges o por familias enteras, que se encuentran regularmente, rezan juntos, estudian y profundizan en el Catecismo, leen la Biblia, hablan de problemas de la vida cotidiana, de las dificultades y bellezas de la vida común de pareja, de cuestiones de educación. En otras palabras, se esfuerzan por conjugar la fe con la vida. Se ayudan mutuamente en caso de enfermedad, desempleo u otros problemas. Muchos de ellos participan en el trabajo de la Caritas. No pocos ayudan en la preparación de los esposos al matrimonio, estableciendo con ellos relaciones de amistad que perduran después de la celebración de las nupcias. Hay grupos de jóvenes madres católicas con niños pequeños que también acogen a madres sin una pertenencia religiosa o no creyentes, realizando así una nueva forma de misión. De las familias provienen diversas nuevas comunidades que ayudan a las parejas en crisis o asisten a las mujeres con dificultades existenciales o psicológicas. Parece importante promover y difundir estas iniciativas por toda la Iglesia.

d) La acción pastoral en situaciones de crisis

El Instrumentum Laboris constata: «la pérdida de valores e incluso la disgregación de la familia, se pueden transformar en ocasión de fortalecimiento del vínculo conyugal. Para superar la crisis puede ser una ayuda el sostén de otras familias dispuestas a acompañar el difícil camino de la pareja en crisis. En particular, se subraya la necesidad de que la parroquia muestre su cercanía como una familia de familias» (n. 63).

e) Dificultades internas de la familia y presiones externas

La dificultad generalizada a la hora de establecer una comunicación serena en el seno del núcleo familiar se debe a múltiples factores como: las preocupaciones de tipo laboral y económico; visiones distintas en la educación de los hijos, provenientes de diferentes modelos educativos de los padres; los reducidos tiempos para el diálogo y el descanso. A esto se añaden factores disgregadores como la separación y el divorcio, con las consecuencias de realidades familiares ampliadas o, viceversa, monoparentales, en las cuales la referencia de los padres se confunde o se reduce, hasta quedar anulada. Por último, no hay que subestimar la importancia de la generalizada mentalidad egoísta que se cierra a la vida, con el preocupante crecimiento de la práctica abortiva. El mismo egoísmo puede llevar a la falsa visión de considerar los hijos como objetos de propiedad de los padres, que se pueden fabricar según sus deseos.

Especialmente en contextos donde la pobreza está ampliamente difundida, son particularmente las mujeres y los niños quienes sufren violencia y abusos; sin embargo, incluso en los contextos más desarrollados no faltan factores disgregadores, debidos a varias formas de dependencia, como el alcohol, las drogas, el juego de azar, la pornografía u otras formas de dependencia sexual, y las redes sociales (social network). Ante estos desafíos, la Iglesia siente la urgencia de evangelizar a la familia mediante el anuncio de la sobriedad y la esencialidad, promoviendo el valor de las relaciones personales, la sensibilidad para con los más pobres, la capacidad de un uso responsable de los mass media y de las nuevas tecnologías, respetando la dignidad de las personas, especialmente las más débiles e indefensas, que pagan el precio más alto de la soledad y de la marginación.

Entre las presiones externas, la creciente precariedad laboral representa una pesadilla para muchas familias; con frecuencia el fenómeno migratorio introduce en la familia desequilibrios consistentes, como los que experimentan quienes dejan su tierra --a menudo a causa de la guerra y la pobreza-- o quienes les reciben en su propio país. El apoyo concreto de parte de la Iglesia a estas familias no puede prescindir de un compromiso eficaz de los Estados y las entidades públicas responsables de la tutela y de la promoción del bien común, mediante políticas adecuadas.

3. Las situaciones pastorales difíciles

a) La Iglesia como «casa paterna» (EG 47)

Como afirma el Papa Francisco: «La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos sociales [...] la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad» (Evangelii gaudium, 66).

Al respecto, el Instrumentum Laboris releva: «De las respuestas emerge la común consideración que, en el ámbito de lo que se pueden definir situaciones matrimoniales difíciles, se celan historias de gran sufrimiento, así como testimonios de amor sincero. «La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre» (EG 47). Una verdadera urgencia pastoral es permitir a estas personas sanar sus heridas, curarse y volver a caminar junto a toda la comunidad eclesial.

