La evangelización de los jóvenes ante la
‘emergencia afectiva’
Don Carlos Osoro abrió ayer la reflexión de este Primer Congreso Nacional de Pastoral Juvenil, centrando nuestra mirada en Cristo: «Para ti la vida es Cristo». Ciertamente esa es la clave de nuestra implicación en la Pastoral Juvenil; y a partir de ahí, cualquier cosa que podamos decir los demás ponentes, será un eco de la gran noticia de Cristo, libertador y sanador de los jóvenes.
Solemos repetir con frecuencia que para poder dirigirnos al joven de nuestros días, necesitamos primero conocerle. Pero, ¿cómo le podemos llegar a conocer? La tentación sería recurrir exclusivamente al estudio sociológico o a las encuestas: «¡Vamos a ver cómo están los jóvenes de hoy...!» Ciertamente eso es necesario, y basta ver el vídeo precongresual producido por Juan Manuel Cotelo, que se ha difundido con tanto éxito por las redes, con el título de «También vosotros daréis testimonio». En él se aborda con realismo y sin miedo a la verdad, la situación de partida ante el hecho religioso del joven actual.
Pero si queremos conocer al joven de nuestros días, tenemos que ir más allá del dato sociológico. Necesitamos conocer en profundidad a Jesucristo, ya que solo en Cristo conoceremos en profundidad al joven. Esta clave teológica es importantísima para poder interpretar lo que nos dicen las encuestas. Y aunque soy consciente de que a quienes no tengan fe les costará entenderlo, conviene recordar que esta convicción enlaza con lo mejor de nuestra tradición espiritual. Por ejemplo, en el Siglo de Oro Español decía la propia Santa Teresa de Jesús: «A mi parecer, jamás acabamos de conocernos si no procuramos conocer a Dios».
Hace cincuenta años los padres conciliares reunidos en el Concilio Vaticano II, proclamaban: «Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, el Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del hombre.» (‘Gaudium et Spes’ nº 10). Pues bien, medio siglo después, este Congreso de Pastoral Juvenil reunido en Valencia, vuelve a reconocer y a proclamar: ¡En Cristo, y sólo en Él, se revela y se descubre el corazón del joven!
Uno de los motivos principales por el que nos está costando tanto que el Evangelio resuene en el corazón de los jóvenes, es porque nosotros mismos tenemos todavía un déficit importante para llegar al Corazón de Cristo, y conocer en Él su designio de misericordia hacia todos nosotros, jóvenes evangelizadores y jóvenes evangelizados. Y es que verdaderamente necesitamos conocer la realidad joven desde Cristo y en Cristo, porque como decía San Bernardo: «El desconocimiento propio genera soberbia, pero el desconocimiento de Dios genera desesperación».
Pues bien, partiendo de la convicción de que podemos conocer el corazón del joven a la luz del Corazón de Cristo, vamos a plantearnos en esta segunda ponencia cómo está ese corazón y cuáles son las heridas afectivas que sufre una buena parte de la juventud en España; y qué respuesta propone la Iglesia en su Nueva Evangelización, ante esta emergencia afectiva… No dudemos de que la emergencia afectiva que padece esta generación, nos ofrece una oportunidad única para recordar a todos los jóvenes que «Dios es amor», y que hemos sido creados con una vocación a la comunión de amor, que necesitamos descubrir para alcanzar nuestra plenitud.
Por su parte, Mons. Stanisław Ryłko, Presidente del Consejo Pontificio de Laicos, nos hablará mañana por la mañana, Dios mediante, de la evangelización de los jóvenes, desde el punto de vista del reto planteado por la emergencia educativa. Por la Revelación conocemos que «Dios es la Verdad»; por lo cual, la presente crisis educativa –hija y madre, al mismo tiempo, del actual relativismo– requiere de la fe para su sanación y superación. Pero no es mi intención la de pisarle el terreno al Cardenal Ryłko, sino simplemente la de mostrar la complementariedad de las dos ponencias. Tanto la voluntad como el entendimiento de muchos jóvenes y adultos contemporáneos, padecen profundas heridas que les dificultan conocer el verdadero rostro de Cristo; y paradójicamente, necesitan del mismo Jesucristo para ser sanadas. ¿Quién nos liberará de esta contradicción aparentemente irresoluble? Invocamos para ello a Santa María, Reina y Madre de los jóvenes.
¿Cuáles son los daños principales que la cultura moderna y postmoderna ha generado y genera en la afectividad de los jóvenes? ¿Cómo presentar el Evangelio liberador, en el marco de una Nueva Evangelización, para llegar a sanar esas heridas y volver a nacer en Cristo?
Primera herida: NARCISISMO
Definido sin tecnicismos psicológicos, sino en un lenguaje a medio camino entre la antropología, la moral y la teología espiritual, el narcicismo es el quedarse encerrado en la contemplación de uno mismo.
El conocido mito griego nos narra que una ninfa se enamora de Narciso, y este no le corresponde. Mientras huía de ella, se queda pasmado ante su propia imagen reflejada en las aguas de un río, y se enamora perdidamente de sí mismo, lo que le lleva a lanzarse al agua y morir ahogado.
En definitiva, el narcisismo es considerado como la incapacidad, o cuando menos una seria dificultad, de amar a un ‘tú’ distinto de uno mismo. El narcisismo está ligado a la hipersensibilidad, a la absolutización de los sentimientos y temores, a la percepción errónea de que todo en la vida gira en torno a uno mismo…
Por el contrario, la Revelación judeo-cristiana nos ha mostrado en la práctica que amar es siempre un éxodo. La Historia de la Salvación es la historia de la llamada que Yahvé hace a su pueblo a vivir en plenitud; para lo cual es necesario salir de nuestro propio entorno, ir en busca de una tierra nueva, distinta, desconocida, caminando con la confianza propia de quien tiene la firme esperanza de que Dios quiere nuestra felicidad.
