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22.11.15

(349) Cristo Rey, venga a nosotros tu Reino

Carl Bloch, 1890

–Tengo la impresión de que alguna vez leí en su blog un artículo como éste.

–Y no se equivoca. Con algunos retoques, es el mismo que publiqué hace unos siete años (29) 31-VII-2009 en este mismo blog.

Los poderes de este mundo buscan un Orden Nuevo, alejándose de Cristo y de la Iglesia. «No queremos que Él reine sobre nosotros» (Lc 19,14). Lo tienen muy claro. Pero ignoran que donde se expulsa a Cristo Rey, entra el reinado del diablo. Éstos «son enemigos de la cruz de Cristo, tienen por dios su propio vientre y ponen su corazón en las cosas terrenas»; en cambio los cristianos nos reconocemos «ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo» (Flp 3,19-21). Y a lo largo de los siglos, por obra del Espíritu Santo, permanecemos en la súplica permanente del Padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino».

«Cristo, ¿vuelve o no vuelve?» Así se titula un libro (1951) del padre Leonardo Castellani (1899-1981), grandísimo escritor, traductor y comentador de El Apokalipsis de San Juan (1963). Pocos autores del siglo XX han hecho tanto cómo él para reafirmar la fe y la esperanza en la Parusía. Se quejaba él con razón de que el segundo Adviento glorioso de Cristo, con su victoria total y definitiva sobre el mundo, estuviera tan olvidado en el pueblo cristiano, tan ausente de la predicación habitual, siendo así que esa fe y esa esperanza han de iluminar toda la vida de la Iglesia y de cada cristiano. «No se puede conocer a Cristo si se borra su Segunda Venida. Así como según San Pablo, si Cristo no resucitó, nuestra fe es vana; así, si Cristo no ha de volver, Cristo fue un fracasado» (Domingueras prédicas, 1965, III dom. Pascua).

Comencemos por recordar que hay muchas esperanzas falsas, y una sola verdadera.

No tienen verdadera esperanza

aquéllos que diagnostican como leves los males graves del mundo y de la Iglesia. O están ciegos o es que prefieren ignorar u ocultar la verdad. Como están muy débiles en la esperanza, niegan la gravedad de los males, pues consideran irremediable el extravío del pueblo. Y así vienen a estimar más conveniente –más optimista– decir «vamos bien».

Tampoco tienen esperanza verdadera aquellos que se atreven a anunciar «renovaciones primaverales» de la Iglesia, estilos pastorales profundamente mejorados, si no insisten suficientemente en el reconocimiento humilde de los pecados presentes y en la conversión y penitencia que nos libran de ellos.

Falsa es la esperanza de quienes la ponen en medios humanos, y reconociendo a su modo los males que sufrimos en la Iglesia, pretenden vencerlos con nuevas fórmulas doctrinales, litúrgicas y disciplinares «más avanzadas que las de la Iglesia oficial», que no temen romper con tradiciones mantenidas durante veinte siglos. Ellos se consideran a sí mismos como un «acelerador», y ven como un «freno» la tradición católica, los dogmas, la autoridad apostólica. Éstos una y otra vez intentan conseguir por medios humanos –grupos de presión, nuevos métodos y consignas, organizaciones y campañas, una y otra vez cambiados y renovados–, aquello que sólo puede lograrse por la fidelidad a la verdad y a los mandamientos de Dios y de su Iglesia. Sus empeños son vanos. Y por eso vienen a ser des-esperantes.

No esperan de verdad la victoria «próxima» de Cristo Rey aquellos que  pactan con el mundo, haciéndose cómplices de sus ideologías vigentes, aquellos que ceden o que incluso están de acuerdo con los Poderes mundanos que las imponen, dóciles a los grandes Organismos Internacionales empeñados en establecer un Orden Nuevo sin Dios y contra Cristo. Por ejemplo, no viven ciertamente esa esperanza de la Parusía inminente de Cristo aquellos políticos cristianos, que aunque aparenten oponerse a los enemigos de Cristo y de la Iglesia, en el fondo ceden ante ellos, y sometiéndose durante muchos decenios a la norma del mal menor, van llevando al pueblo, un pasito detrás de los enemigos del Reino, a los mayores males.

No tienen esperanza quienes no creen en la fuerza de la gracia del Salvador, y por eso no llaman a conversión, como no sea en fórmulas muy leves, que excluyen por supuesto la posibilidad del infierno. Y así aprueban, al menos con su silencio, lo que sea: que el pueblo en su gran mayoría deje de ir a Misa los domingos, que profane normalmente el matrimonio con la anticoncepción, que dé su voto a partidos políticos abortistas, etc. No piensan siquiera en llamar a conversión a los propios cristianos –mucho menos aún a los paganos–, porque estiman irremediables los males arraigados en el presente. «¿Cómo les vas a pedir que?»…. Al fallarles la esperanza en Dios, la esperanza en la fuerza de su gracia, y en la bondad potencial de los hombres asistidos por Cristo, ellos no piden nada, y por tanto, no dan el don de Dios a los hombres, a los casados, a los políticos, a los feligreses sencillos, a los cristianos dirigentes, a los no-creyentes. No llaman a conversión, porque en el fondo no creen en su posibilidad: les falta la esperanza. Ven como irremediables los males del mundo y de la Iglesia. ¡Y son ellos los que tachan de pesimistas y carentes de esperanza a los únicos que, entre tantos desesperados y derrotistas, mantienen la esperanza verdadera!

