(176) De Cristo o del mundo -XVIII. Laicos y monjes. 4
–Ya pensé que había usted abandonado la serie.
–Sus pensamientos se ven afectados por errores con notable frecuencia. No se fíe de ellos.
Sigo examinando la espiritualidad de la Iglesia, particularmente la de los laicos, y de modo especial en su relación con el mundo secular, en el período que va del edicto de Milán (313) a la muerte de San Benito (557).
Oración, ayuno y limosna. Los Padres antiguos, como hemos visto, llaman a los laicos a la perfección, a una vida homogénea a la de los monjes, aunque diversa, es decir, a una vida evangélica, libre del mundo. Ahora bien, ¿por qué prácticas concretas fundamentales orientan los Padres la via perfectionis de los laicos? Por el camino de la sagrada tríada penitencial: oraciones, ayunos y limosnas. Estas tres santas obras las estimulan no sólo en la predicación, sino también en la misma disciplina de la Iglesia. En efecto, padres y concilios organizan la vida del pueblo cristiano principalmente mediante las oraciones (Horas, Eucaristía dominical), los ayunos (días penitenciales) y las limosnas (diezmos, primicias y colectas). Y creo que acertaban mejor que aquellos grupos laicales de hoy –no son muchos– que buscan la perfección profesando, en forma acomodada a su condición, los tres consejos evangélicos, pobreza, obediencia y castidad (Caminos laicales de perfección, Fund. GRATIS DATE, Pamplona 1996, cp. 6).
El camino de perfección tradicional para los laicos es muy antiguo: «Buena es la oración con el ayuno, y la limosna con la justicia» (Tob 12,8; cf. Jdt 8,5-6; Dan 10,3). Reiniciado por Cristo en el desierto (Mc 1,13; cf. Ex 24,18), y enseñado por él en el Sermón del Monte (Mt 6,2-18), es el camino de perfección seguido por los laicos en la Iglesia primera (Hch 2,44; 4,32-37; 10,2.4.31; 13,2-3; 14,23; 1Cor 9,25-27; 2Cor 6,5; 11,27) y en la disciplina de la Iglesia antigua (Dídaque 1,5-6; 7,4; 8; 15,4; Pastor de Hermas, comp.5,3; cf. San Justino, 1Apolog. 61,2).
Así San León Magno (+461): «Tres cosas pertenecen principalmente a las acciones religiosas: la oración, el ayuno y la limosna, que han de realizarse en todo tiempo, pero especialmente en el tiempo consagrado por las tradiciones apostólicas», adviento, cuaresma, etc. (Hom. 1ª sobre el ayuno en diciembre 4; cf. 4ª,1; Hom. 10ª en cuaresma). Y como hace notar Juan Pablo II, «no se trata aquí sólo de prácticas momentáneas, sino de actitudes constantes, que imprimen a nuestra conversión a Dios una forma permanente» (14-3-1979; cf. 21-3-1979).
–Ayuno que libera del mundo, y que no es sólo apartamiento del mal, sino también austeridad continua de vida, que evita un consumo ávido de mundo visible, con todas sus variedades y fascinaciones. –Oración que vuelve a Dios en la liturgia, la lectura de la Palabra divina, la oración. –Limosna que vuelve al prójimo en la ayuda, la entrega personal y la donación.
Oración-ayuno-limosna se posibilitan y potencian entre sí. Así lo afirma San Pedro Crisólogo (+450): «Tres son, hermanos, tres las cosas por las cuales dura la fe, subsiste la devoción, permanece la virtud: oración, ayuno y misericordia. Oración, misericordia y ayuno son tres en uno, y se dan vida mutuamente» (Sermo 43). Ésta es la clave para el perfeccionamiento de la vía laical, y por ahí se orienta también la espiritualidad seglar en la Edad Media (cf. Sto. Tomás, STh Sppl. 15,3), concretamente en las Órdenes terciarias.
Los Padres se esfuerzan en procurar la santificación de los fieles y su liberación del mundo. El celo con el que luchan implacablemente los Pastores contra la paganización del pueblo cristiano expresa muy claramente que de verdad creen en la vocación de los laicos a la santidad, y que de verdad la procuran. (Es un buen ejemplo para todos los Obispos católicos, también para los actuales). En efecto, al mismo tiempo que estimulan en los laicos las más altas virtudes, les prohiben con gran energía las malas costumbres del mundo. Así, por ejemplo, se conducen en lo referente a los espectáculos.