Difícilmente se podrá superar la herida del narcisismo si nos olvidamos del Dios que nos ha creado –hombre y mujer- a su imagen y semejanza, llamándonos a la comunión en el amor. Hombres y mujeres somos distintos y complementarios. Y de esta forma llegamos a entender que amar es promover el bien que hay en el otro; siendo esto incompatible con la tendencia narcisista que pretende ‘poseer’ al prójimo, asimilándolo a uno mismo, hasta el punto de hacerlo desaparecer.
Es muy interesante comprobar que en alguna de las distintas versiones de este mito griego, se narra que la tragedia de Narciso comenzó a gestarse desde el mismo momento de su concepción, ya que fue fruto de una violación. Narciso arrastra esa herida –hoy en día diríamos que arrastra la herida de saberse un hijo no deseado– y a lo largo de toda su vida va dando tumbos, intentando inútilmente sobreponerse a su sufrimiento, con la táctica de huir hacia adelante. En efecto, se dedica a provocar a hombres y mujeres, mortales y dioses; a suscitar pasiones, a las cuales luego no consigue responder por su incapacidad de amar y de reconocer al otro.
¡¡Es sorprendente descubrir que en un mito de hace más de dos mil años, anterior a la llegada de Jesucristo, se pueda reconocer con tanta exactitud las heridas del joven de nuestros días, o digámoslo con mayor precisión, del hombre y de la mujer de nuestros días!!
Tal vez podríamos resumir el drama de la emergencia afectiva –en contraste con el avance vertiginoso de las tecnologías– con el siguiente hecho: en lo tocante a la búsqueda de la felicidad, no parece que avancemos mucho; y a veces incluso –así lo señalan nuestros mayores– parece como si retrocediésemos. El móvil del joven es de última generación, pero su corazón se asemeja a la tortuga de la aporía de Zenón («Aquiles y la tortuga»): ésta no parece terminar nunca de llegar a la meta… a la meta del amor.
El narcisismo suele tener dos manifestaciones que parecen –sin serlo– contradictorias. En los momentos de euforia, el Narciso actual tiene la ridícula pretensión de ocupar en cualquier escenario el puesto de la ‘novia de la boda’ o del ‘niño del bautizo’. Pero en los momentos de depresión –que cada vez son más frecuentes–, nuestro Narciso se consuela y hasta se complace con ser el ‘muerto del entierro’.
Esto último es muy frecuente: considerar siempre como insuficiente lo que se recibe de los demás, ser un mendigo perpetuamente insatisfecho. Paradójicamente, se busca ansiosamente la realización personal por medio de la lamentación victimista… («¡Nadie me hace caso!», «¡Todo me toca a mí!», «¡Soy un incomprendido!», etc).
Pero aunque las formulaciones sean diferentes en un momento de ‘subidón’ o de ‘bajonazo’, en un contexto de ‘boda’ o de ‘entierro’; se respira siempre por la misma herida afectiva, buscando ansiosamente aprecio, reconocimiento, elogio, admiración…
Pues bien, sin la sanación del narcisismo es imposible conocer, amar y –sobre todo– seguir a Jesucristo, en profundidad y en coherencia; y en último término, ser feliz. Sin la sanación del narcisismo es imposible la entrega generosa, que es un aspecto clave en el Evangelio. Cuando el mensaje de Cristo se recibe en su totalidad y no de una forma fragmentada, nos educa a no ser unos quejicas, a ser positivos y agradecidos, a no autocontemplarnos con una insana y excesiva preocupación por la imagen, a no pretender ser siempre especiales ante los demás, a no ser hipersensibles a las críticas…
Pues bien, ¿en qué deberíamos incidir especialmente en este momento, en el que dirigimos la Nueva Evangelización a los jóvenes, de forma que seamos efectivos en la sanación de la herida del narcisismo, y hagamos posible la generosidad en el seguimiento a Cristo? Vayamos por partes:
A.- El anuncio del amor de Dios funda la autoestima: En el pensamiento popular, con frecuencia se considera equivocadamente que el narcisismo es un exceso de autoestima. Pero no es así; como hemos señalado anteriormente, el autodesprecio no suele ser sino una manifestación más del narcisismo. En realidad, lo opuesto al narcisismo no es el autodesprecio, sino más bien una equilibrada autoestima. Lo cual quiere decir que la sanación del narcisismo pasa por una educación en un sano y equilibrado amor a uno mismo. Es más, dicho ‘amor a uno mismo’ (‘autoestima’, que diríamos hoy), es la medida indicada por Cristo para tomarla como referencia a la hora de amar al prójimo («Amarás al prójimo como a ti mismo»).
El Evangelio nos habla de la abnegación y del olvido de nosotros mismos, como condición para seguir a Cristo. Pero para poder ejercitar tal cosa es necesario estar fundado en una experiencia viva y actualizada del valor que tenemos ante los ojos de Dios. No olvidemos que la autoestima no proviene de hacer muchas cosas, ni de lograr éxitos, ni de la apariencia física, sino de saberse amado. Sin duda alguna, uno de los motivos principales de la falta de autoestima en nuestra cultura, es la crisis de la familia, unida a la falta de conciencia del amor personal e incondicional que Dios nos tiene. Y por ello, el anuncio del infinito amor de Dios a cada persona, está llamado a ser la columna vertebral de la Evangelización a los jóvenes.