Tienen verdadera esperanza

los que reconocen los males del mundo y del pueblo descristianizado, los que se atreven a verlos y, más aún, a decirlos. Porque tienen esperanza en el poder del Salvador, por eso no dicen que el bien es imposible, y que es mejor no proponerlo; por eso no enseñan con sus palabras o silencios que lo malo es bueno; y tampoco aseguran, con toda afabilidad y simpatía, «vais bien» a los que en realidad «van mal».

Los que tienen esperanza predican al pueblo con mucho ánimo el Evangelio de la conversión, para que todos pasen de la mentira a la verdad, de la soberbia intelectual a la humildad discipular, del culto al placer y a las riquezas al único culto litúrgico del Dios vivo y verdadero, de la arbitrariedad rebelde a la obediencia de la disciplina eclesial.

Se atreven a predicar así el Evangelio porque creen que Dios, de un montón de esqueletos descarnados, puede hacer un pueblo de hombres vivos (Ez 37), y de las piedras puede sacar hijos de Abraham (Mt 3,9). Sostenidos por esa viva esperanza, todo ella fundada en la omnipotencia misericordiosa de Cristo Rey, único Salvador del mundo, procuran evangelizar no solamente a los paganos, sino a los mismos cristianos paganizados, lo que exige de Dios un milagro doble.

–Tienen esperanza aquellos que esperan la venida gloriosa de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (Flp 3,20-21), los que saben que «es preciso que Él reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies», sometiendo a su autoridad en la Parusía a todo lo que existe, a todo poder mundano y toda realidad, y sujetándolo al Padre celestial, de tal modo que «Dios sea todo en todas las cosas» (1Cor 15,15,25-29).

* * *

«Todos los pueblos, Señor, vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap 15,4). El «Salvador del mundo» salvará al mundo y a su Iglesia. ¿Está viva de verdad esta esperanza en la mayoría de los cristianos de hoy? Son muchos los que dan por derrotada a la Iglesia en la historia del mundo. ¿Cuáles son las esperanzas de los cristianos sobre este mundo tan alejado de Dios, tan poderoso y cautivante, y qué esperanzas tienen sobre aquellas Iglesias que están profundamente mundanizadas?…

Nuestras esperanzas no son otras que las mismas promesas de Dios en las Sagradas Escrituras. En ellas los autores inspirados nos aseguran una y otra vez que «todos los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, y bendecirán tu Nombre» (Sal 85,9; cf. Tob 13,13; Sal 85,9; Is 60; Jer 16,19; Dan 7,27; Os 11,10-11; Sof 2,11; Zac 8,22-23; Mt 8,11; 12,21; Lc 13,29; Rm 15,12; etc.). El mismo Cristo nos anuncia y promete que «habrá un solo rebaño y un solo pastor» (Jn 10,16), y que, finalmente, resonará grandioso entre los pueblos el clamor litúrgico de la Iglesia: «Grandes y maravillosas son tus obras, Señor Dios, soberano de todo; justos y verdaderos tus designios, Rey de las naciones. ¿Quién no te respetará? ¿quién no dará gloria a tu Nombre, si sólo tú eres santo? Todas las naciones vendrán a postrarse en tu presencia» (Ap 15,3-4).

Siendo ésta la altísima esperanza de los cristianos, no tenemos ante el mundo ningún complejo de inferioridad, no nos asustan sus persecuciones, ni nos fascinan sus halagos, ni ponemos nuestra esperanza en los Grandes Organismos Internacionales que gobiernan el mundo, ni tenemos miedo a sus persecuciones que, sin hacer mucho ruido, van realizando cada vez más fuertemente contra la Iglesia: son zarpazos de la Bestia mundana, azuzada y potenciada por el Diablo, que «sabe que le queda poco tiempo» (Ap 12,12). Sabemos con toda certeza los cristianos que al Príncipe de este mundo ha sido vencido por Cristo, y por eso mismo no tenemos ni siquiera la tentación de establecer complicidades oscuras con este mundo de pecado.

«Estas cosas os las he dicho para que tengáis paz en mí. En el mundo habéis de tener combates; pero confiad: yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). «Vengo pronto, mantén con firmeza lo que tienes, para que nadie te arrebate tu corona» (Ap 3,12). «Vengo pronto y traigo mi recompensa conmigo, para pagar a cada uno según su trabajo» (22,12). «Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús» (22,20).

* * *

Una vez más son hoy los Papas principalmente quienes mantienen vivas las esperanzas de la Iglesia. Son ellos los que, fieles a su vocación, «confortan en la fe a los hermanos» (Lc 22,32). Especialmente asistidos por Cristo, son fieles a las Escrituras, a la fe y a la esperanza de la Tradición católica. Y mantienen la fe en las promesas de Cristo con muy pocos apoyos de los predicadores y autores católicos actuales.

