(336) Pecado –7. Somos libres y necesitamos la gracia
–Uno es libre en la medida en que puede hacer lo que le da la gana.
–Compruebo una vez más que el nivel de su formación cristiana viene a ser mínimo.
He señalado en los artículos anteriores acerca del pecado original y de la relación gracia-libertad, tres polos de pensamiento: (332) pelagianismo, «libertad sí, gracia no»; (333) luteranismo, «libertad no, gracia sí»; y (335) incredulidad moderna, «ni libertad, ni gracia». Son por supuesto una simplificación de innumerables doctrinas teológicas diversas, cada una con sus premisas y variedades propias. Pero esas tres coordenadas mentales son válidas para el lector común. Ahora expondré la doctrina verdaderamente cristiana, la católica: «somos libres y necesitamos la gracia», porque nuestra libertad está gravemente enferma.
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La libertad humana puede ser conocida por la misma razón natural. Podemos dar pruebas convincentes de que el hombre es libre partiendo tanto de consideraciones metafísicas, como psicológicas y sociales.
–Prueba metafísica. La voluntad es una potencia racional de querer, cuyo objeto es el bien en general. Pero las cosas objeto de su elección no pueden ser sino bienes limitados y parciales. De ahí esa ontológica indeterminación del querer voluntario, en el que se fundamenta la libertad. Ninguno de los bienes de este mundo, siendo finitos, puede llegar a atraer necesariamente el querer libre del hombre. Sólo Dios, el sumo Bien, al ser perfectamente conocido, como sucede en los bienaventurados, puede atraer necesariamente la voluntad del hombre. Y es entonces cuando la libertad humana llega a ser perfecta, cuando su adhesión al verdadero bien es absoluta, sin posible desviación o falla alguna.
Ninguno de los bienes de este mundo, por fascinantes que sean, y tampoco ninguno de los númerosos ídolos que el Occidente ha fabricado y sigue inventando en su creciente descomposición, ninguna de las divinidades inmanentes que propone –la Idea o el Estado totalitario hegeliano, la democracia liberal de Espinoza, etc.–, puede exigir la obediencia necesaria de nuestra libertad. Por eso únicamente la adhesión a un Dios verdadero y personal, infinitamente transcendente a todo lo mundano, puede garantizar la genuina libertad del hombre, y es inevitable –podemos afirmarlo a priori, pero también a posteriori– que la falta de fe en Dios trae consigo la negación de la libertad verdadera de la persona humana.
–Prueba psicológica. Antes del acto, las personas humanas somos conscientes de nuestra capacidad de deliberación, considerando unos y otros valores y circunstancias. En la decisión, nos sabemos dueños de nuestro acto, que no se produce necesariamente, y que sin duda podría ser otro. También durante la ejecución nos conocemos capaces de cambiar el acto, prolongarlo o suprimirlo. Pascal Jordan dice que para Heisenberg la libertad es el hecho experimental más seguro que existe, y él mismo añade que «tenemos que considerar la libertad como un hecho demostrable y demostrado» (El hombre de ciencia ante el problema religioso, Madrid, Guadarrama 1972, 420 y 431). Si el edificio de la cultura europea se está arruinando, una de sus causas fundamentales es la negación de la libertad humana tanto en la filosofía como en la psicología.
Cuando hace años estudié el tema en diversos campos de la psicología moderna, uno de los libros consultados fue el de J. Delay - P. Pichot, Manual de Psicología (Barcelona, Toray-Masson 1969), un volumen de unas 500 páginas muy usado entonces en Francia, que solamente dedicaba dos páginas y media a estudiar «la actividad voluntaria», sin llegar a definirse sobre si es o no libre (¡—!)… Su salomónica sentencia final decía: «El comportamiento humano puede ser concebido como determinado por las fuerzas que provienen del medio y por su interacción con el organismo (determinismo) o, por el contrario, admitir que el hombre, en condiciones normales, es capaz de orientar su actividad, y es libre de tomar sus decisiones (indeterminismo o voluntarismo). Desde este punto de vista, el problema de la voluntad es metafísico, y se confunde con el de la libertad y el libre albedrío». Y atención ahora a lo que sigue:
«La psicología, dejando de lado los aspectos metafísicos y éticos, se preocupa de definir el comportamiento voluntario desde un punto de vista práctico y de precisar sus relaciones con los otros niveles de actividad» (301; cf. 81). O sea que el psiquiatra o psicólogo mundano «no sabe» si el paciente que tiene delante y que está tratando es libre o no es libre; es responsable de sus actos o no; puede cambiar su conducta por decisión razonada de su voluntad, o está determinado y no puede hacerlo… Tal situación de la psicología como ciencia podemos calificarla, autorizados por la Real Academia, como verdaderamente estupefactiva. El más inculto de los cristianos, si tiene fe y reza el Padrenuestro, al pedir perdón de sus pecados, se confiesa responsable de sus actos, que pueden ser meritorios o culpables; y por tanto conoce perfectamente que es libre y capaz de conversión.