Para afrontar correctamente tales situaciones, en primer lugar, la Iglesia afirma el valor irrenunciable de la verdad de la indisolubilidad del matrimonio, fundada en el proyecto original del Creador (Gén 1,27; 2,24; cf. Mt 19, 4-9). En cambio, respecto a la dignidad sacramental que reviste el matrimonio entre los bautizados, afirma que se basa en la profunda conexión entre el vínculo nupcial y el vínculo indisoluble de Cristo con la Iglesia (Ef 5,22-33). En segundo lugar, es necesaria una acción de pastoral familiar renovada y adecuada. Ésta debe sostener a los cónyuges en su compromiso de fidelidad recíproca y de dedicación a los hijos. Además, es necesario reflexionar sobre el mejor modo de acompañar a las personas que se encuentran en dichas situaciones, de modo que no se sientan excluidas de la vida de la Iglesia. Por último, es preciso individuar formas y lenguajes adecuados para anunciar que todos son y siguen siendo hijos, amados por Dios Padre y por la Iglesia madre.

b) Verdad y misericordia

En las últimas décadas el tema de la misericordia está cada vez más en primer plano como un punto de vista importante en el anuncio del Evangelio. El culmen de la misericordia de Dios, que ya se presenta ampliamente en el Antiguo Testamento (cf. Éx 34,6;2 Sam 24,14; Sal 111,4, etc.), se revela sobre todo en los gestos y en la predicación de Jesús. En la parábola del Padre misericordioso (cf. Lc 15,11-32), además de en todo el Nuevo Testamento, la misericordia constituye una verdad central: Dios es rico de misericordia (cf. Ef 2,4). Según Tomás de Aquino, ésta es la propiedad más importante de Dios (cf. Summa theol. II/II q. 30 a. 4;Evangelii gaudium, 37); expresa la absoluta soberanía de Dios e indica la creadora fidelidad a sí mismo de Dios que es amor (cf. 1Jn4, 8.16). Para recibir esta misericordia, el hijo pródigo vuelve al Padre, pide perdón, comienza una vida nueva. La manifestación más decisiva de la divina misericordia con la humanidad es la Encarnación y la Obra salvífica de Cristo. Según el Evangelio de San Marcos, Cristo mismo comienza el anuncio de la Buena Nueva con la llamada a la conversión: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15). Dios en efecto no se cansa nunca de perdonar al pecador que se convierte, y no se cansa de darle siempre una nueva posibilidad. Esta misericordia no significa justificación del pecado, sino justificación del pecador, pero en la medida en que se convierte y se propone no volver a pecar.

La misericordia significa dar más de lo que es debido, regalar, ayudar. Sólo la misericordia de Dios puede realizar el verdadero perdón de los pecados. En la absolución sacramental Dios nos perdona mediante el ministerio de la Iglesia. A nosotros nos queda la tarea de dar testimonio de la misericordia de Dios y de ejercer los actos clásicos, conocidos ya en el Antiguo Testamento, de la misericordia espiritual y corporal. El lugar privilegiado para vivir estos actos de misericordia es precisamente la familia.

El significado de la misericordia para la Iglesia de hoy lo resaltó San Juan XXIII en la apertura del Concilio Vaticano II. Declaró que la Iglesia en cada tiempo debe oponerse al error; hoy sin embargo, debe recurrir a la medicina de la misericordia más que a las armas del rigor. De este modo el Papa confirió la tonalidad fundamental al Concilio. San Juan Pablo II retomó esta instancia en su segunda encíclica Dives in misericordia (1980) y dedicó a la Divina Misericordia el segundo domingo del tiempo pascual. El Papa Benedicto XVI profundizó el tema en la encíclica Deus caritas est (2005). Desde el comienzo de su pontificado, el Papa Francisco ha repetido: «Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. [...] Nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón» (Angelus del 17 de marzo de 2013). También en el caso de la familia, del matrimonio y del significado de su indisolubilidad, valen las palabras del Papa Francisco: «La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande. Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí. Él envía su Espíritu a nuestros corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces de responder con nuestra vida a ese amor. La Iglesia es enviada por Jesucristo como sacramento de la salvación ofrecida por Dios» (EG 112). Ella es «el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio» (ivi 114).

La misericordia, como tema central de la revelación de Dios, en definitiva es importante para la hermenéutica de la acción eclesial (cf. EG 193 ss.); naturalmente, no elimina la verdad y no la relativiza, sino que lleva a interpretarla correctamente en el marco de la jerarquía de las verdades (cf. UR 11; EG 36-37). No elimina tampoco la exigencia de justicia.