León XIII enseña: «Puesto que toda salvación viene de Jesucristo, y no se ha dado otro nombre a los hombres en el que podamos salvarnos (Hch 4,12), éste es el mayor de nuestros deseos: que todas las regiones de la tierra puedan llenarse y ser colmadas del nombre sagrado de Jesús… No faltarán seguramente quienes estimen que Nos alimentamos una excesiva esperanza, y que son cosas más para desear que para aguardar. Pero Nos colocamos toda nuestra esperanza y absoluta confianza en el Salvador del género humano, Jesucristo, recordando bien qué cosas tan grandes se realizaron en otro tiempo por la necedad de la predicación de la cruz, quedando confusa y estupefacta la sabiduría de este mundo… Dios favorezca nuestros deseos y votos, Él, que es rico en misericordia, en cuya potestad están los tiempos y los momentos, y apresure con suma benignidad el cumplimiento de aquella divina promesa de Jesucristo: se hará un solo rebaño y un solo Pastor» (epist. apost. Præclara gratulationis, 1894).

San Pío X, de modo semejante, en su primera encíclica, declara que su voluntad más firme es «instaurar todas las cosas en Cristo» (Ef 1,10). Es cierto que «“se han amotinado las gentes contra su Autor y que traman las naciones planes vanos” (Sal 2,1). Parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: “apártate de nosotros” (Job 21,14). De aquí viene que esté extinguida en la mayoría la reverencia hacia el Dios eterno, y que no se tenga en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en público ni en privado. Más aún, se procura con todo empeño y esfuerzo que la misma memoria y noción de Dios desaparezca totalmente.

«Quien reflexione sobre estas cosas, ciertamente habrá de temer que esta perversidad de los ánimos sea un preludio y como comienzo de los males que hemos de esperar para el último tiempo; o incluso pensará que “el Hijo de perdición, de quien habla el Apóstol, ya habita  en este mundo”  (2Tes 2,3)… Se pretende directa y obstinadamente apartar y destruir cualquier relación que medie entre Dios y el hombre. Ésta es la señal propia del Anticristo, según el mismo Apóstol. El hombre mismo, con temeridad extrema, ha invadido el lugar de Dios, exaltándose sobre todo lo que se llama Dios, hasta tal punto que… se ha consagrado a sí mismo este mundo visible, como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándo como si fuese Dios (ib. 2,4).

«Sin embargo, ninguno que tenga la mente sana puede dudar del resultado de esta lucha de los mortales contra Dios… El mismo Dios nos lo dice en la Sagrada Escritura… “aplastará la cabeza de sus enemigos” (Sal 67,22), para que todos sepan “que Dios es el Rey del mundo” (46,8), y “aprendan los pueblos que no son más que hombres” (9,21). Todo esto lo creemos y esperamos con fe cierta» (enc. Supremi Apostolatus Cathedra, 1903). 

* * *

Cristo vence, reina e impera. Cada día confesamos en la liturgia –quizá sin apenas enterarnos de ello– que Cristo «vive y reina por los siglos de los siglos. Amén». No sabemos cuándo ni cómo será la victoria final del Reino de Cristo. Pero siendo nuestro Señor Jesucristo el Rey del universo, el Rey de todas las naciones; teniendo, pues, sobre la historia humana una Providencia omnipotente y misericordiosa, y habiéndosele dado en su ascensión «todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18), ¿podrá algún creyente, sin renunciar a su fe, tener alguna duda sobre la realidad del actual gobierno providente del Señor y sobre la plena victoria final del Reino de Cristo sobre el mundo?

Reafirmemos nuestra fe y nuestra esperanza. La secularización, la complicidad con el mundo, el horizontalismo inmanentista, la debilitación y, en fin, la falsificación del cristianismo proceden hoy en gran medida del silenciamiento y olvido de la Parusía. Sin la esperanza viva en la segunda Venida gloriosa de Cristo, los cristianos caen en la apostasía. En el Año litúrgico de la Iglesia la solemnidad de Cristo Rey precede a la celebración gozosa de su Adviento: del primero, que ya fue en la humildad y la pobreza, y del segundo, que se producirá en gloria y en poder irresistible.

José María Iraburu, sacerdote

 

Añado como apéndice un formidable texto de Orígenes (185-253), gran teólogo alejandrino, que mientras la Iglesia sufría, y él con ella, la durísima persecución del emperador Decio, escribía este texto tan lleno de esperanza, que hoy reproduce la Liturgia de las Horas como lectura para la solemnidad de Cristo Rey (Sobre la oración, cp. 25).

«Si, como dice nuestro Señor y Salvador, el reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí, sino que el reino de Dios está dentro de nosotros, pues la palabra está cerca de nosotros, en los labios y en el corazón, sin duda, cuando pedimos que venga el reino de Dios, lo que pedimos es que este reino de Dios, que está dentro de nosotros, salga afuera, produzca fruto y se vaya perfeccionando. Efectivamente, Dios reina ya en cada uno de los santos, ya que éstos se someten a su ley espiritual, y así Dios habita en ellos como en una ciudad bien gobernada. En el alma perfecta está presente el Padre, y Cristo reina en ella, junto con el Padre, de acuerdo con aquellas palabras del Evangelio: Vendremos a él y haremos morada en él.

«Este reino de Dios que está dentro de nosotros llegará, con nuestra cooperación, a su plena perfección cuando se realice lo que dice el Apóstol, esto es, cuando Cristo, una vez sometidos a él todos sus enemigos, entregue a Dios Padre su reino, y así Dios lo será todo para todos. Por esto, rogando incesantemente con aquella actitud interior que se hace divina por la acción del Verbo, digamos a nuestro Padre que está en los cielos: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino.

