(José Antonio Méndez/Alfa y Omega) En el centro de la villa olímpica que el Gobierno chino ha erigido en Pekín, no muy lejos del imponente estadio Nido de pájaro que acogerá las distintas disciplinas deportivas, los operarios ultiman los retoques del centro de servicios religiosos que estará a disposición de los atletas de los diferentes países -y credos- que van a participar en los Juegos Olímpicos Pekín 2008. Budistas, hindúes, cristianos, judíos y musulmanes encontrarán un lugar donde orar y meditar, cada cual según su fe. Sin embargo, esta aparente libertad religiosa de los deportistas que participarán en los Juegos esconde una realidad dramática para los 12 millones de cristianos que viven en China, y que suponen el 1% de la población. Bajo la excusa de aumentar las medidas de seguridad en torno a las olimpiadas, el régimen comunista ha endurecido las medidas de control para amordazar a todos aquellos que creen en Cristo y, en general, contra quienes critican la falta de libertad que impera en el país.
Redadas y limpiezas
En una reciente entrevista, el sacerdote Bernardo Cervellera, miembro del Pontificio Instituto para las Misiones Extranjeras y director de la Agencia Asianews, llamó la atención sobre la opresión del gigante asiático, al afirmar que «tanta apertura hacia las creencias religiosas de los huéspedes olímpicos es sólo otro soberbio espectáculo de fachada, una enorme campaña de imagen». En efecto, a pesar de las expectativas que habían generado las Olimpiadas en el seno de la Iglesia católica, los Juegos no han supuesto una apertura en el régimen ni un avance en la libertad religiosa. Según afirma Cervellera en su último libro, China, el reverso de las medallas, «mientras el Gobierno proclama, a los cuatro vientos, que durante las olimpiadas habrá plena libertad religiosa, la policía de las distintas regiones ha efectuado redadas y limpieza pública de varios líderes de comunidades clandestinas». El control sobre la población es total, y para el Gobierno de Hu Jintao la amenaza terrorista a los Juegos que justifica el despliegue militar va desde Al Qaeda hasta las protestas de organizaciones humanitarias y, por supuesto, de la Iglesia. El adoctrinamiento educativo constante al que se ven sometidos los niños se ha fortalecido contra las posibles influencias extranjeras, la represión policial ha incrementado el acoso a los disidentes, se ha acentuado el control sobre sacerdotes y obispos, y las autoridades provinciales han recibido órdenes para que sometan por todos los medios a quienes tengan intención de protestar por la falta de libertad. Entre tanto, más de 30.000 policías informáticos atenazan Internet, los controles de identidad a extranjeros y chinos se han centuplicado, y todas las estaciones del Metro de Pekín cuentan con máquinas de rayos X capaces de detectar lo mismo una pistola que un crucifijo. Eso sí, todo bajo una apariencia de seguridad y libertad. Una angustiosa situación que no coge de sorpresa a quienes se han acostumbrado a vivir bajo el signo de la persecución.
Una fe sometida y subterránea
Las purgas con las que Mao Zedong asesinó a casi 70 millones de personas castigaron duramente a los católicos que no aceptaban la Revolución Cultural; y, desde que en 1949 el Partido Comunista tomó el poder, el régimen de Pekín ha intentado controlar a los cristianos desde la llamada Asociación Patriótica o Iglesia oficial, que depende del Gobierno tanto para el nombramiento de obispos como para establecer unas líneas pastorales que se plieguen a los dictados del Partido. Como contrapunto, aquellos que se mantienen fieles al Papa han pasado a formar parte de la Iglesia clandestina o subterránea. En la actualidad, la Iglesia china cuenta con 74 obispos oficiales y 46 clandestinos, diez de los cuales se encuentran actualmente en la cárcel o bajo arresto domiciliario.