–Prueba moral y social. Sabemos bien que las responsabilidades y las obligaciones libremente contraídas no son ilusiones vanas, sino vínculos reales. Y de esto la conciencia es universal: en todo el mundo y en toda la historia. Sabemos que los premios y castigos, las exhortaciones, elogios y correcciones, las leyes cívicas y la exigencia real de los contratos, todo está dando un testimonio evidente de que el hombre es libre, y de que su conducta general y sus decisiones concretas no están determinadas. Tan absurda es la negación de la libertad, que quienes sostienen tan enorme error siguen tratando a los hombres en la práctica «como si fueran libres».
Pablo VI decía: «Cuando se hace la relación de los motivos [que influyen en la voluntad] se ve que son tan irrefutables y numerosos que constituyen una especie de jaula, que no permite a la voluntad humana moverse como quiere, sino que la obligan, casi sin saberlo ella, a decidir mecánicamente de una forma concreta, y no de otra. Admitamos la existencia y la importancia de losmotivos que solicitan la voluntad a orientarse en un sentido determinante, y que su efecto puede asemejarse a un resultado mecánico. Existe [sin embargo] en el hombre un margen, un amplio margen, su verdadero Yo, de indeterminación, que él solo resuelve en una decisión autónoma propia. Por restringida, por asediada e ilusa que sea, existe la libertad psicológica y moral del hombre» (16-VIII-1972).
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Pero la Iglesia conoce sobre todo la realidad de la libertad humana por la revelación de la Biblia. San Agustín afirma que Dios «reveló por sus santas Escrituras que hay en el hombre libre arbitrio de la voluntad» (De gratia et libero arbitrio I,1). Es ésta en la Biblia una enseñanza constante, explícita o implícita: «Dios hizo al hombre desde el principio, y le dejó en manos de su albedrío. Si tú quieres, puedes guardar sus mandamientos» (Eclo 15,14-15; cf. Dt 30,15-18). Por eso, porque el hombre es libre, el Señor le exhorta, le corrige, le anima, le amenaza (Is 5,4-5; Sal 7,12-13).
Si el hombre no fuera libre, la Biblia entera resultaría ininteligible. En ella Dios llama a conversión, pone a prueba a los hombres (Gén 22,1-19; Ex 15,25; 16,4; 20,20; Jue 2,22; Jdt 8,25-27; Sab 3,5; Eclo 2,1). ¿Qué sentido puede haber en todo eso si el hombre está determinado en su línea conductual, si no tiene poder de libertad sobre ella? El Señor premia a los fieles (Sant 1,12; Ap 3,21), reprocha a los pecadores, a los que resisten al Espíritu Santo (Hch 7,51), anuncia castigos a los malvados (Mt 23; 25). ¿A qué viene todo eso, si el hombre no es realmente libre?
Verdad es que la libertad del hombre admite muchos grados de perfección, y que no en todos es igual. Los no-creyentes, aunque sea a veces de modo imperfecto, son libres, pues poseen luz de razón y conciencia moral (Rm 2,14-16; Vat. II, LG 16). Los pecadores tienen la libertad disminuída por sus vicios, y sujeta en algún grado al Maligno (Jn 8,44; Rm 6,11; Gál 4,21-31; 2 Pe 2,19). Los justos. aunque son libres, no gozan de absoluta libertad todavía (Rm 7,15-19); pero están verdaderamente llamados a crecer más y más en la gracia y de esto modo participar más plenamente de «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (8,21; cf. Jn 8,36; Gál 5,1.13). Liberados por la gracia de Cristo, los santos son los más libres de todos los hombres: libres del diablo, libres del mundo en que viven, libres incluso de sí mismos, de sus pasiones, errores y voluntades desordenadas.