«Con respecto al reino de Dios, hay que tener también esto en cuenta: del mismo modo que no tiene que ver la luz con las tinieblas, ni la justicia con la maldad, ni pueden estar de acuerdo Cristo y el diablo, así tampoco pueden coexistir el reino de Dios y el reino del pecado.

«Por consiguiente, si queremos que Dios reine en nosotros, procuremos que de ningún modo el pecado siga dominando nuestro cuerpo mortal, antes bien, mortifiquemos todo lo terreno que hay en nosotros y fructifiquemos por el Espíritu. De este modo, Dios se paseará por nuestro interior como por un paraíso espiritual y reinará en nosotros él solo con su Cristo, el cual se sentará en nosotros a la derecha de aquella virtud espiritual que deseamos alcanzar: se sentará hasta que todos sus enemigos que y en nosotros sean puestos por estrado de sus pies, y sean reducidos a la nada en nosotros todos los principados, todos los poderes y todas las fuerzas.

«Todo esto puede realizarse en cada uno de nosotros, y el último enemigo, la muerte, puede ser reducido a la nada, de modo que Cristo diga también en nosotros: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? Ya desde ahora este nuestro ser, corruptible, debe vestirse de santidad y de incorrupción, y este nuestro ser, mortal, debe revestirse de la inmortalidad del Padre, después de haber reducido a la nada el poder de la muerte, para que así, reinando Dios en nosotros, comencemos a disfrutar de los bienes de la regeneración y de la resurrección».

Índice de Reforma o apostasía

 

17.11.15

(348) Sínodo. El mundo es pasando, pero Cristo permanece para siempre

 Olas del mar

–Cómo pasa el tiempo… El próximo domingo, Cristo Rey. Y al otro, el Adviento. Un nuevo Año litúrgico.

–Todo cambio, todo lo nuevo, estimula al hombre, aunque sólo cambie de cepillo de dientes. Y es que sin saberlo aspira al final, cuando el Señor diga: «he aquí que hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).

Para entender los profundos desacuerdos manifestados en los Sínodos 2014-2015 es necesario conocer, aunque sea a grandes rasgos, la historia de las filosofías modernas.

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9.11.15

(347) Sínodo 2015. Relatio final 62-63: la anticoncepción sigue y prosigue (y II)

Matrimonio anticonceptivo

–No sabía yo que la anticoncepción es hoy uno de los más graves males que padece la Iglesia.

–Bueno, al parecer tampoco el Sínodo lo ha sabido.

Status quaestionis

En el artículo anterior, haciendo un poco historia de la cuestión, llegamos a comprobar que en muchas Iglesias locales, la anticoncepciónviene a ser practicada habitualmente sin apenas conciencia de culpa por la mayoría de los matrimonios católicos. Ello se debe principalmente a que –la doctrina católica que la prohibe ha sido resistida y silenciada sistemáticamente por muchos Pastores. De hecho, –la pastoral la fomenta o al menos la tolera, separándose completamente de la doctrina católica, que al menos en forma implícita, y muchas veces explícita, viene a considerarse una doctrina falsa, por excesivamente rigurosa, o que al menos, se considera inviable.

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2.11.15

(346) Sínodo 2015. Relatio final 62-63: la anticoncepción sigue (I)

Anticoncepción

–¿Cómo que sigue?

–Quiero decir que el Sínodo 2015 no enfrenta con fuerza la peste de la anticoncepción.

Poco después del Concilio Vaticano II, se produjo una gran crisis en torno a la encíclica Humanæ vitæ (1968) del papa Pablo VI, en la que afirma que en el matrimonio es indisociable el amor y la apertura a la procreación, al mismo tiempo que condena en forma absoluta toda forma de anticoncepción artificial: ésta es en el matrimonio intrínseca y gravemente pecaminosa, y ninguna circunstancia puede hacerla lícita. Hubo muchas otras crisis graves –el Catecismo holandés, el Concilio pastoral de Holanda (1967-1969) y otras–. Pero la resistencia intraeclesial y mundial contra la Humanæ vitæ fue, y sigue siendo, especialmente escandalosa. Merece la pena que hagamos un poco de historia.

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25.10.15

(345) El Venerable Rivera no perdía un minuto

venerable José Rivera

–Pero para eso no hace falta ser santo: imagínese, avaros, por ejemplo, que trabajan que se matan y…

–Bien, vale. Pero como verá usted en mi artículo, la laboriosidad de Rivera tenía en sus motivaciones y modos una significación muy especial.

Hoy  domingo 25 de octubre, a las 18 horas, se celebrará en la Catedral de Toledo una solemne Misa de Acción de gracias por la reciente proclamación de D. José Rivera como Venerable (1-X-2015). No podré viajar para concelebrar en ella, como tanto me hubiera gustado. Me declaro, pues, «ausente en el cuerpo, pero presente en el espíritu» (1Cor 5,3). Y quiero unirme a esa acción de gracias a Dios y al homenaje a Rivera con este artículo, que nace de los muchos años de amistad y de colaboración que tuve con él. Me fijaré en un aspecto de su vida que a primera vista pudiera parecer secundario, pero que es muy importante.

* * *

Rivera aprovechaba muy bien su tiempo, haciendo de él una inversión continua de oración y de trabajo. Ora et labora. Es verdad que en nuestro tiempo generalmente el mundo del trabajo es harto laborioso. Trabajan mucho los albañiles, los agricultores, los empresarios, los empleados de un gran centro comercial, de unBanco, los agentes de ventas, etc. Son tiempos de activismo ambiental, tiempos ansiosos de promoción social y de riqueza, tiempos en que se perfecciona más y más la racionalidad del trabajo, buscando su máxima eficacia; tiempos en los que el trabajo es entendido como algo muy importante, que debe ser atendido con responsabilidad y sin perder el tiempo. Esto, al menos, en general.

