(Il Foglio/InfoCatólica) «La igualdad entendida como negación de toda diferencia es algo que va contra la realidad», dice al «Foglio» el cardenal Camillo Ruini, comentando la sentencia con la que el tribunal supremo de los Estados Unidos ha declarado inconstitucional parte del «Defense of Marriage Act», la ley que definía el matrimonio como unión exclusiva entre hombre y mujer bajo la jurisdicción federal.
«Nos engañamos si pensamos que podemos cancelar la naturaleza con nuestra decisión personal o colectiva», añade de nuevo el ex vicario de Roma y ex presidente de la conferencia episcopal italiana.
–La decisión del tribunal parece confirmar que nos encontramos ante una avalancha imparable en la cual toda excepción sobre la equiparación entre matrimonio heterosexual y homosexual será superada. ¿Es este el terreno sobre el que se articulará el debate acerca del desarrollo de la civilización en el siglo XXI?
Pienso verdaderamente que sí. Naturalmente, la cuestión de los matrimonios homosexuales entra dentro del problema más amplio de la concepción que tenemos del hombre, es decir, de qué es la persona humana y cómo hay que tratarla.
Un aspecto muy relevante de nuestro ser es el hecho de que estamos estructurados según la diferencia sexual, de hombre y de mujer. Como sabemos bien, esta diferencia no se limita a los órganos sexuales, sino que implica a toda nuestra realidad. Se trata de una diferencia primordial y evidente, que precede nuestras decisiones personales, nuestra cultura y la educación que hemos recibido, si bien todas estas cosas inciden mucho, a su vez, sobre nuestros comportamientos. Por ello, la humanidad, desde sus orígenes, ha concebido el matrimonio como un vínculo posible sólo entre un hombre y una mujer.
En los últimos decenios se ha abierto camino una posición distinta, según la cual la sexualidad debería reconducirse a nuestras elecciones libres. Como decía Simone de Beauvoir, «No se nace mujer, se llega a serlo». Por tanto, el matrimonio debería estar abierto también a personas del mismo sexo. Es la teoría del «gender», ahora ya difundida a nivel internacional, en la cultura, en las leyes y en las instituciones.
Se trata, sin embargo, de una ilusión, aunque esté compartida por muchos: nuestra libertad está, de hecho, radicada en la realidad de nuestro ser y cuando va contra ella se convierte en destructiva, sobre todo de nosotros mismos. Pensemos, concretamente, en lo que puede ser una familia en la cual no haya ya un padre, una madre o en hijos que tengan un padre y una madre: las estructuras de base de nuestra existencia estarían trastornadas, con los efectos destructivos que podemos imaginar, pero no prever hasta el fondo.
–Estamos delante de un activismo de carácter jurídico y social. Ahora el concepto de matrimonio tradicional parece estar destinado a convertirse en algo obsoleto. ¿Existe acaso la ilusión de que ampliando la institución del matrimonio a todo tipo de unión se resuelve el problema, facilitando así el poder decir que la igualdad ha sido definitivamente alcanzada?
Esta es, desde luego, la ilusión: borrar la naturaleza con nuestra decisión personal o colectiva. Por ello, es vana la esperanza de encontrar un compromiso que satisfaga a todos introduciendo, por ejemplo, junto al matrimonio que seguiría estando reservado a personas de sexo distinto, las uniones civiles reconocidas legalmente, a las cuales podrían acceder también los homosexuales.
Por una parte, estas uniones no satisfarían esa instancia de absoluta libertad e igualdad que está en la base de la reivindicación del matrimonio homosexual; por otra, sería un duplicado del matrimonio, inútil y dañoso.
Inútil porque todos los derechos que se dice que se quieren tutelar podrían estar perfectamente tutelados –y en gran parte ya lo son– reconociéndolos como derechos de las personas y no de las parejas.
Dañoso porque un matrimonio de este tipo, con menores compromisos y obligaciones, pondría más en crisis el matrimonio auténtico, sin el cual una sociedad no puede sostenerse.
