(Portaluz/InfoCatólica) Por muchos años dijo haber estado convencida de que el ser humano «debía decidir su suerte. Pero, cuando me puse enferma, cambié radicalmente de postura». Padecía de la misma enfermedad que estudiaba en otros pacientes todos los días en su despacho, hasta que se derrumbó cuando se lo comunicaron. «Había muerto la mujer que era hasta entonces». El examen mostraba un tumor incurable en la médula, mieloma múltiple. «Me miré en el espejo de casa: pensé que era imposible».
Escribió su propio libro testimonial «Se puede curar» y hoy trabajando como miembro de una comisión de médicos enfermos promovida por el Ministerio de Sanidad italiano para «humanizar la medicina», aborda esta problemática en una entrevista para la revista Huellas de Italia. Afirma que «después del aterrador diagnóstico», la muerte dejó de ser para ella algo que se hablara «de la cama del paciente hacia afuera».
«Me di cuenta que cuando uno enferma, la muerte de los demás deja de ser algo virtual. Se convierte en algo que acompaña la vida día a día; uno la siente cercana. Y cuanto más cercana la percibe, más se dice: «Voy a hacer todo lo posible para vivir el mayor tiempo». No obstante, antes decía con facilidad: «Encarnizamiento terapéutico, o estas medicinas de las que nada se sabe… por Dios, yo no quiero eso». En cambio, hoy cualquier cosa me importa si implica una nueva posibilidad de vida. Aunque también digo: «No quiero tener dolor». Tengo derecho a aliviarlo».
La eutanasia no se puede concebir como un «deber»
Ménard no va con medias tintas y añade que el «derecho a no sufrir» propuesto por quienes apoyan la eutanasia no es una justificación válida, pues, «en lugar de inducir al paciente a que pida la eutanasia porque sufre, lo mejor sería conseguir que no sufriera. Además, en los últimos años la terapia del dolor ha progresado considerablemente.
Por lo general -continúa- se dice sí a la eutanasia porque no se quiere acabar en una cama siendo completamente dependiente de los demás para todas las funciones fisiológicas: comida, aseo, etcétera. La vida se considera digna mientras uno es autosuficiente. Cuando uno ya no lo es, se revindica la «dignidad de la muerte», lo cual es terrible. Sería como decir que «todos los que no son autosuficientes y están inmovilizados en una cama, muchos de ellos sufriendo, tienen una vida indigna». Y entonces les facilitamos la muerte para devolverles su dignidad. Además de ser algo terrible, esto conlleva un riesgo: que semejante derecho se convierta en un deber».
Se deja ver el oscuro trasfondo de una enfermedad
La experta que lo ha vivido en carne propia fundamenta estos dichos recordando las decenas de casos que ha atendido y reflexiona sobre el debate originado por la muerte de Eluana Englaro, la joven italiana que permaneció por diecisiete años en estado vegetativo y cuyo padre apoyó que la desconectaran en febrero de 2009. «Esto va mucho más allá de lo que se considera humanitario, de eso que se llama «libertad para hacer lo que uno quiera». Yo no soy libre de coger un martillo y darte con él en la cabeza, luego no es cierto que seamos libres para hacer lo que queramos.
Otro gran problema es que muchas veces el paciente, precisamente porque siente que es un peso y le duele mucho, se deprime. La depresión es algo que, en mayor o menor medida, todos los enfermos experimentan, antes o después. Darles una hoja mediante la cual autorizan al médico a que les quite de en medio, es como dar un empujón al primero que te encuentras asomado a un puente, en lugar de agarrarle para que no se precipite».
«El deseo de morir es contrario a la naturaleza humana»
Desde esta lógica, la enfermedad no se puede separar de la humanidad del paciente, de las esperanzas que posee, dice. Ménard cree que no se puede curar el dolor prescindiendo de ese anhelo de vida que todo hombre lleva consigo desde que nace. «El deseo de morir es contrario a la naturaleza humana. El instinto de conservación y de supervivencia es siempre más fuerte, el deseo de vivir prevalece. El derecho a morir no tiene sentido para el hombre. Ningún tipo de depresión o sentimiento de inutilidad o sufrimiento, es motivo suficiente para pedir la muerte; se trata de situaciones que son potencialmente reversibles. Lo incurable no es la enfermedad, sino la vida. De esta vida nadie sale vivo.
Algunos dicen que, si sólo nos quedara un mes de vida, no tendría sentido vivir ni siquiera ese mes; pero si no merece la pena por un mes, tampoco lo merecería por dos. Si seguimos por ahí acabaríamos matando a todos los niños: total, van a acabar muriéndose, son incurables, ninguno de ellos va a superar los dos siglos. Pero si me quedan tres días, ¿por qué no voy a vivirlos? Tres días valen lo mismo que tres mil veces tres días. Si tengo una familia y percibo su afecto a mi alrededor, ¿por qué voy a perder estos tres días? Incluso si uno no está en plenitud de facultades y no puede levantarse porque está tendido en una cama, pero sigue contando con el afecto de sus familiares, en mi opinión, incluso en esas condiciones, merece la pena vivir».
Las discusiones que se ha tenido sobre el tema tienen siglos y quienes han intervenido, denuncia, lamentablemente levantan «mitos». La idea de optar por la eutanasia se explica «con un tipo de exorcismo inconsciente, un deseo de alejar de sí la posibilidad de la enfermedad y del dolor; pero cuando te encuentras ahí, cambias de idea». Por eso, la opinión que de verdad interesa, es la de los especialistas «de cuidados paliativos y la de los que asisten a pacientes en fase terminal. De estos médicos, al menos los que yo he conocido, ni tan siquiera uno está a favor de la eutanasia».