El joven –o mejor, ¡vamos a mirarnos todos en este espejo!–, cada uno de los aquí presentes, sufrimos mucho por la fluctuación de nuestros sentimientos. Tenemos el riesgo de valorarnos según el juicio ajeno, de hundirnos por un comentario o por un fracaso, etc. ¡Es un auténtico drama que nuestro estado de ánimo se parezca a los vaivenes de la bolsa o a la montaña rusa! ¿Cómo encontrar un punto emocional estable, sólido y firme?
La respuesta, de nuevo, la tenemos en la Redención llevada a cabo por Jesucristo. El valor del hombre es grande, como el de la misma sangre de Cristo. Cuando nos encontremos ante la tentación de minusvalorarnos o de autodespreciarnos, es el momento de recordarnos que «Dios no hace basura», aunque a veces tengamos la tentación de vernos así cuando nos miramos al espejo. Dios ha entregado su vida por cada uno de nosotros; por ti, por mí… que a veces nos creemos el centro del universo, y otras veces nos percibimos a nosotros mismos como puro desperdicio.
Nuestra autoestima no puede depender de que otros hablen bien o mal de nosotros, ni siquiera de que las cosas nos salgan mejor o peor… Es indudable que siempre estimaremos los comentarios positivos de los demás, y que nos alegrarán nuestros logros y pequeños triunfos; pero la consideración real y última del valor de nuestra vida no puede fundamentarse en ello. De lo contrario, seríamos –como tantas veces observamos en esta cultura narcisista– «mendigos de la afectividad», en lugar de «vocacionados al amor».
Cristo crucificado es la medida exacta de lo que cada uno de nosotros valemos para Dios. No se trata de entenderlo solo en la teoría, sino de interiorizarlo y personalizarlo, haciendo de ello nuestro carnet de identidad. Sin esta fe, sería literalmente imposible la abnegación de uno mismo, y estaríamos condenados a la esclavitud del narcisismo. La abnegación y el olvido de sí, en el sentido en el que los predica Cristo en el Evangelio, presuponen el amor a uno mismo.
Quien tiene la experiencia de ser amado incondicionalmente por Dios, se encuentra a sí mismo, y es entonces cuando puede olvidarse de sí mismo en cada relación con los demás; pero no por un afán de autodespreciarse, sino porque se siente sobrado de aprecio y conciencia del amor incondicional recibido de Dios.
B.- Espiritualidad equilibrada (mística-ascética): El Evangelio de Jesucristo nos presenta y propone la mística del amor, que integra una ascética del olvido de nosotros mismos y la oblación generosa. Tal vez, en las últimas décadas no hayamos subrayado suficientemente esto último (de forma similar a como anteriormente pudimos caer en un moralismo que no subrayaba suficientemente la dimensión mística). Los pasajes evangélicos que se resalta esta dimensión ascética son muchos e importantes: «El que quiera seguirme, que cargue con su cruz y me siga», «El que no está conmigo, está contra mí», «No podéis servir a dos señores», «El que busque su vida la perderá, pero el que la pierda por mí la encontrará»… Es decir, el Evangelio nos presenta la abnegación de uno mismo, como indispensable para la propia madurez y para poder abrirse al encuentro con Dios.
Me atrevería a decir que la mayoría de quienes asistimos a este Congreso de Pastoral Juvenil hemos sido educados desde nuestra infancia en una lectura del Evangelio caracterizada por la centralidad de la parábola del Hijo Pródigo. Sin duda alguna, la parábola del Hijo Pródigo nos ha ayudado a subrayar la iniciativa del amor de Dios, en la cual se fundamenta y se sostiene la posibilidad de nuestra conversión. En efecto, el amor incondicional de Dios es el que capacita al hombre para hacer de su vida una respuesta generosa.
Ahora bien, creo que en el contexto de esta crisis afectiva en la que nos encontramos, no es suficiente proclamar el ideal del amor, sino que es necesario profundizar en los pasajes del Evangelio en los que la escuela del amor es el Corazón de Cristo: ¿Cómo amar sin confundirlo con nuestro amor propio? ¿Cómo dejar de ser un quejica y un egoísta? ¿Cómo encaminarnos hacia el milagro del olvido de nosotros mismos –que nos parece más difícil que el de la sanación del ciego de nacimiento, la multiplicación de los panes o caminar sobre las aguas del lago de Tiberíades–?
En efecto, no hay mística sin ascética, ni ascética sin mística. Y en mi opinión, el lugar del Evangelio en el que la mística y la ascética se unen es la Cruz de Cristo. La Pasión de Cristo es pura mística y pura ascética, al mismo tiempo. Pienso que la mayor aportación que podemos hacer para sanar las heridas afectivas de los jóvenes de nuestra generación, de forma que estén capacitados para el amor, es presentarles la Pasión de Cristo, pero no sólo como el lugar en el que se revela el amor divino, sino también como la escuela del amor humano.
Tal vez hayamos tenido en las últimas décadas un importante déficit en la predicación sobre la Cruz de Cristo. Y no me refiero únicamente a la predicación del kerigma, sino a su aplicación práctica en la pedagogía, en el acompañamiento espiritual, etc. Sin la escuela de la Cruz de Cristo, el anuncio de la Resurrección se reduce a un hermoso mensaje de consolación, que resulta incapaz de sanar nuestras heridas y de movernos al amor. No podemos olvidar que cuando hablamos de ‘resurrección’, estamos hablando siempre de ‘Resurrección del Crucificado’.
C.- Entre el ‘idealismo’ y el ‘realismo’, «acompañamiento espiritual»: También creo necesario hacer hincapié en un aspecto importante para la sanación de esta tendencia narcisista que, en mayor o menor medida todos padecemos: «la aceptación humilde de la realidad». En efecto, a veces suele ocurrir que el narcisista tiende a refugiarse en la utopía, o tal vez deberíamos matizar que intenta escudarse en ella. ¡Es recurrente la pretensión de justificar una actitud de descontento y de queja permanente, con un falso recurso a los sueños utópicos!
