Homilía del Cardenal Rouco Varela en la Festividad de la Virgen de la Almudena

Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:

1.  Desde hace muchos siglos, los madrileños «recibieron en sus casas» a la Santísima Virgen María, «Madre de Dios, Madre de la Iglesia, Madre de la gracia y de la misericordia, Madre de la esperanza y de la alegría santa» (Pablo VI). Sí, desde 1085 la recibieron como la Madre celestial de todos los hijos e hijas de Madrid bajo la advocación de Nuestra Señora de La Almudena. Fue aquel un año muy significativo para la historia de la España cristiana y, sobre todo, para la propia historia interna de Madrid: ¡un verdadero año de gracia!

La «Maternidad de María» es espiritual, pero no por ello menos real y menos perceptible que la maternidad física. Más aún, esa maternidad divino-humana de la Madre de Jesucristo, que nos la entregó en la persona del discípulo amado Juan, al pie de la Cruz, es la que confiere a la maternidad de nuestras madres la hondura del amor, propia y característica de la unión del esposo y de la esposa, que se convierte, sellada sacramentalmente, en una fuente de vida nueva y de nueva humanidad, dando la vida y educación cristiana a los hijos.

2.  Madrid ha reconocido a lo largo de toda su historia en ella, la Virgen Santísima, Nuestra Señora de La Almudena, la presencia invisible pero cercana y tierna de la «Madre de la gracia y de la misericordia, de la esperanza y de la alegría santa» en las alegrías y en las penas, en el dolor y en la enfermedad, en los momentos de esplendor y a la hora de nuestra muerte. El Voto de la Villa, que la Señora Alcaldesa ha renovado hoy en su Fiesta de este año 2012, es buena prueba de la permanente actualidad y vigencia de lo que podíamos llamar «la conciencia» y la «personalidad mariana» de este querido y viejo Madrid. El motivo del VOTO del 8 de septiembre de 1646, (que reza así: «Esta Villa VOTA la asistencia a la festividad de Nuestra Señora de La Almudena… perpetuamente para siempre jamás, esperando que este servicio le será muy agradable a la Virgen Santísima… y para el bien público de este Villa») fue agradecerle el que hubiese salvado de una grave inundación a los madrileños el año anterior. ¡En cuántas otras horas dramáticas de la historia de esta Ciudad, Villa y Corte, Capital de España, durante el pasado Milenio, la mediación maternal de la Virgen de La Almudena fue implorada, sentida y acogida como un amparo sobre-humano que aliviaba, que curaba, que daba vigor y fuerza espiritual al corazón para vencer al mal con el bien, la depresión y la tristeza con la esperanza, y para que la amenaza de derrota de lo verdadero y auténticamente humano fuese superada por la fuerza del amor verdadero! Esas horas de gracia y de triunfo sobre el pecado, raíz última de todo el mal que aflige al hombre, han sido incontables. Sin duda, la página más hermosa y, seguramente, la más indiscutiblemente gloriosa de la historia del Madrid moderno y contemporáneo sea la de sus numerosos mártires y santos. La Virgen nunca se alejó de las casas de los madrileños. Tampoco se aleja ahora, en estas circunstancias tan difíciles, dolorosas y sacrificadas de un presente dramático que nos envuelve a todos, incluso más allá de nuestras fronteras. Su Fiesta de hoy es una nueva señal suya para que no vacilemos en acudir a ella con la confianza de los hijos que se fían de su amor y de su protección maternal, oyendo la Palabra de su Hijo, celebrando el Sacramento del sacrificio y del banquete eucarísticos de su Cuerpo y de su Sangre −víctima libremente inmolada en la Cruz al Padre por nuestra salvación−, e implorándole su valimiento, acompañamiento e intercesión ante el Padre de las misericordias y Dador de todo consuelo en esta encrucijada histórica, tan crítica económica y socialmente, tan dolorosa para las familias y tan necesitada de que la verdad de la fe y la fortaleza de la auténtica esperanza ilumine, sostenga y anime a todos los madrileños y a toda España.