Ante esta situación, la estrategia vaticana de los últimos años ha sido la de propiciar la comunión entre todos los católicos, especialmente con los obispos nombrados por el Gobierno sin el consentimiento del Papa. De hecho, los gestos de acercamiento de Benedicto XVI (la Jornada Mundial de Oración por China, la plegaria a la Virgen de Sheshan escrita por el Pontífice, la Carta del Papa a los católicos chinos, de 2007; la creación de una Comisión pontificia para analizar la situación del país...) han causado gran inquietud entre los dirigentes estatales que controlan la Asociación Patriótica, al comprobar que un buen número de obispos y fieles han hecho pública su cercanía espiritual al Santo Padre. Ejemplo de esta cercanía moral fue que, tras el terremoto del 12 de mayo, católicos oficiales y clandestinos se afanaban por recoger los sacos de arroz que mandó la Santa Sede, aunque estuviesen vacíos, para conservar el sello con el escudo pontificio. Además, no pocas voces han apuntado que en los últimos tiempos ha crecido el número de disidentes políticos que han descubierto en el cristianismo una alternativa al vacío moral que caracteriza al comunismo.
El cardenal de Hong Kong -una de las voces más críticas con el Gobierno de Pekín-, Joseph Zen Ze-kiun, resumió hace unas semanas la situación de los católicos del país asiático. «La Iglesia en China -afirmó Zen- es una. Los obispos más ancianos y nombrados sin la aprobación de Roma han pedido al Papa su legitimación, porque saben que están en contra de la unidad de la Iglesia. Casi todos los obispos están con el Santo Padre. Las prohibiciones proceden de la Asociación Patriótica y de la Oficina de Asuntos Religiosos, que controlan y vigilan a la Iglesia oficial y a la clandestina, y que en estos años están trabajando en una dirección muy negativa».
Doble juego con la Iglesia
Así, mientras la China olímpica intenta mostrar su mejor rostro, Pekín practica el juego sucio con los católicos. Muestra de sus actitudes cosméticas ha sido la invitación que el Gobierno ha hecho llegar al obispo auxiliar de Hong Kong y al obispo de Macao para que asistan a la apertura de las Olimpiadas. Sin embargo, no hace ni un año de la muerte de monseñor Giovanni Han Dingxan, quien pasó 35 años de su vida en prisión y los dos últimos en régimen de aislamiento en manos de la policía: su cadáver fue cremado y sepultado en un cementerio público sin que los fieles ni los familiares tuviesen ocasión de verlo ni de bendecirlo. Y hay más ejemplos: mientras el pasado 18 de mayo la Orquesta Filarmónica de Pekín ofreció un concierto a Benedicto XVI en el Vaticano, el 24 del mismo mes, las autoridades prohibieron a los fieles acudir al santuario de Nuestra Señora de Sheshan, Patrona del país, en la Jornada Mundial de Oración por China que había convocado el propio Pontífice. Aquel día, sólo unos pocos fieles pudieron ir a venerar a la Virgen, de forma individual, con permiso previo y bajo estrecha vigilancia policial. Aunque, claro, lo que ningún régimen podrá impedir jamás es que millones de plegarias por China lleguen a oídos de la Virgen, cada día.
Un Via Crucis permanente
Una de las muestras de fraterna cercanía de Benedicto XVI a los católicos chinos tuvo lugar durante la pasada Semana Santa. Por expreso deseo del Papa, las meditaciones del Via Crucis que recorrió los alrededores del Coliseo romano llevaban la firma del cardenal de Hong Kong, Joseph Zen Ze-kiun, y sus palabras traían ecos de la Iglesia perseguida en el corazón de Asia. La web del Vaticano acompañaba los textos con imágenes de la Pasión típicamente orientales, mientras por todo el orbe se escuchó, con palabras del cardenal Zen, que «los Coliseos se han multiplicado a lo largo de los siglos, allí donde nuestros hermanos son todavía hoy perseguidos duramente en diversas partes del mundo». En alusión al via crucis permanente que soportan los católicos chinos, Zen elevó a Dios una plegaria a Dios: «Por los sufrimientos de los mártires, bendice a tu Iglesia; que su sangre sea semilla de nuevos cristianos. Creemos firmemente que sus sufrimientos, aunque en un principio pueden parecer como una derrota completa, traerán la verdadera victoria a tu Iglesia».