Pero el camino del Evangelio nos ha enseñado a aspirar más alto, sin despegar para ello los pies del suelo. El cristiano no puede permitirse perder tiempo y energías en quejas y lamentos estériles. La aceptación de la realidad con sentido cristiano, no nos impide aspirar a cambiarla. Es más, la aceptación de la realidad, es un presupuesto indispensable para poder aplicarnos en su transformación. Fue Unamuno, quien en medio de sus luchas de fe, dijo: »El que quiere todo lo que sucede, consigue que suceda cuanto quiere. ¡Omnipotencia humana por la aceptación!. En definitiva, el narcisista quiere cambiarlo todo menos a sí mismo. Mientras que el cristiano aspira a cambiarlo todo, pero empezando por uno mismo.
Pues bien, el Sacramento de la Penitencia y el acompañamiento espiritual se nos muestran como especialmente importantes y necesarios para conjugar nuestros ‘ideales’ con nuestra ‘realidad’. En efecto, para que el idealismo del corazón del joven no se reduzca a unos sueños utópicos que concluyen bruscamente al afrontar las responsabilidades de la vida, es importante entender que no hay verdadero idealismo si no parte de la propia conversión. Esto es precisamente lo que le ocurrió a la generación utópica del ‘Mayo del 68’. Su idealismo se tradujo más en una queja contra el sistema político, que en un esfuerzo por la propia renovación.
En el ideal cristiano, el máximo de utopía convive junto al máximo de realismo. No se trata de huir de nuestra vida cotidiana y rutinaria, sino de vivir lo ordinario de forma extraordinaria. Se trata de abrazar la propia realidad –nuestros estudios, las relaciones con la familia, el trabajo…–, esa que a veces nos parece demasiado material e inmediata, pero que es precisamente donde sale el Señor a nuestro encuentro: «Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo», dijo Jesús resucitado. «Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo» (cf. Lc 24, 39).
D.- La presencia de Cristo en los pobres nos evangeliza: En esta pedagogía evangélica para la sanación del narcisismo y para la educación en la entrega generosa, quisiera subrayar algo importante. Me refiero a la potencialidad sanadora que pueden tener en el corazón de los jóvenes las experiencias de acercamiento al sufrimiento del prójimo.
En efecto, una de las mejores formas de superar ese narcisismo que nos lleva a ser unos ‘victimillas’ o unos ‘quejicas’, es precisamente acercarse a conocer a las verdaderas víctimas, es decir, a los ancianos que viven en soledad, enfermos psíquicos que son esquivados e ignorados por la sociedad, usuarios de los comedores de emergencia, pobres del Tercer Mundo… Se trata de una auténtica terapia de choque, que puede llegar a ser muy efectiva para la sanación de nuestro narcisismo y para la educación en el amor generoso. En las últimas décadas hemos podido comprobar el gran bien recibido en el corazón de los jóvenes que han participado en experiencias como son: campos de trabajo, grupos de apoyo a proyectos misioneros, voluntariado en África u otros lugares, etc. Es obvio que numéricamente se trata de una minoría en medio del conjunto de los jóvenes, pero su experiencia constituye un referente importante para la Pastoral Juvenil.
Por otra parte, la misma experiencia nos indica la conveniencia de acompañar adecuadamente estas inserciones en el mundo del dolor y de la marginación. No es la mera pobreza la que educa el corazón del joven, sino la posibilidad de descubrir a Cristo en toda situación de sufrimiento. Es Él quien sale al encuentro de los que salen al encuentro de los sufrientes. Es decir, si bien es plenamente cierta la expresión de que ‘los pobres nos evangelizan’, no debemos olvidar la importancia de descubrir a Cristo presente en los pobres y marginados, para que pasemos de la teoría a la experiencia contrastada.
Segunda herida: PANSEXUALISMO
Una segunda característica de nuestro tiempo y de nuestra cultura es el fenómeno del pansexualismo o del hipererotismo ambiental que invade prácticamente todos los ámbitos y espacios. Parece como si viviéramos una ‘alerta sexual’ permanente, que condiciona lo más cotidiano de la vida. El bombardeo de erotismo es tal que facilita las adicciones y conductas compulsivas, provoca innumerables desequilibrios y la falta de dominio de la propia voluntad, hasta el punto de hacernos incapaces para la donación. Es obvio que la fe y la religiosidad se ven seriamente comprometidas, en la medida en que jóvenes y adultos no sean capaces de mantener una capacidad crítica ante una visión fragmentada y desintegrada de la afectividad, la sexualidad y el amor. No es nada fácil vivir en coherencia los valores evangélicos en medio de una cultura dominada por el materialismo y el hipererotismo. Es más, ocurre que como hay muchos jóvenes que han nacido y crecido en este contexto cultural pansexualista, llegan a percibirlo como normal. Es lo que le ocurre a quien ha nacido y vivido a seis mil metros de altura: se ha acostumbrado a esa presión atmosférica. Pero aunque él no lo perciba subjetivamente, la presión atmosférica en la que vive, afecta objetivamente a su organismo y a su salud.
Por ello, para poder percibir la herida afectiva de nuestra generación, es necesario partir de un profundo conocimiento antropológico y teológico de la vocación al amor que todos hemos recibido y llevamos grabada en lo más hondo de nuestro corazón. Para ello os invito a leer los diversos documentos del Magisterio de la Iglesia; el más reciente de ellos, publicado por la CEE, se titula «La verdad del amor humano. Orientaciones sobre el amor conyugal, la ideología de género y la legislación familiar» (2012).