3.  Urge pues, el saber y el querer orar, pidiendo fervorosamente a la Virgen que nos ayude a superar, lo más pronto posible, esta crisis económica que está dejando sin trabajo a tantas personas; y, a tantas familias, sin casa y hogar: ¡que se encuentre sin tardanza una solución justa, equitativa y solidaria al problema angustioso de los desahucios que amenaza diariamente a no pocas! Una crisis económica que golpea al conjunto de los ciudadanos, pero lo hace muy gravemente con los más débiles y con los inmigrantes. En nuestra Declaración del pasado 3 de octubre, «Ante la crisis, solidaridad», los Obispos de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española advertíamos, entre otras cosas muy importantes para el bien común de España y de su futuro, que: «Los trabajadores se han mostrado dispuestos en no pocos casos a asumir restricciones laborales y salariales en aras de la supervivencia de sus empresas y del bien de todos», y que «hay que reconocer y agradecer el civismo y la solidaridad, ahora especialmente necesarios» y que, por su parte, «las autoridades han de velar por que los costes de la crisis no recaigan sobre los más débiles, con especial atención a los inmigrantes, arbitrando más bien las medidas necesarias para que reciban las ayudas sociales oportunas»(n. 3).

4.  Pidamos también a la Virgen que nos ayude a superar la crisis en aquellos aspectos más humanos, morales y espirituales en los que se juega la subsistencia misma de la familia, y sus bienes fundamentales: su unidad y fecundidad; unidad entre el padre y la madre y entre los padres y los hijos; la posibilidad de tenerlos y criarlos física, psicológica y espiritualmente, en su dignidad de hijos de Dios. Pidámosle con fervor que se salvaguarde la estabilidad fiel del amor conyugal entre la esposa y el esposo y su activa disponibilidad para abrirse generosa y abnegadamente al don de los hijos y a su madura y responsable educación: fruto natural de ese mutuo amor responsable del marido y de la mujer, siempre posible y practicable por la gracia de Dios, que nunca nos falta. ¡Que se asegure, pues, con efectividad jurídica y social, a todos los niños de Madrid y del mundo, que puedan contar y vivir con su padre y con su madre, en la medida de lo realmente posible! Se trata de uno de los derechos más fundamentales y primarios de la persona humana; en una palabra, del bien del ser humano más indefenso y de su porvenir, ligado estrechamente al futuro y al bien de la sociedad. Decíamos en la citada Declaración los Obispos españoles: «Sin la familia, sin la protección del matrimonio y de la natalidad, no habrá salida duradera de la crisis. Así lo pone de manifiesto el ejemplo admirable de solidaridad de tantas familias en los que abuelos, hijos y nietos se ayudan a salir adelante como es solo posible hacerlo en el seno de una familia estable y sana» (n. 14).

5.  Hemos de implorar muy intensamente, sobre todo, la protección maternal de María para los jóvenes −«los centinelas del mañana», en bella frase del Beato Juan Pablo II− víctimas principales de la crisis moral y de humanidad que nos invade. De la seriedad responsable y exigente, ejercida con amor en su trato y cuidado diario por sus padres y sus madres, de una renovación responsable del sistema educativo que lo ponga en condiciones pedagógicas personales y organizativas de disponibilidad objetiva y subjetiva para su educación integral, de la respuesta de las instituciones económicas, sociales y culturales y de las autoridades públicas para abrir nuevos caminos profesionales que les permitan el acceso al trabajo a su debido tiempo y a formas de tiempo libre sanas para el cuerpo y para el alma, depende decisivamente su destino y el nuestro: el de toda la familia humana. Los sucesos acaecidos recientemente en Madrid, en los que perdieron la vida cuatro de nuestras muy queridas jóvenes −Rocío, Katia, Cristina y Belén, ¡casi unas niñas!−, lo corroboran clamorosamente: ¡urge una verdadera conversión personal y ciudadana de la sociedad madrileña! Nuestra responsabilidad, la responsabilidad educativa y evangelizadora de la Iglesia −de sus hijos y de sus hijas−, cualitativamente mayor, es manifiesta. La llamada urgente a la conversión debe de comenzar por nosotros mismos. La Jornada Mundial de la Juventud, que celebrábamos con el Santo Padre y una inmensa riada de jóvenes de todo el planeta −dos millones aproximadamente− en gozosa «comunión» de fe, de esperanza y de amor fraterno, como una auténtica Fiesta que inundó de alegría verdadera su corazón y el nuestro, nos indica con luminosa claridad la dirección del buen camino para la pastoral juvenil del hoy y del mañana; y, a todos los agentes sociales de la diversión juvenil y del tiempo libre, las pistas apropiadas cultural y educativamente que les permitan crecer y madurar humanamente.