Hay excepciones, desde luego. Siempre hay vagos sueltos. Y no son pocos. El gremio de los estudiantes, por ejemplo, en ciertas carreras más fáciles, viene a dar un índice muy bajo de rendimiento laboral. Es cierto que es muy grande en esto la diferencia entre unas y otras carreras, lo mismo que entre diversas Universidades. Pero no pocos estudiantes apenas asisten a las clases, cuando van a la Biblioteca están más tiempo charlando fuera que dentro estudiando. Muchos días, con toda paz, no dedican al estudio las horas debidas, y se les va el tiempo como el agua en un cesto. Pero ellos vienen aser, con algún otro gremio, una excepción. La laboriosidad es hoy la norma en la mayoría de los grupos sociales.

¿Y cómo está la laboriosidad en el gremiode los sacerdotes?Hay de todo. Algunos sacerdotes trabajan mucho en sus ministerios, otros no tanto y otros apenas nada. Un cura hispanoamericano amigo, a quien solía yo visitar en su inmensa parroquia, me decía: «aquí hay que elegir entre el martirio y la hamaca». O el martirio de una entrega pastoral continua e inacabable; o la hamaca de un cumplimiento pastoral muy medido y tasadito, que aunque parezca increíble en tales circunstancias, es posible también.

Entre las profesiones liberales pocas hay tan liberales como el trabajo de los sacerdotes. En este ministerio vocacional aquel que quiera atenerse a los mínimos más ínfimos y vergonzantes no tendrá encima un jefe de sección o un capataz que le llame al orden. Ni el Obispo ni el arcipreste estarán en condiciones de exigirle un mayor empeño laborioso en sus trabajos pastorales. Pero en esto, creo yo, ha de decirse que en el trabajo de los sacerdotes se dan con relativa frecuencia los dos extremos: curas que trabajan muchísimo, todo el santo día y parte de la noche, como en pocos otros gremios se pueden hallar; y otros que trabajan con una entrega tan ta tan escasa que no sería fácil encontrar algo comparable en otros sectores laborales.

Sencillamente, los sacerdotes trabajan en la medida de su amor a Dios y al prójimo. Y en el grado de ese amor hay diferencias abismales. El buen sacerdote se entrega entero a su ministerio: «la caridad de Cristo nos urge» (2Cor 5,14). Pero el que no es bueno –basta con que sea mediocre– apenas hace nada: no tiene motor de amor suficiente como para trabajar en serio en la viña del Señor. Y lo más frecuente es que tampoco se vea movido al trabajo por ansia de dinero, de poder o de prestigio. También se da el caso del sacerdote activista, que si no se mueve mucho y de modos bien visibles, se siente mal: «mucho ruido y pocas nueces».  O el caso del que trabaja mucho no tanto por amor pastoral, sino porque está por dentro tan vacío, que cuando no está haciendo algo, lo que sea, no se siente vivo. Drogado por la actividad, si no actúa, cae en depresión.

Pero volvamos al trabajo sacerdotal verdadero, el movido por la verdadera caridad pastoral. Se entrega a las tareas pastorales con toda su alma el sacerdote realmente celoso de la gloria de Dios en el mundo: «me devora el celo de tu templo» (Sal 68,10). Trabaja en serio aquel que se consume por el deseo de colaborar con Dios en la salvación de los hombres: «¡ay de mí, si no evangelizare!» (1Cor 9,16); «de muy buena gana me gastaré y me desgastaré por vuestra alma, aunque amándoos con mayor amor, sea menos amado» (2Cor 12,15). Trabaja con todo empeño quien cree de verdad que «es ancha la puerta y espaciosa la senda que llevan a la perdición, y son muchos los que entran por ella» (Mt 7,13).

Los sacerdotes fieles a los mandatos y ejemplos del Señor no pierden minuto, dejan que Cristo obre en ellos libremente –Él es el Pastor principal, el Protagonista primero de toda acción sacerdotal–, y así continúan la vida de Aquel que en este mundo«pasó haciendo el bien» (Hch 10,38). En efecto, el Maestro nos enseña que «de toda palabra ociosa que hablaren los hombres habrán de dar cuenta el día del juicio» (Mt 12,36).No pierde, pues, el tiempo en charlas o entretenimientos inútiles aquel sacerdote que se reconoce a sí mismo como mensajero urgente de la salvación de Cristo. Manda el Señor a sus apóstoles, a sus enviados: «a nadie saludéis por el camino» (Lc 10,4). Era costumbre entre los judíos, como en otros pueblos orientales, prolongar ampliamente el ceremonial de los saludos. La norma de Cristo subraya la urgencia que debe apremiar a los mensajeros del Evangelio.

La misma enseñanza recibimos cuando consideramos el ejemplo de los santos de vida activa. Nos quedamos verdaderamente admirados al ver cómo aprovechaban su tiempo: San Pablo, San Vicente de Paul, San Juan Bosco… Parece como si en un mismo individuo hubiera varias personas en continua y poderosa acción. ¿Cómo pudieron hacer tantas cosas y tan bien hechas, con un sentido tan perfecto para discernir siempre lo más conveniente para la gloria de Dios y la salvación de los hombres? Maravillas de la gracia de Cristo. Es uno de los aspectos más admirables de la vida de los santos.