Hoy, como al comienzo del cristianismo, la Iglesia católica afirma ella sola la libertad del hombre, negada por el luteranismo, y rechazada o considerada con un escepticismo agnóstico, más bien inclinado a la negación, por las diversas escuelas filosóficas y psicológicas del pensamiento moderno. Una vez más cumple la Iglesia su misión de defensora de los valores humanos naturales que se ven amenazados por el error o el pecado. Cuando, por ejemplo, el mundo duda del poder de la razón para un conocimiento objetivo, la Iglesia lo afirma. Cuando la razón se oscurece en el conocimiento de ciertos aspectos de la ley natural, la Iglesia acude en su ayuda desde la fe, pues Cristo constituyó a los Apóstoles y a sus sucesores «intérpretes auténticos de toda ley moral, es decir, no sólo de la ley evangélica, sino también de la natural» (Pablo VI, enc. Humanæ vitae 25-VII-1968, 4).Ahora a la Iglesia le toca afirmar la libertad del hombre ante un mundo que habla de libertad a todas horas, pero que no cree en ella.
Que no cuenten con nosotros, los cristianos, para afirmar una libertad entendida como determinismo sujeto a la evolución histórica de «la Idea», como individualismo, irresponsabilidad, autonomía absoluta, capricho o anarquía, pero, como dice Pablo VI, si se habla de libertad «considerada en su concepto humano y racional, como autodeterminación, como libre arbitrio, estaremos entre los primeros para exaltar la libertad, para reconocer su existencia, para reivindicar su tradición en el pensamiento católico, que ha reconocido siempre esta prerrogativa esencial del hombre. Baste recordar la encíclica Libertas, de 1880, del papa León XIII. El hombre es libre, porque está dotado de razón, y como tal, es juez y dueño de las propias acciones. Contra las teorías deterministas y fatalistas, tanto de carácter interno y psicológico, como de carácter externo y sociológico, la Iglesia ha sostenido siempre que el hombre normal es libre y, por ello, responsable de las propias acciones. La Iglesia ha aprendido esta verdad no sólo de las enseñanzas de la sabiduría humana, sino también y sobre todo de la Revelación; ella ha reconocido en la libertad una de las señales primitivas de la semejanza del hombre con Dios. Cada uno ve cómo de esta premisa se deriva la noción de responsabilidad, de mérito y de pecado, y cómo a esta condición del hombre está vinculado el drama de su caída y de la redención reparadora. Así pues, la Iglesia católica ha sostenido que ni siquiera el abuso inicial que el primer hombre hizo de su libertad, el pecado original, ha comprometido en sus infelices herederos de modo total, como defendió en otro tiempo la reforma protestante, la capacidad del hombre de obrar libremente» (9-VII-1969).
Preciso más. El hombre moderno incrédulo común se cree y se dice libre, pero con una idea falsa de la libertad: «soy libre porque puedo hacer y hago lo que me da la gana, sin responder ante nadie». Pero al pensar y hablar así falsifica lo que realmente es la libertad. La libertad es la facultad humana de hacer el bien elegido por la razón y querido por la voluntad. Es la capacidad que existe únicamente en la persona humana, y en ninguna de las criaturas visibles, para autodeterminarse hacia el bien entre diversas opciones posibles.
Como ya vimos (335), la libertad se perfecciona en el hombre cuando obra el bien (por ejemplo, bebiendo lo que la razón muestra que conviene y la voluntad quiere); pero se degrada, e incluso puede llegar a perderse, si obra el mal reiteradamente (el caso del alcohólico, cuya voluntad acaba cautiva de la bebida: no es ya capaz de usar de la bebida sin abusar de ella, porque está cautivo de ella y ya no es libre en su uso, aunque su razón le advierta que por su abuso en la bebida está perdiendo su salud y su familia, y que va a perder también su trabajo).
¿Puede decirse libre el que hace lo que le da la gana, pero es incapaz de hacer lo que la razón le muestra como bien y la voluntad quiere, o más bien, quisiera? Fácilmente se aprecia que se miente a sí mismo quien dice «yo soy libre porque puedo hacer y hago lo que me da la gana», es decir, lo que me pide el cuerpo, la exigencia de las circunstancias o el puro sentimiento. Termino este punto con un ejemplo.