La misericordia, por tanto, tampoco anula los compromisos que nacen de las exigencias del vínculo matrimonial. Éstos siguen subsistiendo incluso cuando el amor humano se ha debilitado o ha cesado. Esto significa que, en el caso de un matrimonio sacramental (consumado), después de un divorcio, mientras el primer cónyuge siga con vida, no es posible un segundo matrimonio reconocido por la Iglesia.

c) Las convivencias y los matrimonios civiles

Como se observa en las respuestas al Cuestionario y se ha resumido en el Instrumentum Laboris, las situaciones difíciles o irregulares son diversas y no se puede establecer de forma rígida un mismo recorrido para todas (cf. n. 52), es preciso discernir caso por caso. En ese sentido, una dimensión nueva de la pastoral familiar hodierna, consiste en saber considerar adecuadamente la realidad de los matrimonios civiles y, con las debidas diferencias, también de las convivencias. En efecto, cuando la unión llega a una notable estabilidad a través de un vínculo público y está caracterizada por afecto profundo, responsabilidad respecto a la prole, capacidad de resistir en las pruebas, se puede ver como un germen que hay que acompañar en su desarrollo hacia el sacramento del matrimonio. Muy a menudo, en cambio, la convivencia no se establece con vistas a un posible matrimonio futuro, sino sin ninguna intención de establecer una relación institucional.

La Iglesia no puede no reconocer incluso en situaciones a primera vista alejadas de criterios que respondan al Evangelio, una oportunidad para acompañar a las personas, a fin de que lleguen a una decisión consciente, verdadera y justa acerca de su relación. No existe ninguna situación humana que no pueda ser una ocasión para la Iglesia de encontrar lenguajes adecuados para hacer comprender el valor de la unión matrimonial y de la vida familiar a la luz del Evangelio. El desafío que afrontamos hoy, consiste en lograr mostrar lo mejor, que a menudo no se capta o se es incapaces de captar.

d) El cuidado pastoral de los divorciados vueltos a casar

Ante todo, el problema de los divorciados vueltos a casar civilmente es sólo uno entre el gran número de desafíos pastorales apremiantes hoy (cf. al respecto FC 84). Es más, cabe observar que en algunos países no se da este problema, puesto que no existe matrimonio civil, mientras que en otros países el porcentaje de los divorciados vueltos a casar tiende a disminuir con motivo de la falta de voluntad de contraer un nuevo matrimonio --ni siquiera civil-- después del fracaso del primero. De las respuestas al Cuestionario resulta que este problema tiene acentos diversos en las varias regiones del mundo (cf. Instrumentum Laboris nn. 98-100).

A la luz de lo que ya se ha dicho, no se trata de poner en tela de juicio la palabra de Cristo (cf. Mt 19,3-12) y la verdad de la indisolubilidad del matrimonio (cf. Denzinger - Hünermann 1327; 1797; 1807; GS 49), ni tampoco considerar que ya no estén en vigor. Crearía, además, confusión el hecho de concentrarse sólo en la cuestión de la recepción de los sacramentos. La respuesta, por tanto, hay que buscarla en el contexto de una pastoral juvenil más amplia y de preparación al matrimonio. Asimismo, es necesario un acompañamiento pastoral intensivo del matrimonio y de la familia, en particular en las situaciones de crisis.

Por lo que concierne a los divorciados que se han vuelto a casar civilmente, no pocos sostienen que hay que tener en cuenta la diferencia entre quien culpablemente ha roto un matrimonio y quien ha sido abandonado. La pastoral de la Iglesia debería hacerse cargo de estas personas de modo particular.

Los divorciados vueltos a casar civilmente pertenecen a la Iglesia. Necesitan ser acompañados por sus pastores y tienen derecho a ello (cf. Sacramentum caritatis n. 28). Se les invita a escuchar la palabra de Dios, a participar en la liturgia de la Iglesia, en la oración y a realizar obras buenas de caridad. La pastoral de la Iglesia debe cuidarles de una forma del todo particular, teniendo presente la situación de cada uno. De aquí la necesidad de tener al menos en cada Iglesia particular un sacerdote, debidamente preparado, que pueda previa y gratuitamente aconsejar a las partes sobre la validez de su matrimonio. En efecto, muchos esposos no son conscientes de los criterios de validez del matrimonio y menos aún de la posibilidad de la invalidez. Después del divorcio, hay que llevar a cabo esta verificación, en un contexto de diálogo pastoral sobre las causas del fracaso del matrimonio anterior, individuando posibles causas de nulidad. Al mismo tiempo, evitando la apariencia de un simple cumplimiento burocrático o de intereses económicos. Si se realiza todo esto con seriedad y buscando la verdad, la declaración de nulidad producirá una liberación de las conciencias de las partes.