El Cura de Ars, San Juan María Vianney (1786-1859), patrono del clero diocesano, no perdía un minuto. François Trochu, su excelente biógrafo, nos informa con muchos datos acerca de su jornada. Resumo algunos datos.

A partir de 1830 el Cura no dejó nunca la parroquia, salvo los días de ejercicios anuales y una semana que pasó en su pueblo, por causa necesaria, con su familia, en 1843. Nunca hizo un viaje de recreo. Algunas salidas breves hubo de realizar para sustituir sacerdotes enfermos o ausentes, para comprar imágenes religiosas, etc. Estaba levantado veinte horas al día o más, y dedicaba al confesonario de once a trece horas en invierno, y de quince a dieciséis el resto del año [Nota: ya eso sería un dato suficiente para canonizarlo: es un milagro continuo, es sobre-humano]. La una de la madrugada era la hora en que solía atender en confesión a las mujeres. Al amanecer, a las seis o las siete, celebraba la Misa, y antes hacía de rodillas un rato de oración… El paso de la iglesia a la casa parroquial a la hora de comer –no había más de diez metros– solía costarle una media hora, acosado por los peregrinos. Comía de pie, mientras leía su correspondencia. Una vez comentó: «He podido alguna vez, de doce a una, comer, barrer mi habitación, afeitarme, dormir y visitar a los enfermos». Por la noche, no solía estar «más de tres horas en la cama». Y buena parte de ellas las pasaba rezando y con frecuencia peleando contra el Demonio.

El Oficio divino, la atención personal a consultas, la visita a las niñas acogidas en la Casa de la Providencia, el catecismo, tantas horas de confesonario, la lectura espiritual de alguna Vida de santos… todo era un flujo continuo de amor abnegado, todo era un continuo don de sí mismo, como el fluir incesante de un manantial de gracia divina, al que venían a beber de todas partes. El santo Cura de Ars, precisamente porque llevaba una vida tan sacrificada, guardaba su corazón en la paz, y mantenía siempre un talante bueno y afable. No falla: a más cruz más resurrección.

* * *

Pero vengamos ya al Venerable José Rivera Ramírez (1925-1991), sacerdote diocesano de Toledo.Los que le hemos conocido podemos asegurar que la entrega sacerdotal total, continua, en un aprovechamiento perfecto del tiempo, era un rasgo suyo muy acusado, muy llamativo y admirable. Rivera vivía sin prisas, nunca se le veía controlar la medida de sus tiempos con minuciosidad un tanto fanática; pero de hecho procuraba no perder nunca el tiempo. Y añadiré que su laboriosidad no le daba una fisonomía adusta y tensa, sino todo lo contrario, relajada y alegre. La explicación es simple: «Dios ama al que [se] da con alegría» (2Cor 9,7). Y se da con alegría el que se entrega con un amor muy grande y abnegado. Cuando de camino se encontraba con algún conocido –cosa para él harto frecuente en Toledo–, su saludo era siempre cordial, pero breve: quedaba claro que sus horas no estaban vacías, listas para llenarse de cualquier charla inútil. Y como ya he indicado, tampoco daba la impresión de un hombre sobre-ocupado, aunque realmente lo estaba.

Verdad es que Rivera sufría a veces por este encarcelamiento suyo en una acción sacerdotal continua, como lo atestigua a veces en su Diario. Era una de sus cruces principales, pero la llevaba con muy buen ánimo y alegría en el Señor. Por su gusto, por su inclinación personal, él se hubiera retirado a una vida de oración, estudio y penitencia. Yo lo llevé un día secretamente a la Cartuja de Miraflores, Burgos, era un día de nieve, para tantear su posibilidad de ingreso; pero aunque habló una hora o más con el Prior, ya desde el principio supo que no lo aceptarían, pues había pasado ya los cuarenta años.

Nunca se tomó vacaciones. Nunca hacía viajes por curiosidad o por placer. Y cuando viajaba para dar ejercicios espirituales, cosa frecuente, aunque tenía gran sensibilidad para el arte y la cultura, rara vez dedicaba un tiempo a visitar monumentos o museos. Solía regresar de lugares a veces muy hermosos e interesantes «sin haber visto nada». Así le sucedió, por ejemplo, en un viaje apostólico a México.

En los viajes, largos o cortos, siempre llevaba algún libro. Leía durante el viaje y en el lugar a donde, casi siempre para predicar o para prestar dirección espiritual, se trasladaba. Los viajes no alteraban sus hábitos de oración y de lectura; y a veces incluso los acrecentaban, cuando las personas no reclamaban mucho su atención personal. Así sucedía, por ejemplo, cuando daba ejercicios a religiosas que no acostumbraban a hablar en esos días de retiro con el padre predicador. En todo caso, a lo largo de los días, si fallaba o se retrasaba una visita, la lectura estudiosa o la oración impedían que se produjera un tiempo vacío.

Rivera aprovechaba mucho el tiempo presente precisamente porque no estaba fascinado por las cosas del mundo visible. El vivía aquello de San Pablo: «no ponemos nuestros ojos en las cosas visibles, sino en en las invisibles; pues las visibles son temporales; las invisibles, eternas» (2Cor 4,18). Y así observaba con gran fidelidad esa «discreción necesaria en el uso de los medios de comunicación social», que el Código de Derecho Canónico impone como un deber a los religiosos (c.666).