El Crisóstomo, volvemos a él, sobre todo en las homilías sobre San Mateo, carga furibundo contra teatros, circos, carreras de caballos, canciones mundanas… Son adúlteros los cristianos que se entregan a estas diversiones diabólicas. No saben recitar un salmo o un texto de la Escritura, pero saben de memoria «los cantos que el diablo inspira, poesías impúdicas y lascivas» (Hom.2,5). «¿Qué mal hay en ver correr a los caballos?», objetan algunos; pero el mal no está en eso, sino en que ahí «se escuchan gritos de furor, blasfemias, mil palabras ofensivas. Las cortesanas se muestran sin pudor al público, mientras jóvenes afeminados rivalizan con ellas» (Hom. 6 in Gen. 2). El pastor antiguo libra en estas cuestiones un verdadero combate con su pueblo, para librarlo del mal. «Si se os invita al circo o a espectáculos licenciosos, corréis en muchedumbre; pero si es a la iglesia, son pocos los que responden a la llamada» (Sobre el salmo 121,1).
Estas predicaciones del Crisóstomo, tanto las que hace en Antioquía como en Constantinopla, dos o más veces por semana, atraen fieles de toda la ciudad y aún de pueblos vecinos, y suscitan verdadero entusiasmo –aplausos, vítores–. Y de ellas surgen ascetas y vírgenes, monjes y hogares santos. Pero también hay muchos que, no queriendo renunciar a los placeres de la vida presente, mantienen hacia ellas una resistencia pasiva y en ocasiones activa y violenta. «Este santo varón quiere hacer de nuestra ciudad un monasterio…»
La vocación de los sacerdotes seculares a la santidad es también conocida por la Iglesia desde su principio. Siempre fue la Iglesia consciente de la necesidad de que los pastores sagrados, teniendo como misión re-presentar a Cristo entre los hombres, se revistieran de especial santidad de vida. Aunque son sacerdotes seculares, pues viven en el siglo, en el mundo, no han de ser del mundo ni en pensamientos ni en costumbres. Esta verdad se revela claramente, por ejemplo, en las exhortaciones que hace San Pedro, para que los pastores sean «modelos del rebaño» (1Pe 5,3), o en las que hace San Pablo, sobre todo en sus cartas pastorales.
Ahora, en los siglos IV y V, ante el peligro de que el clero secular se mundanice, debido a su nuevo prestigio social, los Padres tienen en cuenta, una vez más, la referencia ascética de los monjes. De hecho, muchos de los Obispos más notables de la época son monjes, que siendo ya pastores, siguen viviendo como tales: Basilio, Crisóstomo, los dos Gregorios, Hilario, Martín. (La interpretación que los modernistas actuales hacen de estos hechos es que muy pronto se formó en la Iglesia una casta sacerdotal, diferenciada de la masa de laicos. Ellos piensan que la renovación de los sacerdotes ha de ir hoy por la secularización de la figura y de la vida de los sacerdotes, cada vez más semejantes a los laicos. Pobrecitos: están ciegos, engañados por el Padre de la Mentira).
Acudo de nuevo al testimonio de San Juan Crisóstomo. En él, concretamente, el conflicto aparente entre la vida contemplativa y solitaria y la vida apostólica, que es contemplativo-activa, termina con el triunfo de la vida apostólica. Él, personalmente, ya Obispo, sigue viviendo en oración y penitencia, con la austeridad de un monje (Paladio, Diálogo 12; 17). Procura en ocasiones persuadir a algunos monjes para que acepten las órdenes sagradas y, dejando su soledad, se dediquen directamente a santificar al pueblo. Y reprocha a otros que, permaneciendo lejos de la ciudad, esconden su luz bajo el celemín. Rechazando obstinadamente las órdenes, no quieren colocar su lámpara sobre el candelabro, para que ilumine a todos los de la casa (Mt 5,15).
Los seis libros del sacerdocio, que escribe hacia el 386, antes de recibir la ordenación presbiteral, son un altísimo canto a la santidad excelsa del ministerio sagrado, tanto por su consagración a la divina liturgia, como por su entrega a la caridad pastoral. El siervo fiel y prudente, el que de verdad ama a Cristo, es el que dedica toda su vida y servicio a cuidar de su rebaño eclesial (De sacerdotio II,4; cf. Mt 24,45; Jn 21,15). Y aunque los peligros que acechan al sacerdote en el mundo son muchos, la gracia del Cristo glorioso le asiste poderosamente, y actúa a través de él, aunque no siempre el sacerdote viva conforme a lo que es. En efecto, «la gracia lo hace todo», y a través del sacerdote «es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo el que dispensa (oikonomei) todas las cosas; el sacerdote no hace sino prestar su lengua y ofrecer su mano» (In Joann. hom. LXXXVI,4).
