InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: 2014

28.10.14

Los Novísimos y lo que parece que se oye y no se escucha

Recuerdo una parroquia romana que, sobre la puerta que daba acceso al templo, tenía instalado un cartel luminoso, en el que lucían distintos mensajes. Cuando uno pasaba por delante, o cuando el autobús urbano se detenía ante los semáforos situados a la altura de esa iglesia, la mirada – casi sin proponérselo – tendía a posarse en el letrero de fondo negro y letras rojas que, con periodicidad variable, repetía, para asombro del viandante, diversos puntos de la doctrina cristiana. Por una larga temporada podía leerse el siguiente anuncio: «I Novissimi: morte, giudizio, inferno e paradiso» (los «Novísimos» son cuatro: «muerte, juicio, infierno y paraíso»).

Quizá convendría situar en algún punto de nuestras ciudades un cartel semejante que recordarse, a quien quisiera leerlo, los puntos centrales del Credo. Podría ser un primer paso para, después, remitir a alguna bibliografía más profunda; por ejemplo, al Catecismo de la Iglesia Católica. Y no por un proselitismo mal entendido, ni por ganar adeptos, sino simplemente por divulgación religioso-cultural, a fin de enseñar al que no sabe y de contribuir a evitar, en lo posible, la frivolidad a la hora de opinar sobre los contenidos de la fe cristiana. Y es que la frivolidad es mala consejera en casi todo y, como escribía G. von Le Fort, el parloteo irreverente sobre «aquellas cosas que sólo deberían decirse de rodillas y con la devoción más profunda produce casi siempre embotamiento y daño».

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25.10.14

Dios, el prójimo y uno mismo

En nombre de los fariseos un escriba, un doctor de la Ley, le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” (Mt 22,36). La Torá, la Ley dada por Dios a Israel, comprendía 248 mandatos y 365 prohibiciones. Todos ellos, mandatos y prohibiciones, son importantes pues Dios no impera nada que carezca de relevancia

 

Si la Ley viene de Dios no se puede establecer una jerarquía entre mandatos importantes y no importantes: todos lo son. Pero, ¿cuál es el mandamiento central de la Ley, aquel que la condensa y la resume? Jesús responde citando la frase que los judíos decían cada mañana en la oración: “Escucha, Israel…, amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Este mandamiento es “el principal y primero” (Mt 22,38).

 

Se trata de amar a Dios manteniendo una relación viva con Él que abarque las dimensiones fundamentales de nuestro ser: “Se te manda que ames a Dios de todo corazón, para que le consagres todos tus pensamientos; con toda tu alma, para que le consagres tu vida; con toda tu inteligencia, para que consagres todo tu entendimiento a Aquel de quien has recibido todas estas cosas. No deja parte alguna de nuestra existencia que deba estar ociosa”, comenta San Agustín.

 

Hay un segundo mandamiento semejante al primero: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,39). Este segundo mandato es inseparable del anterior porque el amor al prójimo y a uno mismo está en realidad contenido en el mandato del amor a Dios. Como explica el Pseudo-Crisóstomo: “El que ama al hombre es semejante al que ama a Dios, porque como el hombre es la imagen de Dios, Dios es amado en él como el rey es considerado en su retrato. Y por esto dice que el segundo mandamiento es semejante al primero”.

 

El amor al prójimo incluye a todos, también a los extraños y extranjeros (cf Ex 22,20-26). El prójimo debe ser tan importante para mí como yo lo soy para mí mismo. ¿Cómo se puede verificar este amor al prójimo? Cumpliendo la “regla de oro”: “Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: ésta es la Ley y los Profetas” (Mt 7,12).

 

Tampoco debemos minimizar el mandato del amor a sí mismo. Uno se ama a sí mismo, sin que ello signifique ser egoísta o narcisista, en cuanto quiere el bien para sí. Y amamos a los demás si queremos el bien para ellos. Pero para nosotros y para los demás solo es bueno lo que procede de Dios y lo que nos orienta hacia Él, que es la misma bondad.

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24.10.14

La Iglesia, entre el accidente y la enfermedad

Es conocido que el papa Francisco emplea un lenguaje muy plástico: “Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”, dice en la exhortación apostólica Evangelii gaudium.

 

En realidad, nadie desea, en lo personal, ni un accidente ni una enfermedad. Pero la vida, en general, comporta riesgos, que hay que afrontar. Sucede lo mismo en la vida de la Iglesia. Y no solo ahora, sino desde el principio de su caminar por la historia.

 

La lectura de las cartas de San Pablo nos pone en antecedentes; sobre todo la lectura de la primera carta a los Corintios. Se ve que en esa comunidad, en Corinto, el riesgo de accidente era grande. Se valoraban excesivamente, en las asambleas litúrgicas, ciertas manifestaciones de entusiasmo espiritual, como el don de lenguas o el don de curar.

 

San Pablo se siente obligado a poner orden. Y el principio del orden es el siguiente: servir al bien común de la Iglesia. La libertad ha de compaginarse con la autoridad; el carisma – la gracia conferida libremente a los fieles – con la estructura, con la objetividad institucionalizada derivada de la positiva voluntad de Cristo. En definitiva, dicho en términos teológicos, el Espíritu Santo no se opone a Cristo y, dicho en términos laicos, la libertad no es incompatible, de suyo, con la institución. Sobre esto último reflexionó, en su día, Hegel.

