InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: 2014

20.09.14

Dios nos invita a trabajar en su viña

La misericordia de Dios se despliega en su plan de salvación; un designio que abarca a todos los hombres de todos los pueblos. La voluntad divina es “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (2 Tim 2,4). Dios va llamando a quienes se encuentran en la plaza del mundo para invitarlos a trabajar en su viña, a formar parte de su Iglesia. A todos, independientemente de cuando se produzca la llamada - a primera hora del día o al caer la tarde- , les ofrece el mismo salario, que no es otro que la vida eterna.

Podemos interpretar de diversos modos complementarios el sentido de esta parábola que recoge San Mateo (cf Mt 20,1-16). Puede referirse al papel desempeñado por Israel en la historia de la salvación. Israel fue elegido como pueblo de Dios. Fue llamado a primera hora, pero no para ser el destinatario exclusivo de la salvación divina, sino como signo de la Iglesia, de la reunión futura de todas las naciones. También los gentiles, aquellos que no forman parte del pueblo hebreo, han sido invitados a trabajar en la viña, a entrar en la Iglesia.

Podemos interpretar asimismo esta parábola como una muestra de que Dios no discrimina a nadie, de que quiere contar con la colaboración de todos. Con una lógica meramente humana cabría pensar que un propietario que saliese a contratar jornaleros escogería a los aparentemente mejores, a los más aptos para el trabajo, y que dejaría a los demás en el paro. Dios, en su oferta de salvación, no actúa así. Él da a todos una oportunidad. No llama solamente a su Iglesia a los aparentemente justos, puros y perfectos. Llama también a los pecadores: a Mateo, un publicano; a la Magdalena, que había estado endemoniada; a Pablo, un perseguidor de la Iglesia.

Igualmente, las diferentes horas del día evocan las sucesivas etapas de la propia vida. Algunos son llamados desde niños, otros en la adolescencia o en la juventud, otros en la edad madura, en la vejez o incluso cuando están a punto de terminar su tránsito por este mundo. En ningún caso esa invitación del Señor es prematura o tardía. San Juan Crisóstomo dice, a propósito de los jornaleros de la parábola, que “el Señor los llamó a todos cuando estaban en disposición de obedecer, cosa que hizo con el buen ladrón, a quien llamó el Señor cuando vio que obedecería”.

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19.09.14

¿Consenso o verdad?

El “consenso”, tan invocado últimamente para lo que conviene y tan despreciado para lo que conviene menos, es el acuerdo producido por consentimiento entre todos los miembros de un grupo o entre varios grupos. No podemos negar que, en nuestra sociedad, existe un amplio consenso en varios temas: Casi todos estamos de acuerdo en que no es lícito maltratar a las mujeres (ni a nadie); en que es preciso proteger la naturaleza; en que no cabe permitir que un asesino salga a la calle disparando tiros a diestro y siniestro. En todo esto, el consenso surge casi espontáneamente.

En otros temas el consenso no es fácil. ¿Existe, acaso, consenso sobre la política económica a seguir, o sobre la política fiscal, o sobre el derecho a llevar a cabo unas votaciones consultivas que podrían amparar la secesión de un territorio del resto del Estado? En estos terrenos el consenso es débil, pero los que mandan no se detienen ante esa debilidad, sino que aplican, simplemente, la ley de las mayorías. El que tiene más votos manda, impone su criterio, con la tranquilidad de haber seguido formalmente las normas procedimentales de la democracia.

¿Basta con esta legitimidad de tener la mayoría? Sí y no. En algunas cosas, puramente opinables, en cosas que pueden ser, según preferencias, “A” o “B”, el recurso a la mayoría es bastante útil. Al fin y al cabo, de algún modo hemos de tomar decisiones, porque es imposible suspender hasta la eternidad la decisión.

En las cuestiones de fondo, el recurso a la simple mayoría es más problemático. Supongamos que uno de nosotros cae como rehén de los terroristas del Estado Islámico. En ese caso, ¿veríamos como justificable el que nuestra vida dependiese del voto mayoritario de los combatientes de esa organización? Aunque todos los integrantes del Estado Islámico votasen y “consensuasen” que lo que procede es rebanarnos el cuello, ¿estaríamos de acuerdo? ¿No surgiría en nuestro interior una protesta basada en lo que entendemos que es justo o injusto, en lo que creemos firmemente que puede ser o no puede ser?