La Iglesia no se cansa de predicar que el origen del amor no se encuentra en el hombre, ya que la fuente originaria del amor es el misterio de Dios mismo, que se revela y sale al encuentro del hombre. A partir de ese amor originario entendemos que cada uno de nosotros hemos sido creados para amar, y que el amor humano es una respuesta al amor divino. Aprender a amar consiste, en primer lugar, en recibir el amor, en acogerlo, en experimentarlo y hacerlo propio. Creer en el amor divino es vivir con la esperanza de la victoria del amor. Al mismo tiempo, la Iglesia enseña que la verdad del amor está inscrita en el lenguaje de nuestro cuerpo. En efecto, el hombre es espíritu y materia, alma y cuerpo; en una unión sustancial, de forma que el sexo no es una especie de prótesis en la persona, sino que pertenece a su núcleo más íntimo. Es la persona misma la que siente y se expresa a través de la sexualidad, de forma que jugar con el sexo, es jugar con la propia personalidad.
En consecuencia, la Iglesia no se ha limitado a predicar la belleza teológica de la vocación al amor, sino que también ha realizado una denuncia profética de las graves deformaciones que se han producido en torno a la llamada ‘revolución sexual’ de «Mayo del 68». Es especialmente interesante, en lo que a este punto se refiere, la Instrucción Pastoral de la CEE, que lleva el título de «La familia, santuario de la vida, esperanza de la sociedad» (2001). En nuestra cultura se ha perdido en buena parte el sentido y el valor de la sexualidad. ¿Cómo ha ocurrido esto? El documento lo describe de la siguiente forma:
En primer lugar se produjo un ‘divorcio’ entre sexo y procreación: La difusión de la anticoncepción fue determinante para provocar este –digamos– ‘divorcio’ entre sexo y procreación. En muy poco espacio de tiempo, la utilización masiva de los anticonceptivos terminó por cambiar la mentalidad de la sociedad frente a la sexualidad. La relación sexual ya no significa abrir la puerta a la vida. Se banaliza el gesto sexual, pasando a ser un gesto sin densidad y sin trascendencia, incluso llegando a convertirse en una mera diversión, un juego. Más aún, con el tiempo, ni la relación sexual se identifica con la vida, ni tampoco la vida se identifica necesariamente con la relación sexual. La ‘fecundación in vitro’ es la que termina de completar el desgaje entre sexo y procreación.
Después vino el ‘divorcio’ entre amor y matrimonio: De la mano del primer ‘divorcio’ entre sexo y procreación, vino el segundo ‘divorcio’ entre amor y matrimonio. Se argumentó diciendo que el amor es una realidad demasiado hermosa y grande como para encerrarla en el estrecho marco de la normativa jurídica. El «Mayo del 68» llama ‘fríos papeles grises’ a ese contexto legal que no hace otra cosa que proteger a los débiles: a la madre y sobre todo, al niño. Sin embargo, la mentalidad liberal-anárquica de «Mayo del 68» llega a presentar el matrimonio como la tumba del amor. ¿Por qué iba a ser necesario un contrato jurídico para vivir un encuentro sexual cuando dos se aman?
Finalmente se produjo un tercer ‘divorcio’ entre sexo y amor: Merece la pena detenerse un poco para percibir el cambio tan enorme que ha dado la sociedad española en no mucho tiempo. En el momento presente la gran mayoría de las parejas conviven antes del matrimonio. Y también, cada vez son más numerosas las que conviven sin necesidad de casarse nunca. La mera convivencia ha llegado a ser una forma práctica de ahorrarse los trámites del divorcio. Pero claro, con el paso del tiempo el divorcio entre amor y matrimonio, ha terminado derivando en el divorcio entre sexo y amor. Parafraseando un título cinematográfico: «¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?».
Cuando yo era joven –¡que conste que no hace tanto tiempo!– en lo que entonces era la reivindicación liberal de nuestra generación, se clamaba contra la moral católica, por su pretensión de retardar la relación sexual hasta después del matrimonio. El grito de guerra era: «¡Si se quieren, si su amor es sincero, ¿por qué tienen que esperar a casarse?!». Pero, fijaos bien, que ahora hemos pasado del «si se quieren» al «aquí te pillo, aquí te mato», como una vivencia generalizada en las relaciones sexuales entre los jóvenes, y no tan jóvenes… La sexualidad ha dejado de ser la expresión de la entrega total de dos personas que se aman, para pasar a ser un instrumento de diversión, e incluso, un instrumento para hacerse daño el uno al otro. Esto último, lo de utilizar el sexo para vengarse o hacerse daño, es muy frecuente: «si él ha jugado conmigo, yo también sabré jugar con otros. No voy a volver a sufrir de esta manera, no me volverán a hacer daño. Simplemente me divertiré con ellos».
En resumen, la concatenación de ‘divorcios’ o ‘rupturas’ en la antropología del amor, ha llevado a que el amor deje de informar la sexualidad desde dentro. El sexo tendría sentido por sí mismo, dejando ya de ser un vehículo del afecto y del amor. Esta ruptura entre el lenguaje sexual del cuerpo y el amor, es una distorsión que incapacita claramente para la fidelidad. Toda esta deriva concluye en una gran dificultad psicológica y moral para vivir la vocación al amor en fidelidad, que –no lo dudemos– es lo único que puede hacernos felices.
Tenemos que reseñar todavía una dificultad añadida: Según el Ministerio de Salud Pública, la edad de comienzo en el consumo del alcohol son los 13 años. Es obvio que el consumo del alcohol está directamente vinculado a eso que se llama ‘el rollo’, ‘pillar cacho’. El recurso al alcohol suele conllevar la anulación del sentido del pudor, y la desinhibición de los principios morales.