e) La praxis canónica de las causas matrimoniales y la vía extra-judicial

Teniendo presente todo lo que se menciona en el Instrumentum Laboris, a propósito de la amplia solicitud de simplificación de las causas matrimoniales (cf. nn. 98-102), desde el punto de vista pastoral, y teniendo en cuenta la difusión de la mentalidad partidaria del divorcio, en cuanto a la válida celebración del sacramento, no parece imprudente, como acabamos de apuntar, considerar que no pocos matrimonios celebrados en la Iglesia pueden resultar no válidos. Para verificar la posible nulidad del vínculo de manera eficaz y ágil no son pocos quienes creen que hay que reconsiderar, en primer lugar, la obligatoriedad de la doble sentencia conforme a la declaración de nulidad del vínculo matrimonial, procediendo con el segundo grado sólo si hay apelación de una parte o de ambas partes, o bien de parte del defensor del vínculo, en un tiempo definido. Una posible solución de este tipo, en cualquier caso, debería evitar el mecanicismo y la impresión de la concesión de un divorcio. Sin embargo, en ciertos casos podrían ser necesarias otras garantías, por ejemplo, la obligación del defensor del vínculo de apelar, con el fin de evitar soluciones injustas y escandalosas.

En segundo lugar, en cuanto a la ya mencionada amplia difusión de la mentalidad partidaria del divorcio en muchas sociedades y vista la praxis de los tribunales civiles que pronuncian las sentencias de divorcio, sucede con frecuencia que las partes que celebran un matrimonio canónico, se reserven el derecho a divorciarse y contraer otro matrimonio cuando se presentan dificultades en la convivencia. Esta simulación, aun sin la plena conciencia de este aspecto ontológico y canónico, invalida el matrimonio. Para probar dicha exclusión de la indisolubilidad basta la confesión de la parte simuladora confirmada por las circunstancias y otros elementos (cf.CIC cann. 1536 § 2, 1679). Si es así ya en el proceso judicial, es pensable, para algunos, la producción de la misma prueba en el marco de un proceso administrativo. Además, según cualificadas propuestas, haría falta valorar la relevancia de la intención de la fe de los novios prometidos en orden a la validez del matrimonio sacramento, según el principio general que para la validez de un sacramento es necesario que haya la intención de hacer lo que hace la Iglesia (cf. Benedicto XVI, Discurso al Tribunal de la Rota Romana, 26 de enero de 2013, n. 4). Esta vía extra-judicial podría prever --según ellos-- un itinerario de conocimiento, discernimiento y profundización que, en el caso de presencia de las condiciones de invalidez, podría culminar en la declaración de nulidad de parte del Obispo diocesano, el cual propondría a su vez un camino de toma de conciencia y conversión a la persona interesada, con vistas a un posible matrimonio futuro, para no repetir la misma simulación.

En tercer lugar, hay que tener presente que para resolver ciertos casos existe la posibilidad de aplicar el «privilegio paulino» (cf. CIC, cann. 1143-1147) o recurrir al «privilegio petrino» (en los casos de matrimonios contraídos con disparidad de culto). Por último, también hay que tener presente la posibilidad de la disolución, «por gracia», del matrimonio rato y no consumado.

f) La praxis de las Iglesias ortodoxas

El Instrumentum Laboris señala que algunas respuestas sugieren examinar más en profundidad la praxis de algunas de las Iglesias ortodoxas, que prevé la posibilidad de segundas nupcias y terceras connotadas por un carácter penitencial (cf. n. 95). Dicho estudio es necesario para evitar interpretaciones y conclusiones que no estén suficientemente fundadas. Este tema subraya la importancia del estudio de la historia de la disciplina de la Iglesia en Oriente y en Occidente. Al respecto se podría reflexionar sobre la posible contribución del conocimiento de la tradición disciplinar, litúrgica y doctrinal de las Iglesias orientales.

