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10.12.15

Presentación del libro de Óscar Valado Domínguez, La música como porta fidei en la conversión de Manuel García Morente (1886-1942)

Instituto Teológico Compostelano, 9-XII-2015.

 

1. Es para mí un motivo de alegría poder participar en la presentación de este libro del Dr. D. Óscar Valado. Y lo es por varias razones; entre ellas, y no precisamente la última, porque se trata de la publicación de la tesis de doctorado en Teología de alguien que ha obtenido la Licenciatura especializada en Teología Fundamental en este Instituto Teológico Compostelano. En junio de 2010, D. Óscar defendió aquí su tesis de Licenciatura titulada Música y teología en el Magisterio reciente. La belleza de la música como paradigma de un itinerario de fe. En su día, ya pensé que era una buena tesina y que, sobre todo, abría un camino de investigación que, de hecho, ha conducido a un doctorado y que – estoy seguro de ello – dará origen –es más, ya lo está haciendo -a nuevas reflexiones y publicaciones.

Creo que este libro, La música como “porta fidei” en la conversión de Manuel García Morente (1886-1942), refleja muy bien la personalidad de D. Óscar Valado, que es un sacerdote con gran capacidad de acercarse a la realidad, guiándose por un espíritu de sana curiosidad y por la apertura a múltiples dimensiones del mundo y del saber. No nos encontramos con un “hombre unidimensional”, que diría Marcuse, sino con alguien que sabe manejar diversos registros y llevar a cabo, en primera persona, el diálogo y la síntesis entre fe y cultura; una tarea a la que, sin duda, empuja la Teología Fundamental. Y este acercamiento a la riqueza de lo real – a la música, a la filosofía y a la teología - lo lleva a cabo D. Óscar con una razón sensible, estética, que traza puentes entre la percepción y los conceptos.

La razón positivista puede resultar útil en el campo de la ciencia y de la tecnología, pero resulta insuficiente si deja de lado lo que nos constituye como humanos: “¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?” (Mc 8,36). Por otra parte, el ámbito de los sentimientos y de las sensaciones, que configuran nuestro estar en el mundo, no debe desvincularse de la razón, para que la chispa que da alegría, no degenere en una bacanal de locura alienante, sino que se mantenga dentro de la sobria ebriedad, de la cordura, que caracterizan el estilo cristiano y, en general, el humanismo.

2. En la antífona de entrada de la Misa del Domingo de Pentecostés se recogen unas palabras del libro de la Sabiduría: “El Espíritu del Señor llena la tierra y, como da consistencia al universo, no ignora ningún sonido” (Sb 1,7). Ningún murmullo se le escapa a quien está permanentemente atento a los gemidos interiores – de la creación y de nosotros mismos - que manifiestan el ansia de la redención.

El libro de D. Óscar es, como debe ser toda teología, un ejercicio intelectual y espiritual de escucha y de reflexión. El cristianismo es la religión de la Encarnación, en la que lo divino se manifiesta en lo humano, lo invisible en lo visible y lo inefable en ese reino de lo nouménico – permítanme la alusión kantiana – en el que habitan el arte, la belleza, la poesía y la música.

La sacramentalidad de lo cristiano nos debe impulsar a escudriñar cualquier huella, cualquier señal, que pueda servir de medio para el diálogo que Dios ha querido entablar con los hombres. El Espíritu Santo es, por decirlo así, la atmósfera que sostiene el diálogo del Padre con el Hijo en la intimidad de la vida divina y es, asimismo, quien nos introduce a nosotros en ese diálogo.

D. Óscar, con una perspicacia de detective, ha rastreado estas huellas de las que Dios se sirve para comunicarse con los hombres. En definitiva, la revelación es esa autocomunicación divina que suscita y pide, por parte del hombre, la respuesta de la fe. En este centro encuentra su eje esencial la Teología Fundamental.

D. Óscar repasa un itinerario vital, el del filósofo y músico Manuel García Morente, en el que el Misterio que es Dios se hace presente, incluso en su aparente ausencia, cuando humanamente uno puede tener la impresión de haberlo perdido todo, hasta el sentido de la propia vida.

Dios toca el corazón de García Morente valiéndose de una mediación sensible, sonora: la música; en concreto de tres piezas musicales que D. Óscar analiza desde la perspectiva teológica y musical. En varios pasajes de la segunda parte de su libro, el autor alude a la gracia de la fe. La Constitución Dei Verbum hace hincapié, al respecto, en la importancia de “los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del Espíritu y concede a ‘todos gusto en aceptar y creer la verdad’” (DV 5).