Pero es que además, la infidelidad no sólo impide establecer relaciones de amor duraderas, sino que va más allá, ¡impide construir la propia personalidad! La cultura del ‘rollo’ termina provocando una crisis muy grave, porque llega a sembrar la idea de que la libertad se identifica con no comprometerse; es decir: la fidelidad implicaría esclavitud, mientras que la infidelidad implicaría libertad.
Pues bien, volvemos a preguntarnos en esta «segunda herida», como hicimos en la primera del narcisismo: ¿En qué deberíamos incidir especialmente en este momento en el que queremos dirigir la Nueva Evangelización a los jóvenes, de forma que podamos ayudar en la sanación de la herida del pansexualismo o de la impureza, y contribuyamos a hacer posible la vivencia gozosa de la castidad en el seguimiento de Cristo? Vayamos por partes:
A.- Rescatar la virtud de la castidad de su impopularidad: El Bautismo nos configura con Jesucristo –Sacerdote, Profeta y Rey–, haciendo de nosotros un pueblo de sacerdotes, profetas y reyes. La dimensión profética es la columna vertebral en este Congreso de Pastoral Juvenil («Id y proclamad»). La dimensión sacerdotal la estamos expresando en cada una de las celebraciones litúrgicas en las que todos, en plena expresión de comunión, glorificamos al Dios misericordioso («Alabad al Señor toda la tierra»). Y la dimensión ‘real’ del Bautismo… ¿en qué consiste y cómo la expresamos?
La tesis que queremos exponer es que la virtud de la castidad es una de las virtudes decisivas para poder vivir en verdad la realeza bautismal. En efecto, el cristiano no es alguien arrastrado por sus pasiones, sino que participa del señorío de Cristo, lo cual le permite ser dueño de sí mismo; gobernar sus tendencias pasionales, poniéndolas al servicio de los demás, para gloria de Dios. Para poder ‘darse’, primero hay que ‘poseerse’. Nadie puede decir en verdad a Dios «Señor, aquí me tienes, soy todo tuyo», si no se ha tomado en serio la batalla de la realeza cristiana, es decir, la batalla de la castidad, entre otras cosas. Es importante que transmitamos a los jóvenes que la conquista del mundo pasa por la conquista de uno mismo. Y en esta ‘batalla’ interior, la castidad consiste en poner en orden y en sintonía lo que expresa el lenguaje corporal sexual, con la autenticidad del afecto y del amor expresado. Por ello, alguien dijo que la castidad está muy ligada a la sinceridad. Es importante que la Pastoral Juvenil aborde la educación de la juventud en la transparencia en las relaciones afectivas; sin caer en el juego de la seducción, tan en boga hoy en día, como si la realización personal pasase por completar el álbum de cromos, o por recontar las muescas del revólver.
La virtud de la castidad es liberadora, y totalmente necesaria para capacitarnos en las relaciones afectivas estables, maduras y verdaderas. Con muchísima frecuencia, los jóvenes que viven en impureza, no lo hacen por una decisión libre y voluntaria, sino por la esclavitud que genera la dinámica de la lujuria. Incluso cuando un joven se decide a seguir a Cristo con todas las consecuencias, no le resulta tan fácil romper definitivamente con todos sus hábitos de impureza anteriores. La explicación es sencilla: el cuerpo tiene ‘memoria’; es decir, es una máquina registradora de sensaciones y pide su ‘tributo’. La batalla por la castidad puede ser a veces una batalla larga. En estas ocasiones hay que aplicar la máxima: «No hacer las paces con la tentación, pero tampoco perder la paz por verse tentado». La batalla puede ser larga, pero merece la pena luchar; con la santa rebeldía de quienes no se conforman con menos que con la bienaventuranza de Cristo: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios»
B.- Cursos de formación afectivo-sexual: La acción social de la Iglesia se ha ido adecuando a las necesidades de la sociedad en el correr de los siglos. En el Alto Medievo se fundaron algunas órdenes religiosas para defender a los peregrinos de salteadores y bandidos. Se levantaron hospitales allí donde eran necesarios, entre otras cosas porque los reyes y poderosos estaban exclusivamente dedicados a las guerras, y olvidados de otras necesidades. En tiempos de la Reconquista, en la Iglesia surgieron algunos carismas destinados a rescatar a los cautivos (¡redimir a los cautivos en el sentido literal del término!). En la Baja Edad Media la Iglesia dio a luz las universidades (no olvidemos que las primeras universidades europeas eran eclesiales). ¡Qué decir de San Juan de Dios y de su carisma hospitalario! Y más reciente es la proliferación de la enseñanza en la marginalidad de los cinturones industriales (¡cómo olvidarnos de San Juan Bosco, auténtico hito en la Pastoral Juvenil!).
Y en el momento presente, ¿cuáles pueden ser las grandes aportaciones sociales de la Iglesia? Al igual que en toda su historia, la Iglesia dirige su acción social allá donde estén las carencias de cada momento histórico. Pues bien, una de las grandes carencias de nuestra España moderna es, sin duda, la educación en el amor humano. La felicidad de nuestros jóvenes depende en buena medida de ello, del descubrimiento del verdadero sentido del amor humano, y de la educación para la madurez afectivo-sexual. No voy a citar nombres de las diversas iniciativas que ya están en marcha, pero son muchas y bien orientadas. Tal vez no exista todavía la suficiente coordinación entre la Pastoral Familiar, la Pastoral Educativa y la Pastoral Juvenil, para vehicular una buena oferta de educación afectivo-sexual, pero es una tarea que debemos abordar y trabajar.