Nunca veía la televisión, ni la tenía en su casa. Tampoco adquiría el diario, ni lo recibía de otros habitualmente. No faltaban algunos, entre quienes llevaban dirección espiritual con él, que de vez en cuando le suministraban recortes de diarios o revistas. Cuando le dejaban un diario, si alguna vez se ponía a leerlo, solia extenderlo en una mesa, y de pie, iba pasando rápidamente las páginas una a una, deteniéndose solo en alguna nota de interés. No estaría normalmente más de cinco o diez minutos leyéndolo. La información, muy suficiente, que él tenía sobre las cosas del mundo procedía o de la conversación con otros –tantas horas pasa ba cada día hablando con personas de muy diferente condición– o de la lectura de libros. Pero no prestaba atención a los medios de comunicación diarios, televisión, radio, prensa. Apenas sentía curiosidad por las pequeñas anécdotas de eso que, pomposamente, llamamos la actualidad. En su Diario personal, al comienzo de casi todas sus anotaciones, señala el tiempo dedicado por la noche a la oración y a la lectura. Por ejemplo:

«Oración de 3,30 5,45. -Relectura meditativa del libro de N. N.»… Y, en general, su minuciosidad para consignar en el Diario el empleo de sus horas –no siendo él en absoluto minucioso por temperamento– manifiesta claramente el cuidado tan grande que ponía en la administración de su tiempo; el escrupuloso sentido de la responsabilidad con que invertía la actividad de su vida cristiana y sacerdotal. Esta nota-propósito que vemos en su Diario puede ser un ejemplo de su permanente cuidado: «Prescindir de muchas cosas y aligerar modos de relación» (6-Xl-1989).

Su vida, por ser una participación de la vida divina, era para él tan indeciblemente valiosa que procuraba dilatarla cada día al máximo, restringiendo el sueño, evitando en todo lo posible las pérdidas de tiempo y las ocupaciones superfluas, y aprovechando al máximo sus horas de vigilia: «Una jornada mía consta al menos de 18 horas», aseguraba al final de su santa vida (Diario 7-XI-1989). Dedicaba sus días a «hablar con Dios o a hablar de Dios», como se dijo de Santo Domingo de Guzmán (Proceso, testigo VII). Cada día varias horas de oración y de estudio, que para él venían a ser lo mismo, y muchas horas de predicación o dirección espiritual, hablando a los hombres o con ellos.

Si Rivera procuraba dormir lo menos posible –tres horas o poco más–, y aprovechar todo su tiempo de vigilia, era porque quería activar al máximo sus posibilidades de amar y de servir a Dios y a sus hermanos. Era ese amor celoso el que, en más de una ocasión, le llevaba a reducir el tiempo de dormir. En ocasiones disponía al acostarse, para poder despertarse a su tiempo, la alarma muy sonora no de un solo despertador, sino de dos. Y aún así, a veces, habiendo calculado mal sus posibilidades, era tan grande su cansancio, que sonaban éstos y él seguía durmiendo con los angelitos, sobre la tabla de un catre cubierta con una manta. 

Conviene advertir en esto que el hombre carnal se cansa mucho, porque obra desde sí mismo, a motor propio, no pocas veces contra su naturaleza; y por eso necesita mucho descanso. Por el contrario, el hombre espiritual se cansa muy poco, porque actúa desde Dios, bajo la moción de su gracia, y además porque obra lo que conviene a su naturaleza humana; por eso le basta con poco descanso. Cuando vemos la vida de los santos, solemos apreciar con gran fecuencia que, aparte de las condiciones psicosomáticas de cada uno, tienen una enorme capacidad de trabajo y una necesidad mínima de descanso y de sueño. Es normal… En otras palabras: Rivera no era semipelagiano, era católico.

También se puede explica lo mismo diciendo que cuanto mayor es el amor, menos cuestan las obras –y más mérito tienen–. A una madre le cuesta mucho menos pasar una noche en vela junto a su niño enfermo que a una enfermera que ha de hacerlo por oficio. Por eso los santos pueden obrar tantos bienes, cansándose relativamente menos. Ellos son incansables porque su actividad está realizada en «la fe operante por la caridad» (Gál 5,6).

Por el contrario, el común de los mortales perdemos muchas veces el tiempo, aun sin quererlo; y nos cansamos mucho, «muy ocupados en no hacer nada» (2Tes 3,11). No logramos invertir nuestro tiempo con una prudente eficacia continua a causa de nuestros muchos apegos desordenados y deficiencias. El desorden de nuestras potencias y sentimientos nos impide emplear bien todas las horas de nuestros días, y buena parte del campo de nuestro tiempo personal queda baldío y estéril.

Perdemos el tiempo porque no guardamos conciencia de la presencia de Dios en nosotros; porque no obramos desde el Espíntu Santo, sino desde nosotros mismos; porque nos dejamos llevar de la curiosidad, de la pereza y del cansancio que tantas actividades vanas y superfluas nos producen. Perdemos el tiempo porque tenernos miedo a desagradar a nuestros amigos, porque buscamos tiempos inútiles de gratificación sensible; porque a veces somos más semipelagianos que católicos; porque nuestro amor y nuestro sentido de la responsabilidad son muy escasos; porque nos perdemos en la selva de los pequeños sucesos contingentes que nos envuelven, olvidándonos de lo principal: «Marta, Marta tú te inquietas y te afanas por muchas cosas; pero pocas son necesarias, o más bien una sola» (Lc 10,41).