Pero D. Óscar no ha escrito una biografía de Manuel García Morente, sino un libro de Teología Fundamental que argumenta una tesis: la música puede ser para muchas personas, como lo ha sido en el caso de García Morente, la puerta de la fe. Más aún, es posible y fecundo contribuir a poner las bases de una teología de la música.

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5.12.15

Dos artículos de opinión muy interesantes: Sobre la “teología civil” y sobre “la prohibición de la Navidad”

En la medida en que puedo, estoy muy atento a la prensa escrita. Me gusta mucho seguir los artículos de opinión. Lo hago, preferentemente, con los publicados en “La Voz de Galicia”, “Faro de Vigo” y “Atlántico Diario” – por ser los más próximos, ya que vivo en Vigo - , pero también con los de otros periódicos, especialmente de España y, a veces, de Italia y de Francia.

De los de mi zona, he colaborado con los tres. Más, con “Faro de Vigo”. Pero asimismo lo he hecho, en mayor o menor medida, con “La Voz de Galicia” y con “Atlántico Diario”. Y ha sido, siempre, un placer y un honor. Creo que los católicos, en esto, debemos estar muy disponibles, si nos piden, o nos permiten, la colaboración.

Ahora me referiré a “La Voz de Galicia”. A dos textos que considero magistrales. Uno de ellos firmado por Xosé Luis Barreiro Rivas, un politólogo muy inteligente, con el título: “Primera lección de teología civil” (28 de noviembre de 2015). Barreiro Rivas, en el fondo, no deja de constatar lo que ya había previsto A. Comte, el defensor del “orden y progreso”, el sociólogo positivista que, al final, en su remedo de religión, contaba el número de velas que adornarían cada ceremonia civil y laica.

El segundo texto es igualmente lúcido. Lo firma el periodista y escritor Ramón Pernas: “Prohibir la Navidad” (5 de diciembre de 2015). Ramón Pernas insiste, muy agudamente, en que, por mucho que lo intenten, los laicistas, no lo van a conseguir. Como no lo consiguió Stalin.

Yo no considero que ninguno de estos dos autores huelan a cera de sacristía. Son personas muy solventes, que piensan por sí mismos. Todos lo hacemos. No obstante,  por su independencia, sus palabras sean, quizá, más significativas.

Es importante que personas cultas, con una trayectoria más que probada, digan en voz alta que no es de recibo resignarse a la insensatez neo-pagana, a la exclusión sistemática de lo cristiano en aras de no se sabe qué - quizá solo en aras del nihilismo más destructiivo -.

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28.11.15

Novena de las Candelas. En preparación de la fiesta de la Presentación del Señor

El Directorio sobre la piedad popular y la liturgia de la Congregación para el culto divino y la disciplina de los sacramentos, publicado en 2002, dedica un apartado a la fiesta de la Presentación del Señor (n. 120-123).

Merece la pena detenerse en este texto de referencia que destaca el carácter popular de la antigua fiesta – de origen oriental – del 2 de febrero; fiesta que hasta 1969 recibía en Occidente el título de “Purificación de Santa María Virgen”.

Los fieles cristianos “asisten con gusto a la procesión conmemorativa de la entrada de Jesús en el Templo y de su encuentro, ante todo con Dios Padre, en cuya morada entra por primera vez, después con Simeón y Ana”. Esta procesión, con el tiempo, se caracterizó por la bendición de las candelas que honraban a Cristo, “luz para alumbrar a las naciones” (Lc 3,32).

A la vez, los fieles “son sensibles al gesto realizado por la Virgen María, que presenta a su Hijo en el Templo y se somete, según el rito de la Ley de Moisés (cf Lv 12,1-8), al rito de la purificación”, una muestra de la humildad de la Virgen.

Asimismo la piedad popular “es sensible al acontecimiento, providencial y misterioso, de la concepción y del nacimiento de una vida nueva”. Las madres cristianas ven en María a la Madre.

En muchos lugares se valora la obediencia de José y de María a la Ley del Señor, la pobreza de los santos esposos y la condición virginal de la Madre de Jesús. Por este último motivo el 2 de febrero se ha convertido en la fiesta de la vida consagrada.

Todos estos valores de la piedad popular no ensombrecen el contenido esencial de la fiesta de la Presentación del Señor. Es Él, Cristo, la “luz del mundo”.

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23.11.15

Cuidar la Eucaristía

La Eucaristía es el sacramento- el signo sensible, instituido por Jesucristo, para darnos la gracia - que hace presente al mismo Cristo. Es el signo eficaz que hace presente no solo el sacrificio de Cristo, sino su misma Persona, indisociable de su sacrificio, bajo las apariencias del pan y del vino.