Cuando algo se percibe como injusto, no se apela a la mayoría, ni al consenso – entre una asamblea de ladrones sería difícil esperar que los ladrones condenasen el robo - . Cuando algo se percibe razonablemente como injusto se apela a algo más: a la justicia, a la verdad, a algo que no depende de que seamos más o menos los que estemos de acuerdo, sino a algo que, con más o menos apoyos, nos parece que está por encima de ese cálculo numérico.

Con el tema del aborto sucede algo así. No se puede – coherentemente – apelar al consenso si antes no se lleva a cabo una mínima reflexión sobre la verdad. Lo importante no es si muchos o pocos apoyan el aborto. Lo decisivo es si el aborto, honestamente, justamente, se puede apoyar o no.

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18.09.14

¿Es una rebelión decir lo que uno piensa?

La palabra “rebelión” es muy fuerte. Designa un “delito contra el orden público, penado por la ley ordinaria y por la militar, consistente en el levantamiento público y en cierta hostilidad contra los poderes del Estado, con el fin de derrocarlos”. Si aplicásemos esa categoría, “rebelión”, al ámbito eclesiástico diríamos que son rebeldes quienes se alzan contra las legítimas autoridades de la Iglesia: contra el propio obispo o, aún peor, contra el Papa.

¿El hecho de que unos cuantos cardenales colaboren en un libro sobre la verdad del matrimonio puede considerarse una “rebelión”? Yo creo que no. Más bien lo veo como un signo de obediencia al Papa. Porque ha sido el Papa, Francisco, quien ha pedido, de cara a los próximos sínodos – uno extraordinario, en octubre de 2014, que, de algún modo, ha de delimitar el “status quaestionis” sobre la familia, y otro, ordinario, en otoño de 2015, que ha de deliberar recapitulando los resultados – el que ha pedido que haya debate – o, en el lenguaje del Papa – “lío”.

Ha pedido debate, o “lío”, y el debate o “lío” está servido. Y no debe escandalizarnos que exista debate. Yo estoy convencido de que ni el Papa ni los cardenales buscan subvertir la verdad de la fe. De todos los católicos del mundo, el Papa es el más sometido a la obediencia: “Tú eres Pedro”. La Iglesia se edifica, se levanta, sobre la roca firme de la fe de Pedro. Y la fe es, a la vez, escucha y obediencia.

Que se pregunte sobre un tema, que una hipótesis que pretende permanecer en la verdad de la fe sea objeto de discusión, no debería ser motivo de escándalo. Pero tampoco debería ser motivo de escándalo que, quienes no contemplen una supuesta hipótesis como aceptable, lo digan claramente. Si somos libres, somos libres. Todos o ninguno.

El cardenal Kasper ha hecho una propuesta sobre algo así como los vestigios, o elementos, de matrimonio que, a pesar de los pesares, podrían subsistir en una unión civil entre bautizados que hayan dejado atrás un matrimonio canónico fracasado. Emplea, en favor de su tesis, una analogía eclesiológica: La Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia Católica, pero no se puede negar que haya elementos de la verdadera Iglesia de Cristo en otras confesiones cristianas.

Según esta analogía, si la he entendido bien, el matrimonio, para los bautizados, es el matrimonio sacramental, pero si éste ha fracasado y se da una nueva unión civil, se podría, según el caso, encontrar en esa unión civil elementos de matrimonio, aunque no la figura completa del matrimonio. Y si quien se ve en esa situación hace todo lo posible por vivirla de modo honrado y cristianamente responsable, no sería lógico que la Iglesia le apartase de la medicina de la misericordia, medicina que parte de Dios pero que pasa a través de la mediación de la Iglesia. Medicina de la misericordia que comportaría no apartar a esas personas del acceso a los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.

Por lo que yo sé, el Papa ha leído esa propuesta del cardenal Kasper y ha hablado de una “teología de rodillas”. De una teología que se detiene ante el misterio de Dios y que, respetando la grandeza y la santidad divinas, trata de partir de ellas para encontrar soluciones que orienten la vida de los hombres.

No seré yo quien acuse al cardenal Kasper de “rebelde” por proponer, en hipótesis, una posible salida. Una mera posibilidad, una pregunta que abra el debate, o el “lío”. Pero mucho menos me atrevería a tachar de “rebeldes” a quienes, sean cardenales o teólogos o simplemente fieles laicos, en perfecta obediencia a lo que el Papa ha pedido – que se reflexione sobre el tema - , digan honradamente lo que piensan.