El hombre es como un jinete a caballo. El jinete es el anima, es decir, la razón y la voluntad, elevadas a fe y caridad en el cristiano. Y el caballo es el ánimo, es decir, el temple cambiante, la gana, los sentimientos y sensaciones, las pasiones, las apetencias cambiantes, según días y estados psicosomáticos. Es evidente que el hombre es libre cuando el ánima manda en el ánimo, cuando lo ha ido integrando más y más en conformidad al plano racional-volitivo. El jinete es sin duda quien debe dominar y guiar el caballo, y no el caballo al jinete, porque es el plano superior del ser humano, según el cual es imagen de Dios. Nos causaría lástima o risa aquel jinete que, no pudiendo dominar el caballo («no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero», Rm 7,19), se atreviera a decirnos: «Yo soy libre en todo: voy siempre a donde me lleva el caballo».
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La fe cristiana enseña que la libertad del hombre está gravemente enferma y necesita absolutamente de la gracia divina para lograr ser perfectamente libre, y salvarse así del pecado y de la perdición temporal y eterna.
Yavé enseña a Israel que el hombre es malo, es pecador, está inclinado al mal. Ya en los comienzos de la humanidad, vió el Señor «cuánto había crecido la maldad del hombre sobre la tierra, y cómo todos sus pensamientos y deseos sólo y siempre tendían al mal» (Gén 6,5). Por eso, cuando quiso Dios hacer un pueblo santo, comenzó por separar a Abraham de su mundo familiar (12,1), y continuó después sacando a Israel del mundo egipcio (Ex 3). Pero ni así, ni con exilios y desiertos, llega Israel a la santidad. «Eres infiel –le dice Yavé–, y tu nombre es Rebelde, desde que naciste» (Is 48,8). Los judíos piadosos tienen profunda conciencia de su pecado (Jer 14,7-9; Dan 3,26-45; 9,4-19), y conocen la necesidad de la gracia para salir del mal y mantenerse en el bien. Por eso la piden una y otra vez, con súplica incesante (Sal 118,10.32-34.133.146).
Jesús ve igualmente que los hombres somos malos, y que por eso estamos absolutamente necesitados de la gracia. El ha venido a salvar a los «pecadores» (Mt 9,13), y les dice abiertamente: «vosotros sois malos» (12, 34; Lc 11,13). El trae la misericordia del Padre, que «es bondadoso con los ingratos y los malos» (6,35). Los hombres, al estar sujetos por el pecado original y por nuestros propios pecados al influjo del Maligno (Jn 8,44), no podemos «nada» sin su gracia (15,5).
Los Apóstoles.Y también enseñan eso los Apóstoles de Jesús. Todos estábamos muertos por nuestros delitos y pecados, todos estábamos enemistados con Dios, impotentes para el bien (Rm 3,23; Ef 2,1-3; Tit 3,3). Y si dijéramos otra cosa, seríamos mentirosos, y llamaríamos mentiroso a Dios (1Jn 1,8-10). Los grandes conversos, como San Pablo, que por pura gracia pasa de ser «perseguidor de cristianos» a Apóstol de Cristo, tienen especiales luces sobre el poder de la gracia: «por la gracia de Dios soy lo que soy» (1Cor 15,10). Él afirma que todos somos pecadores, malos, muertos, cautivos del diablo, del mundo y de la carne: «pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros pecados, nos dio vida por Cristo: de gracia habéis sido salvados» (Ef 2,1-5). Pues «es Dios el que actúa en vosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 3,13).
El pelagianismo antiguo o moderno, que niega la necesidad de la gracia para la salvación del hombre y de la humanidad, es la negación de Jesús, el rechazo del Salvador, es algo horrible: «maldito el hombre que en el hombre pone su confianza» (Jer 17,5)… Con todo, todavía hay gente que «cree en el hombre». Todavía hay cristianos que no ven a los hombres como pecadores necesitados de salvación por gracia sobrenatural, sino como gente de «buen fondo», como personas de «buena voluntad», que con un poco de empeño –sin misas ni oraciones– pueden salir adelante de sus miserias por sus propios medios. No son cristianos, sino roussonianos.
Los Santos Padres. San Agustín, otro gran converso, capta muy vivamente, como todos los Santos Padres, la necesidad de la gracia, o lo que viene a ser lo mismo, la necesidad de la oración de petición, eso que los pelagianos no podían comprender: El Señor nos manda pedir «no nos dejes caer en la tentación» (Mt 6,13). «Y el Apóstol lo mismo: “pedimos a Dios que no hagáis ningún mal” (2Cor 13,7). Pero si esto estuviera en la potestad del hombre, como lo estaba antes del pecado [original], antes de que la naturaleza humana quedara viciada, no pediríamos orando, sino que simplemente conseguiríamos obrando» (Contra Iulianum VI,15).