C.- Educación en la belleza: Es obvio que la Iglesia en el momento presente ya no es la mecenas del arte que fue en el pasado. Así como en el Renacimiento los artistas rondaban los obispados, buscando encargos y encomiendas para expresar su arte; en la actualidad se acercan a los Ministerios, Consejerías y Concejalías de cultura y arte… Sin embargo, también en este campo, creo que la Iglesia está llamada a realizar una labor subsidiaria muy importante: educar en el gusto por la belleza.
Uno de los dramas de nuestros días –muy unido a la herida de la impureza– consiste en reducir los cánones de la belleza a un modelo corporal erótico, que está muy lejos de ser expresión de la interioridad del ser humano y de su riqueza espiritual. (Los más ‘carrozas’ recordaremos aquella canción de Ricardo Cocciante titulada ‘Bella sin alma’). El cuerpo deja de ser el icono del alma, para pasar a ser una incitación de nuestras pasiones.
Ciertamente, la Iglesia ya no puede ejercer de mecenas del arte, en el sentido económico del término. Pero existe otro tipo de mecenazgo más determinante, que es la conjunción de los tres transcendentales: belleza, bondad y verdad. En efecto, estamos plenamente convencidos de que «la belleza es el esplendor de la verdad», al mismo tiempo que «la santidad es la belleza absoluta».
Conjuntamente con las tradicionales vías racionales para el conocimiento de Dios, la Iglesia siempre ha sostenido otro tipo de vías existenciales, como es el caso de la llamada «Via Pulchritudinis», es decir, la belleza como camino para descubrir a Dios. Ciertamente, nosotros creemos que la belleza es «aparición» y no «apariencia». En realidad, «lo primero que captamos del misterio de Dios no suele ser la verdad, sino la belleza» (Von Balthasar). La belleza es una clave fundamental para la comprensión del misterio de la existencia. Encierra una invitación a gustar la vida y a abrirse a la plenitud de la eternidad. La belleza es un destello del Espíritu de Dios que transfigura la materia, abriendo nuestras mentes al sentido de lo eterno.
Nuestro querido Papa, Benedicto XVI, está insistiendo especialmente en esta «vía de la belleza», como parte del camino de la Iglesia en esta Nueva Evangelización. También él parece convencido de la expresión de Dostoievski: «La belleza salvará al mundo». Pero nosotros no identificamos la belleza con la «guapura», con lo «atractivo», con lo «placentero»… En realidad, la belleza no es para nosotros una mera experiencia estética. En realidad, el concepto pleno y consumado de la belleza se identifica con la misma «santidad».
Tercera herida: DESCONFIANZA
¿En qué sentido la desconfianza puede calificarse de ‘herida afectiva’? Obviamente, en sí misma considerada, la desconfianza no tiene por qué ser una herida afectiva, sino más bien un pecado contra el Primer Mandamiento de la Ley de Dios, que nos dice: «Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con todo tu ser».
Pero una cosa es el pecado de desconfianza, y otra muy distinta es el llamado ‘síndrome de desconfianza’, el cual supone ‘inseguridad en uno mismo’, acompañado de una notable dificultad para confiar en los otros y en Dios. La herida afectiva de la desconfianza supone la sensación de no pisar suelo firme y el temor por el futuro.
En este terreno también les puede ocurrir a las nuevas generaciones, lo mismo que he señalado en referencia al pansexualismo: que no lleguen a percibir la dimensión del problema, porque han nacido inmersos en él. ¡Nos hemos acostumbrado a la presión atmosférica y ya no la notamos! ¡Pero no por ello dejamos de padecerla! Cuando hablamos con nuestros mayores y escuchamos el relato de su vida, nos impresiona comprobar hasta qué punto se han perdido las relaciones humanas de vecindad, de familia extensa, de amistades amplias, etc. No es extraño escucharles contar que nacieron y vivieron sin cerraduras en las puertas de sus hogares… En nuestra cultura existen muchísimas personas, muchísimos jóvenes aislados en su Twitter o en su Facebook. La soledad es uno de los grandes dramas de nuestro tiempo; y difícilmente podrá ser paliada por la comunicación en las redes sociales, en numerosas ocasiones en el anonimato, a través de un ‘nick’ falso o inidentificable.
El paso de la vida rural a las grandes aglomeraciones urbanas habrá podido tener una influencia no desdeñable en este fenómeno, pero sin lugar a dudas, las malas experiencias han sido más determinantes a la hora de generar el síndrome de desconfianza. La constatación del egoísmo a nuestro alrededor puede hacer que nos repleguemos en nosotros mismos, mostrando una desconfianza generalizada hacia el prójimo, y hasta hacia Dios mismo.
Uno de los fenómenos más determinantes en la extensión de esta herida afectiva de la desconfianza, ha sido el divorcio y la falta de estabilidad familiar. Cuando un niño o un adolescente desde su habitación escucha a sus padres discutir, faltándose al respeto, llega a albergar dolorosas dudas sobre si su familia continuará unida al día siguiente o si se tomará la decisión de la separación… No dudemos de que así se están poniendo las bases del síndrome de desconfianza. Cuando se desmoronan los cimientos familiares sobre los que debería sustentarse la estabilidad de la persona, las heridas afectivas son más que predecibles… Por otra parte, hay que añadir que la crisis del principio de autoridad y de referentes morales, puede conllevar una dificultad a la hora de desarrollar la confianza en Dios. Muchos jóvenes han crecido sin modelos que les sirvan de referente y de los que sentirse orgullosos. Arrastramos numerosas heridas afectivas, que han generado en no pocos una especie de ‘orfandad moral’.
Algo similar podríamos señalar en lo que se refiere a la crisis en las amistades y en los noviazgos. Las traiciones en las amistades, así como las infidelidades en las relaciones amorosas, pueden provocar una decepción y una desconfianza generalizada hacia todos y hacia todo. Se llega a desconfiar de la vida en sí misma, tal vez incluso, se llega a desconfiar de Dios, autor de la vida.
