(Zenit) Esta entrevista fue realizada por Mark Riedemann para "Dios llora en la Tierra", un programa semanal de Catholic Radio and Television Network en colaboración con la institución católica internacional Ayuda a la Iglesia Necesitada:
—Excelencia, usted es ciudadano irlandés. ¿Cómo es que está usted aquí en Roma, trabajando para este Consejo?
Empecé queriendo ser misionero en América Latina y acabé pasando 25 años de mi vida aquí, en Roma. Ha sido un extraño viaje.
—Usted trabaja como secretario del Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos. ¿Ha sido el tema de la unidad algo cercano a usted?
Diría que sí. Crecí con amigos anglicanos y metodistas, muy queridos, y siempre estuve interesado en las razones por las que no podían entrar en mi iglesia y por las que yo no podía ir a las suyas, y por qué debían ser distintas. Pero, aquel era un interés infantil.
Cuando volví a Roma, después de varios años de actividad como joven sacerdote, tuve que elegir un tema para mi tesis doctoral, por lo que escogí hacer algo en este campo. Presenté una tesis en la Universidad Gregoriana, que, antes incluso de terminarla en cierto sentido ya era un libro muerto, puesto que por aquella época comencé a trabajar en la Secretaría de Estado - en una clase de mundo totalmente diferente - y permanecí allí hasta casi el final del pontificado del Papa Juan Pablo II.
La tesis quedó olvidada. Hasta que un día, de repente, precisamente un año antes de que muriera el Papa, me nombró secretario del Consejo para la Unidad de los Cristianos, y todo volvió a tener sentido.
—¿Cuáles son los objetivos de este Consejo?
El consejo se creó poco antes del concilio Vaticano II como un instrumento con el que el Papa Juan XXIII quería introducir, en los debates del concilio Vaticano II, su preocupación por la unidad de las Iglesias. Y el concilio Vaticano II, mientras todos los obispos del mundo estuvieron aquí, jugó un papel muy eficaz en lo que yo llamaría educar a los obispos en la verdadera naturaleza de la Iglesia, y en nuestra verdadera relación con aquellos bautizados que, hablando en general, antes del concilio Vaticano II siempre se consideraron fuera de la Iglesia.
Durante los cuatro años que duró el concilio, los obispos aprendieron, gracias a sus debates, gracias a la presencia de observadores de las Iglesias ortodoxas y de las comunidades protestantes, y muchas cosas más. Tras tres años fueron capaces de firmar casi por unanimidad un documento en el que reconocíamos que con todos los bautizados, con todas las demás Iglesias y comunidades cristianas teníamos una comunión verdadera, aunque incompleta, pero verdadera.
—El Papa Benedicto XVI ha hecho de este diálogo ecuménico –en especial con la Iglesia ortodoxa rusa– una prioridad de su pontificado. ¿Por qué es una prioridad para este Papa?
Déjeme comenzar diciendo que sí hay un cierta prioridad (con la Iglesia ortodoxa rusa) porque es la mayor de todas las Iglesias ortodoxas. Pero, este interés y deseo de una mayor comunión con la Iglesia ortodoxa abraza a todo el mundo ortodoxo hasta el punto de que nuestro diálogo teológico con la Ortodoxia no es con una Iglesia ortodoxa en particular. Hemos acordado desde el principio que tiene que ser con todas ellas juntas, porque todas juntas forman una unidad. Tienen los mismos principios, tienen las mismas estructuras y tienen la misma tradición, los mismos valores y belleza litúrgica. Así que actúan como una en el diálogo teológico.
Tenemos también relaciones bilaterales directas con cada una de estas Iglesias ortodoxas individuales y, desde el concilio Vaticano II, estas relaciones se han desarrollado enormemente. Con algunas Iglesias ha sido más rápido que con otras, con algunas ha sido más profundo que con otras, pero podemos decir que con todas las Iglesias ortodoxas, sin exclusión, tenemos en este momento un contacto muy amistoso, muy abierto y muy constante y se colabora de muchas formas. Cuando el Papa Benedicto XVI dice que sí, que el diálogo con las Iglesias ortodoxas es una prioridad, esto está claro, y si me pregunta por qué me limitaré a decir porque están muy cerca de nosotros. Tenemos la misma fe, tenemos los mismos sacramentos, tenemos la misma sucesión apostólica; por eso consideramos que cada uno de sus obispos y de sus sacerdotes son verdaderos obispos y verdaderos sacerdotes. En eso tenemos una cercanía que no tenemos con ninguna otra comunidad cristiana.
—¿En qué no hemos logrado hacer un puente? ¿En qué no hemos sido capaces de llegar a la unidad?
Esta es una pregunta muy difícil de responder en pocas palabras. Se necesitan volúmenes, se necesitan bibliotecas enteras, se necesitan años de debate para averiguar dónde estamos unos respecto a otros.
—Han sido mil años de separación...
Se necesitará mucho tiempo para aprender a vivir unos con otros, a reconocernos de verdad unos a otros como hermanos y hermanas en la misma Iglesia. Y esto me lleva a un elemento muy importante, que creo que es absolutamente necesario si uno quiere comprender todo lo que es el ecumenismo. El ecumenismo no es como la política entre gobiernos o la política internacional, en la que se tiene un objetivo común y se pueden lograr compromisos para alcanzarlo - en la que hay estrategias y tácticas, etc. El ecumenismo es descubrir lo que Dios quiere y cómo lo quiere.
Sabemos que el deseo de Cristo para la Iglesia es la unidad; por esto oró la noche antes de morir. Sabemos que esta unidad ha sido rota casi desde el principio. Nuestro esfuerzo ecuménico es descubrir cómo hay que entender este deseo de Cristo y ponerlo en práctica. Tiene que ver no sólo con las relaciones personales. Tiene que ver, sobre todo, con lo que llamamos comunión. Comunión significa participar, compartir todos esos dones, todas esas gracias que Cristo ha transmitido a la Iglesia por el Espíritu Santo. El ecumenismo es cuestión de que todos seamos mejores receptores de todo lo que Cristo quiere que se haga vivo en su Iglesia. Como puede ver es una pregunta muy profunda y muy difícil. Implica no sólo el pensamiento, no sólo la teología, implica sobre todo la vivencia de la vida cristiana. Se trata sobre todo de hasta qué punto es profunda nuestra fe.
El día en que seamos capaces de sentarnos junto a los ortodoxos y decir que no hay nada más que nos divida, estaremos unidos y haremos, en realidad, un acto de fe. Y si trato de imaginar cómo será ese día, estoy seguro de que será una especie de gran celebración litúrgica en la que haremos profesión de nuestra fe. Ahora bien, esto implica a toda la persona, esto implica la vida; nos compromete a nosotros mismos. En ese sentido el ecumenismo es muy exigente. No es sólo una cuestión de acuerdos aquí y allí entre gentes de iglesia; significa que todo el cuerpo de la Iglesia ha de asimilar esta mayor fidelidad a Cristo y al Evangelio. Queda muchísimo trabajo por hacer.