Los Padres combatieron el pelagianismo apoyándose siempre en la sagrada Escritura, en la que el Señor nos manda pedir, porque nosotros nada podemos sin la gracia divina. Por eso San Agustín declara: «No dice Cristo “sin mí poco podréis hacer”, sino “sin mí no podéis hacer nada”. Por tanto sea poco o mucho lo que hagas, no lo puedes hacer sin Cristo. No: sin su auxilio no puedes hacer cosa alguna»; se entiende, ninguna obra buena, meritoria de vida eterna (In Evang. Ioannis 81,1-3). Por eso concluye: Señor, «toda mi esperanza está en tu inmensa misericordia. Da lo que mandas, y manda lo que quieras» (Confesiones X,29,40).
Los primeros Concilios, junto a los dogmas trinitarios y cristológicos, establecen muy pronto los grandes dogmas sobre la gracia de Cristo (Cartago XVI 416 y 418; Éfeso 431; Arlés 475; II Orange 529: Dz 225-230, 238-249, 330-332, 398-400). Siempre, apasionadamente, el Magisterio apostólico ha enseñado la necesidad de la gracia: «Dios obra de tal modo sobre el libre albedrío en los corazones de los hombres, que el santo pensamiento, el buen consejo y todo movimiento de buena voluntad procede de Dios, pues por él podemos algún bien, y sin él nada podemos» (Indiculus 431: Dz 244).
El gran concilio de Trento enseñó que la gracia da al hombre no sólo la facilidad, sino la posibilidad de ser bueno (Dz 1551). En consecuencia, aunque la libertad no se extinguió con el pecado original (1555), es imposible que con sus solas fuerzas el hombre se levante de la miseria del pecado (1521). La misma libertad, que puede resistir la gracia pecando, puede y debe cooperar con ella voluntariamente (1554).
La sagrada Liturgia de la Iglesia nos enseña constantemente la doctrina de la gracia en sus bellísimas oraciones. No pocas de ellas, procedentes de los siglos V y VI, son expresiones orantes de aquellos Concilios antiguos que trataron del misterio de la gracia. Veámoslo concretamente en las oraciones colectas de los domingos del tiempo ordinario.
Señor, danos «luz para conocer tu voluntad y la fuerza necesaria para cumplirla» (1), de modo que «podamos dar en abundancia frutos de buenas obras» (3). «Oh Dios, fuente de todo bien, concédenos, inspirados por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tu ayuda» (10). «Señor, que tu gracia continuamente nos preceda y acompañe, de manera que estemos dispuestos a obrar siempre el bien» (28). «Mueve, Señor, los corazones de tus hijos, para que correspondiendo generosamente a tu gracia, reciban con mayor abundancia la ayuda de tu bondad» (34)…
En fin, como oramos en Cuaresma, tiempo de gracia y de conversión, «concédenos la gracia, Señor, de pensar y practicar siempre el bien, y pues sin ti no podemos ni existir ni ser buenos, haz que vivamos siempre según tu voluntad» (Or. jueves I cuaresma). Éstas y otras muchas oraciones nos hacen pensar, una vez más, que la liturgia es el Magisterio ordinario de la Iglesia más perfecto y universal, el que llega directamente a todos los fieles. Eso que los cristianos dicen en las oraciones litúrgicas, eso es lo que creen, y de esa fe es de la que viven.
José María Iraburu, sacerdote
19 comentarios
¡Cuántos hay que se pavonean ridículamente afirmando que ellos son muy "libres" porque van adonde los lleva el caballo!
De siempre he tenido una idea que no sé si debo corregir y es que el hombre es libre pero esa libertad viene condicionada seriamente por factores externos. Si yo hubiera nacido en Teherán al 99% que sería musulmán y si lo hubiera hecho en Tokio sería budista o shintoista.
Un japonés o un iraní pueden convertirse por la Gracia de Dios pero el entorno pesa muchísimo, aunque no sea un determinismo absoluto.
¿Es así? ¿Esas ideas son aún rescoldo de mis errores/ignorancias anteriores? Quizás la respuesta tenga que ver en cómo opera la gracia en personas de otras culturas que desconocen a Cristo y eso seguramente excede del tema del post.