Por todo ello, «el sacerdote ha de tener un alma más pura que los rayos mismos del sol, a fin de que nunca le abandone el Espíritu Santo, y pueda decir: “Vivo yo, mas no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2,20)… Y así es que mucha mayor pureza se exige del sacerdote que del monje. Y es el caso que a quien mayor se le exige, está expuesto a mayores riesgos en que forzosamente la manchará, si con asidua vigilancia y fervor extraordinario no hace su alma inaccesible a ellos» (De sacerdotio VI,2).
La condición de embajador de Dios, y aún más, la dedicación a la Eucaristía, el contacto con el sagrado cuerpo de Cristo, exigen del sacerdote la más alta santidad. Y así «el alma del sacerdote ha de brillar como una luz que alumbra a toda la tierra». Por una parte, ha de conocer bien los asuntos seculares, pero por otra, ha de estar libre de ellos. «Ha de ser multiforme», sabiendo hacerse a personas de muy diversa condición. Ha de ser a un tiempo «benigno y severo» (ib.). Y todo esto entre tormentas, y sufriendo a un tiempo el ataque de tantas bestias feroces (VI,12). «Si con esos ojos de la cara te fuera concedido ver el tenebrosísimo ejército del diablo, y la furia con que nos acomete, comprenderías que es más terrible esta guerra del espíritu que la otra guerra material» (VI,13). Y en ese combate están metidos diariamente los pastores sagrados…
Así pues, si grande ha de ser la fortaleza del monje para sobrellevar los trabajos de la ascesis en la soledad, ¿cuál será la fortaleza requerida por el sacerdote?… «No admiremos, pues, como cosa del otro mundo al monje, porque viviendo para sí solo no se perturba ni comete muchos y grandes pecados, como quiera que tampoco tiene grandes ocasiones que le azucen y despierten el alma. Pero el que entregado a muchedumbres enteras y obligado a llevar sobre sí los pecados de todos, permanece inconmovible y firme, llevando el timón de su alma en medio de la tormenta como si estuviera en la calma del puerto, ése sí que merece justamente los aplausos y la admiración de todo el mundo» (VI,6). De hecho, muchos que pasan de la paz del desierto a la guerra de la vida pastoral, no crecen en la virtud, y pierden la que trajeron de la soledad (VI,7).
Por todo ello, ha de extremarse el cuidado en la selección de los candidatos a las ordenes sagradas. «El que aun tratando y conviviendo con todo el mundo es capaz de conservar intactas e inconmovibles, y hasta con más cuidado que los mismos monjes, la pureza y la paz, la castidad y mortificación y vigilancia y demás virtudes propias de los monjes, ése es auténtico candidato al sacerdocio» (VI,8). Éste sí, santificando a otros, se santifica él. Y la verdad es que «no consigo creer que pueda salvarse quien nada trabaja por la salvación de su prójimo» (VI,10).
Valgan estos textos del Crisóstomo para comprobar cómo está viva en la época de los Padres la convicción de que, tanto en lo interior como en lo exterior, los sacerdotes seculares están especialmente llamados a la santidad en medio del mundo, en el que permanecen urgidos por su caridad pastoral.
La doctrina de la gracia y la libertad se formula dogmáticamente en este tiempo. La Iglesia, poco después de haber superado el error terrible del pelagianismo (Pelagio, 354-427), que niega el pecado original y la necesidad que el hombre tiene de la gracia para ser bueno y salvarse, ha de enfrentar el error más oscuro e insidioso del semipelagianismo, difundido por Fausto de Riez (+490?) y otros monjes de las Galias, en especial los de Marsella (massilienses). (Dos errores hoy muy presentes entre no pocos católicos).
El semipelagianismo procede, como el pelagianismo, de un optimismo antropológico falso. Piensa que Dios ama igualmente a todos, y a todos ofrece su gracia indistintamente. Y estima que a la parte de Dios ha de añadirse la parte del hombre, siendo ésta la que determina, por su mayor o menor generosidad, la altura alcanzada en la perfección cristiana. El hombre, por tanto, puede prestar su asentimiento a la gracia desde sí mismo, sin el auxilio de la misma gracia. En definitiva es, pues, el hombre quien lleva la iniciativa de su vida espiritual, y es él mismo quien se diferencia de los otros por su mayor o menor respuesta a las invitaciones de la gracia.