Si un sacerdote válidamente ordenado celebra la Santa Misa, obra, en la Persona de Cristo, la admirable conversión del pan en su Cuerpo y del vino en su Sangre. Dios, para llegar a nosotros, se sirve de mediaciones a la vez concretas y universales: el pan y el vino.

Lo que parece pan, sigue pareciéndolo, pero tras la consagración en la Misa, ya no es pan: es el Cuerpo de Cristo. Lo que parece vino, tras la consagración en la Misa, sigue pareciéndolo; pero ya no lo es: es la Sangre de Cristo. Y esta transustanciación no ocurre por arte de magia, sino por el poder soberano de la palabra de Cristo y por la acción del Espíritu Santo.

Es imposible, sin participar en la Santa Misa, poder distinguir entre una oblea y la Sagrada Hostia. Todo sigue pareciendo lo mismo, pero no es, ya, lo mismo.

¿Qué haría yo si me encuentro, por los motivos que sea, una oblea que, quizá, pueda ser más que una oblea? La trataría con el máximo respeto, pero eso no significaría, sin más, arriesgarme a un culto materialmente idolátrico y, tampoco, sin más, me arriesgaría al sacrilegio.

Me arriesgaría a la idolatría si, por razones aparentes, tratase un trocito de trigo como si fuese el Santísimo Sacramento. Me arriesgaría al sacrilegio si tratase al Santísimo Sacramento como si solo fuese un trocito de trigo.

No cabe apelar, con una inteligencia humana, a un discernimiento definitivo. Es posible que el Diablo pueda hacerlo; los hombres no podemos.

Ante la duda, ¿qué hacer?  Pues obrar con prudencia. Si se sospecha que una o varias formas –  u obleas – pueden ser formas consagradas, hay que hacer todo lo posible por rescatarlas. Y someterlas, con todo respeto, por si acaso, a un proceso bastante simple; por ejemplo, disolverlas en agua. Si dejan de parecer pan, tendremos la seguridad de que ya no es el sacramento de Cristo.

Pero, de la misma manera, ante la sospecha, sin certeza moral, de que las humildes obleas no sean la humilde presencia del cuerpo de Cristo en la Eucaristía, no debo ceder sin más a la duda, sino cerciorarme, y tratarlas con el mismo respeto, como si pensase que, realmente, podrían ser formas consagradas.

Pero, sin certeza moral, no me pondría de rodillas ante esas formas. No, ante la promesa de alguien que se presentase como nada fiable.

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19.11.15

La ciudad de Dios

San Agustín esbozó, en su extensa y profunda obra titulada “La ciudad de Dios”, una teología de la historia. De este texto agustiniano ofreció una interesante reflexión José Ferrater Mora en su libro “Cuatro visiones de la historia universal”. “Dos amores – nos dice San Agustín - fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial” (“La ciudad de Dios”, XVII,115).

En buena medida, esta teoría de San Agustín ayudó – así lo reconoce un autor poco sospechoso de pro-catolicismo como Bertrand Russell – a la separación entre Iglesia y Estado. Pero sería precipitado, e inexacto, identificar la ciudad de Dios con la Iglesia y la ciudad terrena con el Estado. La clave está en el objeto del amor o del desamor. Lo esencial es si la ciudad se edifica sobre el egoísmo y el desprecio de Dios o, por el contrario, sobre la solidaridad y el reconocimiento de Dios.

En este mundo, las dos ciudades están mezcladas. “Ni son todos los que están, ni están todos los que son”. Solo el último juicio podrá separar a unos de otros. San Agustín escribía bajo el impacto sufrido por el saqueo de Roma, en el año 410, por los godos. Los paganos atribuían ese mal al abandono de los dioses antiguos. San Agustín argumenta que no es así; que la culpa del saqueo de Roma no la tenía el cristianismo.

Hoy Europa se siente, no sin razón, amenazada. Algunos comparan el momento que nos toca vivir con la caída de Roma. Una caída no gradual, sino repentina y sangrienta: “Como el Imperio Romano a principios del siglo V, Europa ha dejado que sus defensas se derrumbaran. A medida que aumentaba su riqueza han disminuido su capacidad militar y su fe en sí misma. Se ha vuelto decadente, con sus centros comerciales y sus estadios. Al mismo tiempo, ha abierto las puertas a los extranjeros que codician su riqueza sin renunciar a su fe ancestral”, dice el historiador Niall Ferguson.

Europa tiene que resurgir, que recobrar la fe en sí misma. Y dudo que pueda hacerlo sin recuperar su patria espiritual, que no es otra que el cristianismo, como recordó en Santiago de Compostela San Juan Pablo II el 9 de noviembre de 1982: “Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.

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