La serenidad del Papa Benedicto
Al caracterizar la figura de Juan Pablo II era frecuente emplear el símil del “huracán”. Especialmente en los primeros tiempos se su pontificado, Juan Pablo II era como una fuerza de la naturaleza que parecía arrastrarlo todo. Con los años, se hizo más débil, aunque jamás decayesen su voluntad y su entrega generosa.
Benedicto XVI no es un huracán. Lo pensaba mientras veía las imágenes de su reciente visita al Reino Unido. Si se trata de encontrar un parecido con los fenómenos naturales, podríamos evocar una lluvia suave, algo así como el rocío.
El rostro del Papa irradiaba serenidad, sosiego, y a la vez una profunda alegría, en absoluto bulliciosa. En el avión que lo trasladaba al Reino Unido, manifestó este rasgo de su fisonomía -también espiritual- al contestar una pregunta relacionada con la dificultad del viaje: “estoy seguro de que, por un lado, habrá acogida positiva de los católicos, de los creyentes en general, y atención de cuantos buscan cómo proseguir en este tiempo nuestro, y respeto y tolerancia recíprocos. Donde existe un anticatolicismo, sigo adelante con gran valentía y con alegría”.
Estas dos notas, la valentía y la alegría, nacen – pienso yo – de la serenidad que proporcionan la fe y el abandono en las manos de Dios. Están igualmente muy vinculadas a la esperanza, al amor de Dios y a la humildad.
En su primera encíclica hay un pasaje que siempre me impresiona: “Cuanto más se esfuerza uno por los demás, mejor comprenderá y hará suya la palabra de Cristo: « Somos unos pobres siervos » (Lc 17,10). En efecto, reconoce que no actúa fundándose en una superioridad o mayor capacidad personal, sino porque el Señor le concede este don. A veces, el exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento. Pero, precisamente entonces, le aliviará saber que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo —algo siempre necesario— en primera persona y por sí solo. Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas” (“Deus caritas est”, 35).