 

Si la Iglesia, como institución, concede espacio a la libertad de los fieles puede accidentarse, y accidentarse gravemente. Corre el riesgo - inseparable de la vida - de que quienes, supuestamente, reciben los carismas quieran llamar la atención o se dejen llevar por el orgullo, por la tendencia al desorden, por la pereza espiritual o por cualesquiera de las pasiones que pueden acechar al ser humano.

 

Pero si la Iglesia se cierra a la libertad, si desconfía sistemáticamente de los dones libremente otorgados por el Espíritu Santo, corre un riesgo no menos grave, el de enfermar, encerrándose en sí misma y en sus propias seguridades.

 

Yo, que temo mucho los accidentes, preferiría casi una enfermedad. Pero si todos, en la Iglesia, nos dejásemos llevar por este miedo a los accidentes, la Iglesia se convertiría en una estructura mucho más perfecta, pero mucho menos viva. Quizá resulte más fácil la tarea del forense que la del médico de campaña. Previsiblemente, el forense se expone a menos sustos, a menos novedades.

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18.10.14

El César y Dios

Leemos en el evangelio según San Mateo que los fariseos “llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta” (cf Mt 22,15). Ni siquiera se la formulan directamente, sino por medio de algunos “discípulos”, acompañados por partidarios de Herodes.

 

La pregunta realmente era capciosa: “¿es lícito pagar impuesto al César o no?”. Quienes le interrogan buscan que Jesús contradiga la voluntad de Dios, afrentando la soberanía divina sobre Israel, o que, por el contrario, se indisponga contra el emperador de Roma, que en aquel entonces era Tiberio, y contra el rey Herodes, aliado suyo.

 

Parecía un callejón sin salida, una alternativa imposible. Sin embargo, el Señor consigue sorprenderlos con su respuesta, dejándolos literalmente sin palabras. Frente a un denario, la moneda del impuesto, Jesús pregunta: “¿De quién son esta imagen y esta inscripción?”. Le contestaron: “Del César”. “Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22,21).

 

Nosotros debemos preguntarnos qué se le debe al César y qué se le debe a Dios. Naturalmente el César, que tiene la autoridad política, no es Dios. Hay un único Dios. Al poder político debemos darle lo que le pertenece: pueden ser los impuestos, puede ser el respeto, puede ser, también, la obediencia. “Deber de los ciudadanos es cooperar con la autoridad civil al bien de la sociedad en espíritu de verdad, justicia, solidaridad y libertad”, nos recuerda el Catecismo (n. 2239).

 

A Dios hay que darle “lo que es de Dios”; por lo de pronto, aquello a lo que obligan sus mandatos, un deber que atañe a toda persona y a toda su vida: Amarle sobre todas las cosas, no tomar su Nombre en vano, santificar las fiestas, honrar al padre y a la madre, no matar, no cometer actos impuros, no robar, no mentir, no consentir pensamientos ni deseos impuros y no codiciar los bienes ajenos.

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17.10.14

Cada cual va en pos de su apetito

Lo dice San Agustín, en un tratado sobre el evangelio de San Juan: “Cada cual va en pos de su apetito”. El apetito es un impulso instintivo que lleva a satisfacer deseos o necesidades.

El Papa Francisco, en Evangelii gaudium 14, dice que la Iglesia ha de atraer a quienes no conocen a Jesucristo o lo han rechazado.

¿Qué significa atraer? Atraer es acercar, es hacer que acudan a sí otras cosas, es ocasionar o dar lugar a algo, es ganar la voluntad, el afecto o el gusto de otra persona; es, también, mantener la cohesión.

 ¿Cómo podemos, los cristianos, atraer a otros, bien sean no cristianos o cristianos que han dejado de serlo? No existe, obviamente, una fórmula mágica. Las personas (humanas) somos personas, individuos de la especie humana, dotados de inteligencia y de voluntad.

 ¿Atraer a alguien es forzar su voluntad? San Agustín dice que no: “No vayas a creer que eres atraído contra tu voluntad; el alma es atraída también por el amor”.

 La atracción del amor no atenta contra la libertad; más aún, inclina la voluntad acompañándola de placer, de goce, de gusto. ¿Quién puede decir que no busca, en el fondo, la verdad, la justicia y la vida sin fin?

 Si realmente buscamos eso, ¿cómo no va a atraernos Cristo? San Agustín dice que no solo los sentidos tienen su deleite. También tiene su deleite el alma. Es perversa la división, la separación, entre alma y cuerpo; entre res cogitans y res extensa; entre inteligencia y sentidos. La Encarnación, la lógica del Cristianismo, no separa, sino que une, trascendencia e inmanencia, Dios y mundo, alma y cuerpo.

 La síntesis entre lo que aparentemente es opuesto la logra un corazón amante: “Preséntame un corazón amante, y comprenderá lo que digo”, comenta San Agustín.

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