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JMI.-Son temas muy complejos para responderlos aquí con un mínimo de precisión. La realidad de los condicionamientos culturales que Ud. señala es indudablemente cierto. Pero desde el principio de la historia de la Iglesia se ha visto por las misiones que, por obra del ESanto, entraban en la Iglsia a vivir en Cristo hombres de toda raza, lengua y religión. En Japón, en México, etc. ya unos pocos años después de la primera evangelización hubo mártires, mártires que morían felices por no traicionar su fe y su amor a Jesucristo, Salvador único del mundo.
Podría explicar por qué es tan perniciosa está definición tan arraigada en nuestra sociedad?
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JMI.-La causa principal es la apostasía de la fe cristiana.
Si conoce usted la fe cristiana, como me figuro, ya ve que es antitética al modernismo o al mayo 68.
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JMI.-El lenguaje cristiano para expresar el mundo de la gracia y del pecado no nos lo inventamos nosotros, sino que hacemos nuestro el que usan Cristo y los Apóstoles, la Tradición de los Padres y el Magisterio. Ellos son los que hablan de cómo el pecado original, y todos los que le siguen en la vida de la persona,
dejan [[["caída", "herida", "debilitada", "inclinada" al error y al pecado por la "concupiscencia"]]] la naturaleza humana, "en el cuerpo y en el alma", en la razón y en la voluntad. El NT, los Padres, Trento (sesión V), el Vaticano II (en GS, p.ej., 13a, 14a, 25c, etc.) emplean más o menos el mismo lenguaje.
"Limitadas", como Ud. dice, por su propia condición de criaturas, desde luego. Pero no es ése el término propio para expresar el trastorno profundo de la naturaleza humana causado por el pecado.
Aqui está todo lo que necesitamos entender .
Gracias por sus esplicaciones , la historia del caballo como dice Ricardo es de gran significacion para comprender el tema.
Que el Señor le mantenga mucho tiempo entre nosotros.
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JMI.-Bendigamos al Señor.
Soy así de simplón :-)
PD.- Soy médico jubilado, y mi padre me dijo que si alguna vez me salía un hijo tonto, que lo hiciese médico. Es lo que hizo conmigo.....(mi padre también era médico y un gran padre, antes padre que amigo, como debe ser).
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JMI.-Así es. No libre, esclavo de sus pasiones... y del diablo. El que peca más o menos, más o menos se sujeta al influjo del diablo 1Pe 5,8-9)...
"...prometiéndoles libertad, cuando ellos son esclavos de la corrupción, puesto que cada cual es esclavo de quien triunfó sobre él" (2Pe 2,19).
Por un cierto realismo antropológico sobre las cualidades del hombre, me encuentro bastante alejado de las tentaciones puramente pelagianas: sin duda alguna, nuestra libertad y nuestros esfuerzos solos no bastan: estamos tan enfermos por la concupiscencia, que necesitamos la gracia de Dios. Ahora bien, en cómo se conjugan esa libertad con esa gracia es donde encuentro más dificultades. Y me explico.
Los teólogos han distinguido clásicamente entre "gracia suficiente" y "gracia eficaz". La primera sería aquella que Dios concede a todos los hombres y con la que pueden salvarse; y, la segunda, aquélla en virtud de la cual se salvan de hecho. Ya introduje en otro post reciente del director de este portal la cuestión de la polémica de auxiliis entre Bañez (dominico tomista) y Molina (jesuita). Pues bien, si, simplificando mucho por cuestiones de espacio, para el primero la gracia suficiente no es de hecho suficiente para no pecar, sino que necesitamos, ADEMÁS, la gracia eficaz; y para el segundo el hecho de que la gracia suficiente sea, EN SÍ MISMA, eficaz o no eficaz depende del libre arbitrio del hombre... ¿en qué se distinguirían los tomistas de los luteranos? ¿Solo en que Dios predestina, pero para unos (los luteranos) esto se ve en la fe y para otros (los tomistas) esto se ve en las fe y en las buenas obras? Y, si Dios nos predestina a salvarnos o a condenarnos, porque a unos otorga en virtud de su divina voluntad la gracia eficaz y a otros solo la gracia suficiente, ¿dónde queda la libertad del hombre? Ciertamente, podría resistir la acción de la gracia suficiente, pero no de la eficaz. Y, aunque no quisiera resistir la gracia suficiente, de nada le serviría ella sola, pues por la ausencia de la gracia eficaz irremediablemente se condenaría.