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13.09.14

La Santa Cruz

La Iglesia, en esta fiesta, “exalta” la Santa Cruz; realza su mérito, la eleva a la máxima dignidad. En definitiva, hace suya la recomendación que San Pablo dirigía a los Gálatas, que recoge la antífona de entrada de la Misa: “Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en Él está nuestra salvación, vida y resurrección; Él nos ha salvado y libertado” (cf Ga 6, 14).

El lenguaje de la exaltación se contrapone al lenguaje de la humillación. El misterio de la Cruz se comprende enmarcado en ese dinamismo de elevación y de descenso. El que ha sido exaltado es, a la vez, el que “se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2, 8).

En este texto de la Carta a los Filipenses, que probablemente recoge un himno utilizado por los primeros cristianos, se establece un contraste entre Adán y Cristo. Adán, siendo hombre, ambicionó ser como Dios. Jesucristo, siendo Dios, se anonadó a sí mismo, haciéndose semejante a los hombres, descendiendo hasta el extremo de morir como un condenado. También San Juan, en el Evangelio, emplea la imagen de la elevación y del descenso: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3,13).

Celebrar la fiesta de la Santa Cruz constituye una invitación a entrar en este movimiento, a tener “los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús”. ¿Cuáles son estos sentimientos? San Pablo los indica en unos versículos anteriores al himno al que hemos hecho referencia: la unidad basada en la humildad (cf Flp 2, 1-4). La rivalidad, el afán de ser más que los otros, y la vanagloria, la jactancia del propio valer u obrar, generan división. La humildad y la búsqueda, no del propio interés, sino del interés de los demás, crea la unión. Este dinamismo de la Cruz es capaz de transformarnos por dentro, de hacernos vencer el egoísmo, el inmoderado amor a nosotros mismos que nos lleva a prescindir de los demás.

¿Acaso no es todo pecado una muestra de egoísmo? ¿Acaso no engendra el espíritu de rivalidad despiadada que parece invadirnos toda clase de rupturas? Pensemos en la fractura que separa a los pobres de los ricos, a los países desarrollados de los países empobrecidos, pero también en los muros que se interponen entre los hombres y que generan el rompimiento de relaciones: en el seno del matrimonio, en la familia, entre los compañeros de trabajo. Con frecuencia, si nos dejamos llevar por el egoísmo, convertimos al otro en un enemigo, y no en un hermano.

Esta mentalidad inmisericorde está detrás, por ejemplo, de la cultura de la muerte. Cuando se desprecia la vida de un niño que viene a este mundo, y se llega incluso a matarlo con pretextos más o menos graves o cuando se considera inútil la existencia de un enfermo o de un anciano, estamos dando pasos hacia el triunfo del egoísmo; estamos apostando por la división, estamos denigrando la Cruz de Jesucristo.

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6.09.14

La corrección fraterna

San Pablo resume todos los mandamientos en el amor: “amar es cumplir la ley entera” (Rom 13,10). Pero el verdadero amor no es indiferente con relación al destino del prójimo. Hemos de ver a los otros no como instrumentos útiles para nuestros intereses, sino como hermanos, como miembros de la familia de Jesús que es la Iglesia. Una familia en la que cada uno de nosotros debe sentirse corresponsable del bien de los demás.

El pecado no solamente aleja al hombre de Dios, sino que introduce también una distancia entre los que, por seguir al Señor, somos hermanos. El profeta Ezequiel pone en boca de Dios una advertencia muy seria: Si “tú no hablas, poniendo en guardia al malvado, para que cambie de conducta; el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre” (Ez 33, 8). Es decir, Dios nos va a pedir cuenta de nuestra negligencia a la hora de preocuparnos por la salvación de los demás.

Jesús concreta todavía más la práctica de la fraternidad, exhortándonos a velar por los hermanos para que ninguno se pierda. Al que peca, al que se aparta de Dios y crea discordia en la Iglesia, hay que intentar volver a reintegrarlo en la comunidad, sin abandonarlo a su suerte como si su situación no fuese cosa nuestra. A este fin se orienta la corrección fraterna: “repréndelo a solas entre los dos”, “si no te hace caso, llama a otro o a otros dos”, “si no les hace caso, díselo a la comunidad”. Y si no hace caso a la comunidad “considéralo como un pagano o un publicano” (Mt 18, 15-17).

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