4. La familia y el Evangelio de la vida

a) Anunciar el Evangelio de la vida

Dada la diversidad cultural y de tradiciones en seno de las varias realidades que componen la Iglesia Católica, resulta de gran ayuda en la obra de evangelización, de inculturación del Evangelio, la aportación de las Conferencias episcopales. Análogamente a cuanto se realiza en la comunión episcopal, es necesario que esta sinergia en el anuncio se realice sub Petro et cum Petro.

La apertura a la vida no se añade, por una imposición externa o por una elección opinable y facultativa, al amor conyugal, sino que es parte esencial de éste, exigencia intrínseca, porque este amor tiende a la comunión y la comunión engendra vida. En el mundo occidental no es raro encontrar parejas que elijan deliberadamente no tener hijos, situación paradójicamente similar a la de quien hace de todo por tenerlos. En ambos casos la posibilidad de engendrar un hijo se ve aplastada por la propia capacidad de autodeterminación, reducida a la dimensión de un proyecto cuyo centro es uno mismo: los propios deseos, las propias expectativas, la realización de los propios proyectos que no tienen presente al otro.

El amor esponsal, y más en general la relación, nunca debe construirse como un círculo cerrado. En la acogida de los hijos se condensa la acogida del otro, de los demás, con la que se aprende a descubrir y a construir nuestra humanidad. Acoger a un hijo no es solamente traerlo al mundo, sino engendrarlo en su alteridad, darle la vida.

La acogida de la vida no se puede pensar como limitada únicamente a la concepción y al nacimiento. Se completa en la educación de los hijos, en el sostén que se ofrece a su crecimiento. Y sobre este aspecto también se requiere una reflexión que toca las dinámicas culturales y sociales, especialmente la relación entre las diversas generaciones.

b) La familia en el contexto relacional

Sin embargo, también es verdad que la acogida de la vida, el asumirse responsabilidades en orden a la generación de la vida y al cuidado que ésta requiere, sólo es posible si la familia no se concibe como un fragmento aislado, sino que se percibe insertada en una trama de relaciones. Se educa a acoger verdaderamente al hijo si uno está dentro de una realidad de relaciones parentales, amistosas, institucionales, tanto civiles como eclesiales. Es cada vez más importante no dejar a la familia o a las familias solas, sino acompañar y sostener su camino. Cuando esto no sucede, las tensiones y las inevitables fatigas de la comunicación implicada en la vida de la familia, en la relación entre cónyuges o en la relación entre padres e hijos, adquieren a veces tonos dramáticos, hasta explotar en gestos de locura destructiva. Detrás de las tragedias familiares con mucha frecuencia hay una desesperada soledad, un grito de sufrimiento que nadie ha sabido escuchar.

Para poder acoger verdaderamente la vida en la familia y cuidarla siempre, desde la concepción hasta la muerte natural, es necesario recuperar el sentido de una solidaridad difusa y concreta. Recuperar la responsabilidad formativa de la comunidad, en particular de la comunidad eclesial. Activar a nivel institucional las condiciones que hagan posible este cuidado, ayudando a comprender que el nacimiento de un niño, así como la asistencia a un anciano, son un bien social que hay que tutelar y favorecer. Se necesitan comunidades eclesiales que organicen los tiempos y los espacios de la pastoral a medida de la familia. Además, es necesario superar la tendencia a la privatización de los afectos. El mundo occidental corre el riesgo de hacer de la familia una realidad confiada exclusivamente a las elecciones del individuo, totalmente desvinculada de un marco normativo e institucional. Tal privatización hace más frágiles los vínculos familiares, los vacía progresivamente del sentido que les es propio.

La relación que da vida a una familia, las relaciones que se establecen en su seno, son punto de enlace entre la dimensión privada y la social. En las sociedades tradicionales la dimensión social del matrimonio y de la familia se explica en un control comunitario tan fuerte que a veces resulta sofocante. Es preciso encontrar el punto de equilibrio justo entre estas diferentes dimensiones, ambas esenciales tanto para la vida de la familia como para la realidad de la persona, que siempre es a la vez persona individual y persona social.