6.  Debemos de pedir finalmente a la Virgen de La Almudena con redoblado e insistente fervor que nos asista en el exigente, bello y vibrante empeño de «La Misión-Madrid» para que la crisis espiritual, latente y operante en la raíz misma de la crisis económica, social, cultural y moral, tan dolorosa e implacable, pueda ser superada por el anuncio y testimonio valiente y coherente de la fe en Jesucristo, con obras y palabras, respondiendo, como «servidores y testigos de la verdad», pronta y ardientemente a la llamada del Santo Padre Benedicto XVI a una nueva evangelización en el Año de la Fe. Entre los madrileños tampoco es desconocida la crisis de la fe en Dios y en quien se ha revelado, Jesucristo, el Redentor del hombre. No son pocos los que ignoran e incluso niegan a Dios y, muchos más, los que viven como si Dios no existiese. Y, no son menos, los que rechazan que Jesucristo sea el Hijo de Dios, hecho hombre para la salvación del hombre: «El no» a Dios hace imposible «el sí» a Cristo en la totalidad de su verdad divino-humana y, a su vez, «el no» a Cristo abre la puerta de la mente y del corazón para «el no a Dios» sin más dubitación y reserva intelectual y espiritual; e, inevitablemente, «el no» al hombre en su valor y dignidad trascendentes. Superar la crisis de la fe es de una importancia decisiva para que cada persona y la sociedad en su conjunto, España y Europa ¡Madrid!, encuentren la luz que ilumina el sentido de la vida, el verdadero futuro del hombre y de la historia y la fuerza que les permite superar «la crisis» de esta hora histórica y de todas las que puedan amenazar a la humanidad, sea cual sea el periodo de la historia en el que se esté viviendo. Benedicto XVI diagnosticaba la situación de la crisis europea en estrecha relación con la crisis de la fe en el discurso a la Curia Romana de la pasada Navidad (12.XII.2011) del modo siguiente: «El núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis de fe. Si no encontramos una respuesta para ella, si la fe no adquiere nueva vitalidad, con una convicción profunda y una fuerza real gracias al encuentro con Jesucristo, todas las demás reformas serán ineficaces».

7.  La fuerza transformadora de la fe se muestra especialmente viva y operante cuando los compromisos del amor de Cristo, en quien se cree, espera y ama, se convierten en obras de amor fraterno; que puede ser el oculto de las almas que oran y se sacrifican en el silencio de una comunidad de vida contemplativa o en el del propio hogar o lugar de trabajo y/o el público de la ayuda efectiva a los hermanos más necesitados. «Cáritas», diocesana y parroquial, y tantas obras de caridad de conocidas instituciones eclesiales son una de sus manifestaciones más conocidas y valiosas. «La fe sin la caridad −nos enseña el Papa en la Carta Apostólica «Porta Fidei»− no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda» (PF, 14).

Nuestra oración en el día de la Fiesta de Nuestra Señora, la Real de La Almudena, Patrona y Madre nuestra, podrá culminar en el ruego ferviente de que en este curso pastoral, ya comenzado, la fe, la vida y las obras de los hijos e hijas de la Iglesia en Madrid y en toda España haga notar a toda la sociedad que «la morada de Dios con los hombres», de lo que habla el vidente del Apocalipsis, se ha iniciado ya; que «acampará entre ellos», que «serán su pueblo, y Dios estará con ellos»; que «enjugará las lágrimas de sus ojos» y que la muerte de las almas y el llanto, el luto y el dolor de los hombres pasará, porque Cristo, el Señor nos dirá: «Todo lo hago nuevo» (Ap 21, 3-5a).

Amén.

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