(Tempi.it/InfoCatólica) «No había sacerdotes, habían sido expulsados. La fe es transmitida así, gracias a algunos gestos como el «contatzu», el rosario, la oración constante que acompañó a la vida de estas personas». Habla con tempi.it el padre Alfredo Scattolon, misionero del Pime durante treinta años en Japón, primero en Yamanashi, al norte del Monte Fuji, luego más al sur, en una zona agrícola cerca de Fukuoka. Llegó a aquellas tierras siglos más tarde de las persecuciones, pero los signos de la violencia aún se conservan hoy en día, en iglesias y museos: «son todavía visibles, en algunos santuarios, los carteles que estaban colgados por la calle ofreciendo distintas recompensas a quien denunciaba a un sacerdote o a un cristiano».
Las primeras persecuciones
El catolicismo aquí llegó durante el siglo XVI, llevado inicialmente por San Francisco Javier y los jesuitas que le siguieron. Su manera de entrar en contacto con la comunidad local era prudente: tratando de ponerse en contacto con los líderes en primer lugar, intentando respetar la tradición y la cultura local. Con la llegada de franciscanos y dominicos, los primeros grandes grupos de cristianos surgieron, en particular en Nagasaki, que a finales del siglo XVI contaba ya 300.000 fieles. Pero una serie de factores llevaron a la ruptura. El poder local temía este nuevo credo, considerado un brazo de Occidente para penetrar en la historia de Japón. Y las persecuciones comenzaron pronto: primero con el shogun Hideyoshi (los primeros 26 mártires cristianos son de su época, 1597), y, luego, veinte años después, bajo los Tokugawa, que prohibieron el cristianismo en Japón.
Los cristianos ocultos
Y es entonces cuando surgieron los kakure kirishitan, los «cristianos ocultos»: «muchos escaparon a las numerosas islas que había en el sur del país. Pero las persecuciones fueron sistemáticas: por ejemplo, todos estaban obligados a inscribirse en los cementerios de un templo budista. Cuando una persona moría, sus seres queridos estaban obligados a enterrarlo allí», cuenta el padre Alfredo. «Con el fin de inducirlos a renegar de su fe, se utilizó el sistema del «fumi-e» (pisotear-imagen): se ponía en el suelo una imagen sagrada y quién era sospechoso de ser cristiano era invitado a pisarla. Sólo a quien lo hacía salvaba la vida». En 2008, Benedicto XVI canonizó 188 mártires de ese período.
El regreso de los sacerdotes
Sin embargo algún pequeño grupo se salvó, ocultándose sobre todo en las perdidas islas del sur y camuflando el cristianismo bajo símbolos aparentemente budistas, como la estatua de la «diosa» Cannon, símbolo del Buda misericordioso, en sustitución de la de la Virgen. Al no haber sacerdotes, los sacramentos como el bautismo y el matrimonio o las oraciones como el «contatzu» (rosario) eran oficiadas por el cabeza de familia . Más tarde, en el siglo XIX, cuando Japón reabrió sus puertos a los misioneros franceses, los fieles se animaron y salieron a la luz: se dice que en 1865 fueron casi 10 mil los «kakure kirishitan» que para celebrar el Viernes Santo se presentaron a los padres de las Misiones Extranjeras de París llegados a Nagasaki, incrédulos ante lo que veían sus ojos. «Pero es necesario precisar que algunos grupos de estos creyentes nunca aceptaron bien el regreso de los sacerdotes, y vivieron su fe solos, hasta hoy, con creencias que se confunden con la magia».
Continúa la persecución
El sufrimiento, sin embargo, aún no había terminado: «La persecución se prolongó hasta 1912 aproximadamente, porque el decreto no fue nunca suspendido. Es un aspecto que se recuerda poco del Japón: sólo con la reforma constitucional después de la Segunda Guerra Mundial se acabó la hostilidad contra el cristianismo». Hoy, algunos de los lugares donde se consumaron estas últimas persecuciones se han convertido en lugar de peregrinación, en particular Hagi y Tsuwano. Aquí se dice que la Virgen se apareció para consolar a uno de estos cristianos exiliados y muertos de hambre.
Pérdida de fe
Historias que aún hoy el Japón lleva consigo, en una comunidad que está experimentando problemas de un tipo diferente. En el siglo XVI, la fe en Dios se transmitía de padres a hijos, transmisión que ahora, lamentablemente, parece cada vez más difícil: «la familia sigue cada vez menos el crecimiento y la vida de los niños: desde cierta edad es educado, casi en su totalidad, por la escuela ». Así se está perdiendo toda la frescura que el catolicismo había encontrado inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial: el fin del planteamiento militarista del país hizo perder a la gente común los puntos de referencia y muchos se acercaron así al cristianismo. No es coincidencia que, en pocas décadas, el Japón fue uno de los países que tuvo proporcionalmente más vocaciones en el mundo. Un crecimiento que ahora es difícil volver a ver.