(La Razón/InfoCatólica) Uno a uno hasta sumar los 522 mártires que serán beatificados el próximo domingo en Tarragona en la que será la mayor celebración por la que se reconocerá la entrega por la fe en la historia de nuestro país. Todos, desterrados de la herramientas creadas a partir de la Ley de la Memoria Histórica de la que hizo bandera el Gobierno socialista, que buscaba fomentar «el espíritu de reconciliación, concordia y reencuentro de los españoles».
Cuando se presentó el portal virtual de víctimas, que continúa activo, se aseguró que se incluiría en él a «quienes padecieron expresiones de violencia personal, represión, depuraciones, injusticias y agravios por motivos políticos, ideológicos, religiosos o de otra índole, tanto de los que no eran afines al Movimiento Nacional, como de quienes tampoco lo eran con el gobierno republicano legalmente constituido». Pues bien, la realidad es que, si bien el registro incluye las referencias de más de 750.000 personas, se cuentan con los dedos de una mano los sacerdotes que aparecen en el registro. Y eso que los estudios más detallados sobre la persecución religiosa en nuestro país hablan de unas 6.800 víctimas y que la Santa Sede, sin contar con los nuevo beatos, ya ha reconocido a 1001 mártires –471 durante el Pontificado de Juan Pablo II y 530 de manos de Benedicto XVI–.
La falta de rigor en la elaboración de la base de datos se pone de manifiesto aún más, teniendo en cuenta que, no sólo no están reconocidos como víctimas ninguno de estos hombres y mujeres, sino que sí aparecen en el registros sus verdugos y asesinos.
Basta con introducir, por ejemplo, el nombre y apellidos del que fuera obispo de Jaén, que falleció el 12 de agosto en uno de los llamados «Trenes de la Muerte» de Jaén, la mayor ejecución pública de la contienda. No hay rastro alguno de monseñor Manuel Basulto en la base de datos. Tampoco de su hermana, su cuñado y el vicario general de la diócesis andaluza, que habían sido apresados con él. Sí aparece en cambio en el portal de las víctimas Casares Quiroga, quien dio luz verde a su muerte. Y es que cuando el convoy en el que viajaba el prelado, se dirigía a Alcalá de Henares, una turba lo frenó. Al llamar al entonces ministro de la Gobernación, Casares Quiroga, sobre qué hacer con las casi 200 personas que iban en el tren, éste contestó: «Si es la voluntad del pueblo, que se los entreguen». Acto seguido, bajaron del tren y les mataron. Eso sí, antes de fallecer el obispo jienense afirmó de rodillas: «Perdona, Señor, mis pecados y perdona también a mis asesinos». Esta piedad también la mostró el obispo de Lérida, Salvio Huix Miralpeix, que tras entregarse voluntariamente a las autoridades revolucionarias fue asesinado junto a otras 20 personas en el cementerio de la ciudad el 5 de agosto de 1936. Él no aparece en el registro de víctimas, pero sí quienes estaban al frente del comité que ordenó la matanza: José Rodes Bley y Juan Farré Gasso.
El episodio se repite con el joven menorquín Juan Huguet Cardona. Con 23 años y apenas un mes después de haber sido ordenado sacerdote, el 23 de julio de 1936 se vio apresado. Después de despojarse de la sotana, un brigada llamado Pedro Marqués Barber le descubrió un rosario. «Escupe ahí, que si no te mato», le increpó. Juan se negó, alzó su mirada al cielo, extendió sus brazos en cruz y exclamó: «¡Viva Cristo Rey!». El militar le disparó dos tiros en la cabeza. Marqués, condenado a pena capital en 1939, se arrepentiría del crimen y acabaría convirtiéndose. Hoy, ocho décadas después, el archivo creado por los socialistas sí tiene memoria para incluir entre las víctimas del franquismo a Marqués Barguer, pero no hay hueco para Huguet Cardona.