En la vida de la familia se experimenta que en las elecciones más íntimas del sujeto está presente una dimensión de transcendencia. A través de los cónyuges, de su apertura concreta a la generación de la vida, se hace experiencia de un misterio que nos trasciende. El amor que une a los dos cónyuges y que se convierte en principio de nueva vida, es el amor de Dios.

c) La responsabilidad de la Iglesia y la educación

Corresponde a la Iglesia anunciar y testimoniar la altísima dignidad de la persona humana. La Iglesia no se limita a decir a los fieles y a los hombres de buena voluntad lo que deben hacer, sino que es solidaria con ellos. Comparte sus esperanzas, sus deseos y sus dificultades. Esto es un signo fuerte de credibilidad ante los ojos del mundo.

En ese sentido, es preciso cuidar de modo particular la educación de la afectividad y de la sexualidad. En efecto, ante todo hay que saberla apreciar y anunciar su valor. Es preciso recalcar en ese sentido la importancia de los caminos formativos. El testimonio de parte de los adultos añade credibilidad a los ideales que deben presentarse con claridad. Sin duda, a las generaciones jóvenes les ayuda mucho el testimonio de un amor fiel y profundo hecho de ternura, de respeto, de acogida recíproca, de perdón, capaz de crecer en el tiempo sin consumirse en la inmediatez. Al mismo tiempo, sin embargo, es preciso banalidades, evitar la superficialidad y formas de «tolerancia» que escondan una indiferencia sustancial y una incapacidad de atención.

Resulta, además, necesario continuar en la propuesta de la visión personalista del amor conyugal delineada por el Vaticano II (cf.Gaudium et spes, n. 49), teniendo en cuenta también los grandes desafíos que constituyen los modos de presentar el amor y la familia en muchos medios de comunicación. Este tema también requiere más estudio.

d) Temas relativos a la Humanae vitae

Desde esta perspectiva es posible volver a proponer de forma positiva el mensaje de la Humanae vitae a través de una hermenéutica histórica adecuada, que sepa captar los factores históricos y las preocupaciones que han sostenido la redacción de Pablo VI. En otras palabras, hay que releer la Encíclica en la perspectiva que Pablo VI indicaba en la audiencia del 31 de julio de 1968: «… no es sólo la declaración de una ley moral negativa, es decir, la exclusión de toda acción que se proponga hacer imposible la procreación (n. 14), sino que sobre todo es la presentación positiva de la moralidad conyugal según su misión de amor y fecundidad «a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación, no sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna» (n. 7). Es la aclaración de un capítulo fundamental de la vida personal, conyugal, familiar y social del hombre, pero no es la exposición completa de todo lo relativo al ser humano en el campo del matrimonio, de la familia, de la honestidad de las costumbres, un campo inmenso en el cual el Magisterio de la Iglesia podrá y deberá quizá volver con un designio más amplio, orgánico y sintético».

Asimismo, hay que especificar que la norma moral recordada se pone en práctica a la luz de la «ley de la gradualidad», según las indicaciones ya formuladas en el n. 34 de Familiaris consortio: recordando que el hombre en cuanto ser histórico «…conoce, ama y cumple el bien moral según etapas de crecimiento».

Conclusión

Si observamos los orígenes del cristianismo, vemos que logró ser aceptado y acogido --a pesar de todo rechazo y diversidad cultural-- por la profundidad y fuerza intrínseca de su mensaje. En efecto, logró iluminar la dignidad de la persona a la luz de la Revelación, también por lo que se refiere a la afectividad, la sexualidad y la familia.

El desafío que el Sínodo debe aceptar es precisamente lograr proponer de nuevo al mundo de hoy, en ciertos aspectos tan similar al de los primeros tiempos de la Iglesia, el atractivo del mensaje cristiano respecto al matrimonio y la familia, subrayando la alegría que dan, pero al mismo tiempo dar respuestas verdaderas e impregnadas de caridad (cf. Ef 4,15) a los numerosos problemas que especialmente hoy tocan la existencia de la familia. Poniendo de relieve que la auténtica libertad moral no consiste en hacer lo que se siente, no vive sólo de emociones, sino que se realiza solamente adquiriendo el verdadero bien.

En concreto se nos pide ante todo ponernos al lado de nuestros hermanas y hermanos con el espíritu del buen Samaritano (cf. Lc 10, 25-37): estar atentos a su vida, en particular estar cerca de aquellos a los que la vida ha «herido» y esperan una palabra de esperanza, que nosotros sabemos que sólo Cristo puede darnos (cf. Jn 6, 68).

El mundo necesita a Cristo. El mundo también nos necesita a nosotros, porque pertenecemos a Cristo.

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