–¿Cómo valora el hecho de que una decisión divisoria como la adoptada por el tribunal supremo estadounidense haya sido tomada por un tribunal, y no por un parlamento?
Lo valoro negativamente: el tribunal supremo, como sucede también en Italia, por ejemplo, con el tribunal constitucional, tiene de hecho una legitimidad democrática muy mediada y derivada. En mi opinión, es mejor confiar decisiones de este alcance a los organismos que tienen una legitimación democrática directa, como los parlamentos.
–¿No cree que la raíz de este progresivo desmantelamiento de lo que siempre se ha considerado «tradicional» es el hecho de que la igualdad se está convirtiendo cada vez más en un dogma? ¿No existe el riesgo de que se reformule completamente la tradición?
Me gustaría distinguir el concepto de igualdad. Entendida como igual dignidad entre todos los seres humanos la igualdad es un principio sacrosanto. Pero entendida como negación de toda diferencia y, por tanto, con la pretensión de tratar del mismo modo situaciones distintas, la igualdad es simplemente algo que va contra la realidad.
–¿Qué puede hacer la Iglesia ante todo esto? A veces parece que se mueve con dificultad y que es incapaz de hacer oír su voz. En los últimos decenios, además, su relación con estos cambios ha ido más allá del histórico dualismo entre progreso y tradición. Esto hace pensar, sin embargo, que superado este esquema dual se abren problemas más graves ante los cuales las respuestas sólo pueden percibirse como ambiguas y no claras. ¿Qué perspectivas tenemos delante?
La Iglesia no puede no luchar por el hombre, como escribió Juan Pablo II en su primera encíclica – «En este camino que conduce de Cristo al hombre la Iglesia no puede ser detenida por nadie» – y como ha repetido Benedicto XVI también en el discurso a la curia romana para la felicitación de la Navidad del 2012: la Iglesia debe defender los valores fundamentales constitutivos de la existencia humana con la máxima claridad.
No me parece que hoy la Iglesia se mueva con dificultad. Si miramos el caso de Francia, los obispos y los católicos, junto a muchos otros ciudadanos, han sido derrotados, al menos por ahora, a nivel legislativo, pero han demostrado una vitalidad y una fuerza cultural y social más grande que sus adversarios.
Sólo en apariencia se trata de dualismo entre progreso y tradición: en realidad, el verdadero desafío está entre dos concepciones del hombre, y yo estoy convencido de que el futuro pertenece a aquellos que saben reconocer y acoger al ser humano en su auténtica realidad. Las ilusiones, en cambio, antes o después se desinflan, a menudo tras haber provocado muchos daños.
–Tenemos después la cuestión de la relación que tienen los católicos con los grandes temas que menoscaban la esfera de la ética y de la moral. En mérito al caso específico del matrimonio, ¿no cree que en los últimos años la contribución activa a la defensa de aquello que siempre ha sido un símbolo milenario se haya atenuado y alterado?
Los católicos deben ser siempre más conscientes del significado cultural y social de su fe. Cuando esta conciencia se atenúa, la fe se vuelve insípida e incide poco no sólo en el ámbito público, sino también en la capacidad de atraer a las personas y de guiarlas hacia Cristo. Desde este punto de vista, un cierto modo de entender la laicidad de la cultura y de la política corre el riesgo de privar a la fe de su relevancia.
–La batalla por la igualdad se nutre de razones sentimentales. Hay una idea del amor que va más allá de las diferencias de género, de la distinción entre hombre y mujer. Es el amor que se hace institución y derecho perfectamente igual. ¿Es una pendiente irreversible?
El amor es una palabra bellísima, que sin embargo puede tener muchos significados. Los estados no pueden, evidentemente, mandar o prohibir a una persona de amar a otra y en este sentido las leyes no pueden ocuparse directamente del amor.
Pueden y deben, en cambio, intentar regular del modo más útil y más conforme a la realidad los comportamientos que nacen del amor pero que tienen una relevancia pública.