La reacción de la Iglesia, encabezada por San Agustín, contra esta falsificación del Evangelio, no se hace tardar: la difusión del error y la profesión de la fe verdadera son en la Iglesia contemporáneas en aquellos siglos. Los combates durísimos de San Agustín (+430) contra los errores de Pelagio (+427) se libran en el mismo tiempo en que el pelagianismo se difunde. Y en el concilio de Orange, en las Galias (529), bajo la guía sobre todo de San Cesáreo de Arlés (+543), se rechaza el semipelagianismo con energía. La Virgen María o Jesús no son los más amados de Dios porque son los más buenos, sino que son los más buenos porque son los más amados de Dios. Y si no, ¿qué méritos previos tenían María o Cristo para nacer exentos del pecado original? Pues bien, esa misma primacía causal del amor de Dios sobre la libre respuesta humana ha de aplicarse a todos y cada uno de los hombres. En efecto, «en toda obra buena no empezamos nosotros y luego somos ayudados por la misericordia de Dios, sino que es él quien nos inspira primero –sin que preceda merecimiento bueno alguno de nuestra parte– la fe y el amor a él» (Denz 397). Por tanto, como afirma Bonifacio II haciendo suya la doctrina del Concilio arausicano, «no hay absolutamente bien alguno según Dios que alguien pueda querer, empezar o acabar sin la gracia de Dios» (ib. 399).
Éstos son unos siglos en los que, como en los precedentes, todavía la vida espiritual cristiana irradia un esplendor alegre, que procede ciertamente de una doctrina de la gracia verdaderamente católica. La vida cristiana se experimenta y se predica mucho más como un don inmenso que como una esforzada obligación moral. La predicación de los Padres, y también las oraciones litúrgicas –paráfrasis líricas, muchas veces, de las definiciones de los Concilios de esos años–, sumergen al pueblo cristiano en una atmósfera de gracia, haciéndole intuir continuamente que la vida cristiana es ante todo un don magnífico y gratuito del Cristo glorioso. «Los que se dejan mover por el Espíritu de Dios, ésos son los hijos de Dios» (Rm 8,14): hombres celestiales, movidos siempre por el Espíritu Santo.
Actiones nostras, quaesumus, Domine, aspirando præveni et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra [oratio et]operatio a te semper incipiat , et per te coepta finiatur. Por Dominum. – Señor, que tu gracia inspire, sostenga y acompañe [todas] nuestras obras, para que nuestro trabajo comience en ti, como en su fuente, y tienda siempre a ti, como a su fin. Por nuestro Señor Jesucristo (Liturgia Horas, laudes I sem.).
José María Iraburu, sacerdote
Índice de Reforma o apostasía
3 comentarios
Esta humildad extrema era para Francisco sobre todo libertad para servir, libertad para la misión, confianza extrema en Dios, que se ocupa no sólo de las flores del campo, sino sobre todo de sus hijos; significaba un correctivo para la Iglesia de su tiempo, que con el sistema feudal había perdido la libertad y el dinamismo del impulso misionero; significaba una íntima apertura a Cristo, con quien, mediante la llaga de los estigmas, se identifica plenamente, de modo que ya no vivía para sí mismo, sino que como persona renacida vivía totalmente por Cristo y en Cristo. Francisco no tenía intención de fundar ninguna orden religiosa, sino simplemente reunir de nuevo al pueblo de Dios para escuchar la Palabra sin que los comentarios eruditos quitaran rigor a la llamada. No obstante, con la fundación de la Tercera Orden aceptó luego la distinción entre el compromiso radical y la necesidad de vivir en el mundo. Tercera Orden significa aceptar en humildad la propia tarea de la profesión secular y sus exigencias, allí donde cada uno se encuentre, pero aspirando al mismo tiempo a la más íntima comunión con Cristo, como la que el santo de Asís alcanzó.
«Tener como si no se tuviera» (cf. 1 Co 7, 29ss): aprender esta tensión interior como la exigencia quizás más difícil y poder revivirla siempre, apoyándose en quienes han decidido seguir a Cristo de manera radical, éste es el sentido de la Tercera Orden, y ahí se descubre lo que la Bienaventuranza puede significar para todos.
¿No es posible llegar a ella sin un compromiso formal interno o externo, sino siguiendo lo más fielmente las inspiraciones de lo que Dios quiere para uno? Por supuesto, contando siempre con la gracia divina y la correspondencia humana, una vida de piedad, sacrificio, sacramentos...
Gracias por su respuesta
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JMI.-Si se asoma, como ya lo ha hecho, a "Caminos laicales de perfección", tendrá en el cp. 4º respuesta más detallada a su pregunta. En principio sí es verdad que una cierta regla de vida, bien acomodada a las condiciones personales y a la gracia que uno recibe de Dios, ayuda a ir adelante por el camino de la santidad. Pero en modo alguno es de suyo necesario. "A quien Dios se la dé, SPedro se la bendiga". Un SJosé no estaba "comprometido" con ningún grupo o movimiento, ni creo que tuviera un plan de vida más o menos trazado, y no parece que le fue mal en el camino de la santidad. ¡San José! el único santo al que nuestro Sr. JCto. llamó "papá".
Felices Pascuas y que Dios lo bendiga.
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JMI.-Felices y santas Pascuas.
Bendición +
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