Por eso hay que señalar que una inversión tan cuidadosa y eficaz del tiempo, como la que caracterizaba a Rivera, solo es posible si se poseen las virtudes principales en grado muy perfecto. Es entonces cuando el campo de nuestras horas queda enteramente cultivado y es fructífero. Pero eso requiere, en primer lugar, como ya he señalado, un gran amor a Dios y a los hombres; es decir; olvido de sí y celo por la gloria de Dios y la salvación de todos. Y también son necesarias otras muchas virtudes: el ordenamiento armonioso y pacífico de potencias y sentimientos; la santa indiferencia, la abnegación completa de las propias tendencias y preferencias; la docilidad continua al Espíritu Santo, la libre disponibilidad a su moción; el espíritu de pobreza y el desprendimiento de todo lo mundano; la prudente previsión de acciones y sucesos; el don de consejo y de ciencia; la oración continua; la perfecta libertad espiritual para negarse con firmeza a solicitaciones a veces muy gratificantes, pero inconvenientes; el dominio de sí mismo para poder dar-se con eficacia, continuidad, sin prisas, sin demoras, y sin impulsividades erradas, imprudentes o incluso culpables; etc.

En este sentido, la vida de Rivera era extraordinariamente activa, precisamente porque era muy contemplativa. Y sin embargo, a pesar de tan continua actividad fecunda, de tal modo afirmaba él en su enseñanza la primacía de la gracia, la necesidad continua de la previa moción divina, que no faltaron algunos –normalmente mal informados de su vida y sobre todo mal formados en la teología católica de la gracia—, que veían en su doctrina cierto peligro de quietismo (¡¡quietismo Rivera!!)… Su vida, tan inmensamente alejada de estériles quietismos, es la respuesta más elocuente a estas ocasionales acusaciones. Quienes sospechaban de Rivera peligros de quietismo, ciertamente, no lo conocieron. No conocieron su enseñanza, y tampoco su vida. Acusar de quietismo a un sacerdote que apenas duerme y que evita cuidadosamente toda acción superflua, para poder tener cada día unas dieciocho horas de oración y de acción sacerdotal, no deja de resultar una broma de mal gusto.

Les cuento un ejemplo de la vida de este presunto quietista. En el Seminario Santa Leocadia, fundado en Toledo por el Cardenal don Marcelo González Martín, para las vocaciones de adultos (1983), organizábamos un Seminario de verano durante un mes, y a él acudían nuestros seminaristas –e incluso se sumaba alguno que no lo era, como uno que ahora es Obispo franciscano con toda la barba–. Pues bien, reunidos un verano en la Casa franciscana de Arenas de San Pedro, Ávila, la habitación mía estaba contigua a la de Rivera. Y yo veía –¡y oía!– que él pasaba los días atendiendo en dirección espiritual a seminaristas y autoinvitados. Pude comprobar que con frecuencia comenzaba a recibir temprano a quienes con él se dirigían, y que pasaba a veces unas ocho o diez horas del día escuchando y hablando. Al final se le veía tan fresco y jovial. O no se le veía, porque no solía cenar.

En ocasiones, es cierto, Rivera calculaba mal acciones y servicios, se comprometía a ellos por su buena voluntad de servir, y luego no estaba en condiciones de cumplirlos. En ocasiones pasaba dificultades prolongadas con ciertos proyectos y deberes –ordenar sus papeles, redactar un informe, preparar una conferencia, etc.–, y demoraba realizarlos un día y otro, o no llegaba a hacerlos, o los hacía a última hora.

Pero hay que reconocer, en general, que Rivera era muy señor de su tiempo y lograba dominarlo en gran medida, en una medida muy superior a la habitual en hombres activos. Cuántas veces pudimos comprobarlo, por ejemplo, cuando interrumpía o retrasaba una acción, y se retiraba unos minutos para rezar con toda paz una Hora litúrgica. O cuando caminando deprisa, como andaba siempre, acogía afablemente a un pobre que quería hablar con él. Lo atendía con toda calma y el tiempo preciso.

Vuelvo a lo de antes. «Aprovechar el tiempo», lograr que la inversión de la propia vida sea eficaz continuamente, no es nada fácil –bien lo sabemos por experiencia, aunque sólo sea por experiencia negativa–; es, sencillamente, imposible sin el desarrollo de grandes y poderosas virtudes. Solo aprovecha el tiempo de modo perfecto aquel que lo domina absolutamente –dominus, dominare, dominator–. Pero sólo consigue dominar su tiempo de modo perfecto aquel que se deja dominar totalmente por el Espíritu Santo, libre de todo apego desordenado.

Maravillas de la gracia de Cristo, ampliamente manifestadas en el Venerable José Rivera Ramírez.

José María Iraburu, sacerdote

Post post.– En vez de tanta cháchara, periódico, internet, televisión, guachapeo y demás, yo les aconsejo leer la preciosa biografía escrita por José Manuel Alonso Ampuero, José Rivera Ramírez. Pasión por la santidad (Fund. GRATIS DATE, Pamplona 2015, 2ª ed., 200 pgs.).

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