Por otra parte, las consecuencias de ese síndrome de desconfianza son muchas y muy serias: erosión de las relaciones sociales, aislamiento personal, suspicacias e hipersensibilidades… Como decimos, la misma experiencia religiosa puede verse seriamente comprometida por este síndrome de desconfianza. A quien tiende a desconfiar de todos, termina por costarle confiar en Dios mismo. No es cierta la suposición de que las experiencias decepcionantes en esta vida nos ayuden a refugiarnos en Dios, por lo menos no parece cierto en lo que a las generaciones actuales se refiere.
Pues bien, ¿En qué deberíamos incidir especialmente en este momento en el que queremos dirigir la Nueva Evangelización a los jóvenes, de forma que seamos efectivos en la sanación de la herida de la desconfianza? Vayamos por partes:
A.- Experiencia de comunión en el seno de la Iglesia: El método pastoral de San Juan Bosco es un buen ejemplo de cómo puede sanarse el síndrome de desconfianza en los jóvenes, por medio de una actitud en la que el evangelizador apuesta por confiar en los jóvenes, sin asustarse de los riesgos que de tal confianza puedan derivarse. Cuando un joven comprueba que nos fiamos de él, que poco a poco vamos delegando en él pequeñas responsabilidades, que lo sentimos como miembro vivo de la Iglesia y no como mero cliente de ella, entonces empieza a superar su tendencia a la desconfianza. Es decir, el método podríamos resumirlo así: Si quieres que alguien confíe en Dios, empieza tú por confiar en él.
La experiencia de la comunión en el seno de la Iglesia también debe llegar al interés personal, y no meramente al pastoral. Es decir, al joven no podemos transmitirle la imagen de que le queremos interesadamente: exclusivamente para darle un sacramento. ¡No!, le queremos a él, nos interesa él, su vida, sus inquietudes, sus problemas… Y de ahí se deriva, obviamente, nuestro deseo de llevarle a Cristo. Como decía San Juan Bosco: «Amad aquello que aman los jóvenes, y ellos aprenderán a amar lo que vosotros queréis que amen».
B.- Evangelio de la confianza y del abandono: El Evangelio de Jesucristo es el Evangelio de la confianza. Son muchos los textos a los que podríamos referirnos: Pedro caminando sobre las aguas, la invitación de Jesús a que nos fijemos en el cuidado amoroso que Dios tiene de los lirios del campo, la tempestad calmada, etc. Un método eficaz para aprender a confiar es afrontar nuestros miedos, mirarlos a los ojos, y comprobar que cuando estamos unidos a Cristo, los miedos se disipan como la nieve al sol.
Hay un texo paulino que tiene una fuerza muy especial para educarnos en la confianza. Se trata de Rm 8, 31-39: «Después de esto, ¿qué diremos? Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía resucitó, y está a la derecha de Dios, y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?; como está escrito: Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Pero en todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor»… He aquí el método de San Pablo para sanar el síndrome de desconfianza: mirar a nuestros miedos de frente, al mismo tiempo que permanecemos firmemente unidos a Cristo:
¿A qué temeremos? ¿A la oscuridad?
–Cristo es nuestra luz
¿A la soledad?
–Cristo es compañero de camino
¿A la pobreza?
–Cristo es nuestro tesoro
¿A la burla?
–Cristo es nuestra honra
¿A la propia incapacidad?
–El Espíritu Santo es dador de toda gracia
¿A la enfermedad o a la muerte?
–Cristo es la Resurrección y la Vida.
La mejor escuela sobre la confianza en el Padre, ciertamente la tenemos en Jesucristo: ¡Al igual que le ocurre a Cristo, también nosotros ‘somos’ en la medida que ‘recibimos’ del Padre! Es verdad que a veces la vida nos resulta opaca más que transparente; pero hemos aprendido de Cristo, de aquel que dijo en la cruz «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»; a decir también junto con Él, «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu».
Queridos asistentes a este Primer Congreso de Pastoral Juvenil en España, soy consciente de que todo resumen conlleva un peligro de simplificación. Y el hecho de que en esta ponencia nos hayamos atrevido a resumir las heridas afectivas de las nuevas generaciones en tres muy concretas, no quiere decir que no haya otras muchas más. No obstante, las tres heridas diagnosticadas –narcisismo, pansexualismo y desconfianza–pueden ser de las que mayor incidencia tengan sobre los jóvenes –también sobre no pocos adultos– en el momento presente.
Será bueno recordar el axioma teológico que dice: «la gracia no suple la naturaleza, pero la eleva». Es decir, es posible que en muchas ocasiones nos encontremos con heridas afectivas tan graves, que ya no sean plenamente superables desde el punto de vista psicológico. La gracia de Dios no suple a la naturaleza, a no ser que haga un milagro –cosa que es posible, aunque no frecuente–. Nuestro camino hacia la felicidad pasará en numerosas ocasiones por aceptar las heridas que no pueden ser sanadas instantáneamente ni totalmente, pero que con la gracia de Cristo y a la luz de su Evangelio, pueden ser ‘acompañadas’, ‘contrastadas’ y ‘aliviadas’.
Como he dicho al comienzo, no dudemos de que la emergencia afectiva que padece esta generación, nos ofrece una oportunidad única para recordar a todos los jóvenes que «Dios es amor», que hemos sido creados en una vocación a la comunión de amor, y que necesitamos descubrir la eterna novedad del Evangelio de Cristo para alcanzar nuestra plenitud. ¿Y sabéis una cosa?... ¡El corazón no es de quien lo rompe, sino de quien lo repara! Es decir, el corazón del joven, es del Corazón de Cristo.