¿No concilia pues mejor Molina, donde Dios presabe pero no predestina, la gracia y la omnipotencia divina con la libertad humana?
Muchas gracias y que Dios le bendiga.
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JMI.-Lo siento, pero no tengo tiempo ahora para meterme en tema tan complejo, muy difícil de tratar con precisión en una Sala de Comentarios como ésta. Si explora Ud. los artículos de Eucaldo Forment en InfoCatólica, quizá halla aclaraciones que le ayuden.
Tengo mucho más trabajo del que alcanzo a realizar.
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JMI.-Sí es tentación especial de jóvenes.
Pero hay pelagianos que lo son hasta su ancianidad y muerte.
Dentro de lo que alcanzamos nosotros a saber.
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JMI.-Efectivamente. La ancianidad es una obra de la Providencia divina que merece un sobresaliente: está muy muy bien pensada. Gloria a Dios.
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JMI.-Toda perdición se produce aceptando el influjo del Padre de la Mentira.
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JMI.-Como bien sabe, la libertad perfecta la consiguen sólo los santos, pues muy acrecentados por la gracia, ya no tienen voluntad propia, y su voluntad únicamente quiere lo que Dios quiere. La Virgen: "hágase en mí según tu voluntad", Señor. Ella, llena de gracia, es perfecta y totalmente libre. Libre del diablo, del mundo y de sí misma.
Hay una inquietud que quería comentarle. Desde mi punto de vista, y experiencia personal de haber sido un creyente paganizado, digamos pseudo-católico, poco conocedor y practicante de la religión, y a partir de un cierto momento haber comenzado a caminar en la Iglesia, algo determinante en esta transición fue la gracia de comenzar a leer la Biblia que siempre tenía en mi cuarto, y comenzar a enamorarme de las sagradas escrituras (de hecho, hoy siento que tengo que renovar ese ardor que tenía por las escrituras aquellos primeros, digamos, 10 meses desde que inicié esa transición). Esa experiencia, me lleva a la convicción que un factor determinante de reforma en los cristianos, en la Iglesia, debe venir dado por la lectura asidua de las Escrituras.
Si bien el tema de la Sagrada Escritura está implícitamente en la mayoría de sus posts, por no decir en todos, me parece que el único en el que toca explícitamente el tema es el 251. Si vale la sugerencia, me gustaría ver más posts dedicados a la Sagrada Escritura como formadora y reformadora de la vida cristiana a través de la lectio divina. Pienso que ahí está el corazón de la vida en la Iglesia, que sabiamente nos sirve dos banquetes, y no uno solo, en la Misa: la Palabra y la Eucaristía.
Un saludo.
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JMI.-Como sabe, en casi todos los artículos doy muchas citas de SEscritura, muchas. Pero eso de que sólo en el 251... no ha mirado usted bien el Índice de REFORMA O APOSTASÍA. Hay muchos artículo dedicados a temas de Escritura. Le cito sólo unos cuantos, reunidos en el Cuaderno LOS EVANGELIOS SON VERDADEROS E HISTÓRICOS (238-139, 243, 245-248)...
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JMI.-De acuerdo.
En todo caso, una gran ayuda para la "lectio divina" la puede Ud. hallar si mira en InfoCatólica, columna derecha en la parte de arriba, CONFERENCIAS DE ESPIRITUALIDAD: dentro del recuadro pone LITURGIA DE LAS HORAS, y entrando allí se hallan de modo permanente todas las lecturas del Año litúrgico que se recogen en el Oficio de Lectura de la L.H.
Me permito hacerle una pregunta: como cristiano he tenido la experiencia de tratar de perseverar en la fe y esa perseverancia la he sentido como un esfuerzo personal, por ende unas veces estoy entusiasmado y otras, me agoto. ¿Qué es? ¿Falta de fe? ¿Falta de conciencia sobre la gracia que uno recibe?
Saludos y bendiciones.
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JMI.-No sé decirle, porque no lo conozco a usted, y puede deberse a tantas razones distintas, o varias de ellas relacionadas entre sí.
Lo que sí puede decirse es que el pecado original estropeó no poco la naturaleza humana, y el bautismo y la fe no nos restauraron de tal modo que desapareciesen de nosotros todas esas torpezas del entendimiento, de la voluntad, de las pasiones, con sus altibajos.
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