InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: 2014

18.06.14

¿Rezar por el Rey? Sí, claro

Es necesario rezar por la autoridad. Y por una razón muy sencilla, porque la necesitamos. Necesitamos que alguien regule la búsqueda del bien común. El “bien común” es, dice el Concilio Vaticano II, “el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección” (GS 26).

No hay bien común sin el respeto a la persona. No lo hay sin respeto a la libertad religiosa. Tampoco hay bien común sin desarrollo y sin bienestar social. No lo hay, bien común, si algunos, o muchos, ciudadanos no pueden comer, o vestirse, o acceder a los servicios sanitarios, o al trabajo, o a la educación. Sin eso, no hay bien común. Y si eso no se busca, la autoridad se deteriora.

La autoridad es necesaria. Pero mandar es servir. Mandar es asegurar, en lo posible, el bien común. Dios cuenta con que sea así. Dios sabe como somos y sabe, mejor que nadie, lo que necesitamos, como personas y como pueblo.

Yo creo que Dios se fía de los hombres. Y de los hombres depende “la determinación del régimen y la designación de los gobernantes”. Todo ello depende de la “libre voluntad de los ciudadanos” (GS 74).

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16.06.14

La defensa no es (siempre) ataque

Defender no ncesariamente es atacar. Cuando alguien defiende algo que considera importante y valioso trata de conservarlo, de ampararlo, sosteniendo, frente a quienes impugnan o cuestionan ese bien o valor, las razones por las cuales nos sigue pareciendo, ese algo, bueno y valioso.

Esta diferencia entre defender y atacar no siempre es nítida, ni mucho menos se percibe, por parte del que mantiene opiniones contrarias, con claridad.

Pongamos algunos ejemplos. Si uno dice que la economía ha de estar al servicio del hombre y que, en consecuencia, los factores económicos no son los únicos que han de determinar enteramente las relaciones sociales, o que el lucro no puede ser la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica, puede parecer, a primera vista, que se está atacando una determinada concepción social, política y económica. Pero el criterio que guía esos juicios no es el ataque, es la defensa de algo bueno y valioso: el bien común, la justicia, la dignidad de la persona.

¿Cómo construir, cómo llegar a este bien común? Aquí, a la hora de decidir esto, creo, entra la libertad y la responsabilidad de los hombres, de cada hombre. Pero, sean cuales sean las preferencias de cada uno, es evidente que se ha de mantener una especie de imperativo ético, de exigencia moral, que nos recuerde qué bienes y valores no podemos perder de vista. Y esa exigencia moral ha de tener un valor normativo, que sirva a la vez de criterio diferenciador para decir, llegado el caso: “Esto no puede ser”, “esto es inaceptable”.

Otro ejemplo: La defensa de la vida humana. Cuando se defiende el valor de la vida humana de un inocente, no se protege solamente un “bien jurídico”; se defiende un bien absoluto. O, dicho de otro modo, se defiende que jamás es lícito privar de la vida a un inocente; ya nacido o aún no, joven o anciano, sano o enfermo. Cuando se defiende este principio no se ataca a nadie; a lo sumo se sostiene un argumento frente a quienes impugnan, relativizan o niegan el valor de la vida.

Lo mismo sucede, a mi modo de ver, cuando se defiende la singularidad y la originalidad del matrimonio, entendido como una unión humana, total, exclusiva, fiel y abierta a la fecundidad, que solo reviste esas características si se da entre el hombre y la mujer. No se ataca a nadie. Se defiende un bien que se estima, por buenas razones, que se ha de preservar.

Debemos, pienso yo, defender lo que sabemos razonable y bueno sin atacar a las personas que ven las cosas de otro modo. Y el objetivo que debemos perseguir, sigo pensando, consiste en mostrar esa racionabilidad y esa bondad; esa verdad, en suma, de lo que defendemos.

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14.06.14

Cada Persona es su amor

Homilía para la solemnidad de la Santísima Trinidad (Ciclo A)

“Bendito sea Dios Padre, y su Hijo Unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros”, proclama la liturgia. Celebrando la fe, reconocemos y adoramos al Padre como “la fuente y el fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación: en su Verbo, encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo” (Catecismo 1082).

Dios se revela a Moisés como “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad” (Ex 34, 6). En la misericordia “se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor”, enseña Benedicto XVI. Dios se manifiesta como misericordioso porque Él es, en sí mismo, Amor eterno e infinito. Por medio de su Iglesia hace posible la comunión entre los hombres porque Él es la comunión perfecta, “comunión de luz y de amor, vida dada y recibida en un diálogo eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo”, explica también el papa.

La naturaleza divina es única. No hay tres dioses, sino un solo Dios. Cada una de las personas divinas es enteramente el único Dios: “El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza”, dice el XI Concilio de Toledo. Siendo por esencia lo mismo, Amor, cada persona divina se diferencia por la relación que la vincula a las otras personas; por un modo de amar propio, podríamos decir. Como afirmaba Ricardo de San Víctor, cada persona es lo mismo que su amor.

El Padre es la primera persona. Ama como Padre, dándose a sí mismo en un acto eterno y profundo de conocimiento y de amor. De este modo genera al Hijo y espira el Espíritu Santo. La segunda persona es el Hijo, que recibe del Padre la vida y, con el Padre, la comunica al Espíritu Santo. El Espíritu Santo es la tercera persona, que recibe y acepta el amor divino del Padre y del Hijo.

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13.06.14

¿Nos pasamos de “aconfesionales”?

No acabo de entender la aparente normalidad con la que, por parte de algunos representantes de la Iglesia en España, se da por buena la ausencia de cualquier celebración religiosa en la proclamación del nuevo Rey. Mi opinión es que, en este tema, se debe respetar la voluntad, y la conciencia, del futuro Rey. Pero el respeto no es, sin más, el aplauso.

Ser Rey es algo muy importante. Significa, entre otras cosas, ser la cabeza de una nación, el Jefe del Estado. Y la persona llamada a desempeñar esa relevante tarea no puede ser “obligada” a prescindir de invocar la ayuda de Dios cuando asume ese cargo. Si nos constase a todos que Felipe de Borbón fuese ateo o agnóstico, habría que aceptar que, en su proclamación, no hubiese ninguna referencia religiosa.

Pero no parece que sea así. Ha sido bautizado. Ha recibido la Confirmación. Se ha casado canónicamente. Se le ha visto, en muchas celebraciones, haciendo la señal de la cruz e incluso comulgando. No se presenta como un ateo, sino como un católico.

Aunque el Estado sea aconfesional – y eso significa que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” - , los servidores del Estado – entre ellos, el Rey – gozan de libertad religiosa, “sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley”.

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12.06.14

Retirar el crucifijo

Se ve que a algún partido político le preocupa en gran manera que la efigie o imagen de Cristo crucificado esté presente en las habitaciones de un hospital. Sin embargo, no parece que esta preocupación sea compartida por los pacientes de dicho hospital, ni por los médicos, ni por el resto del personal sanitario.

En cierto modo, Cristo en la cruz es un icono del sufrimiento humano. Los que sufren, los que están hospitalizados, los enfermos en general, son, en buena medida, personas con el cuerpo semidesnudo, famélicas y llenas de heridas. Esa es también la humanidad: “Ecce homo”.

El desagrado ante la imagen de Cristo quizá esté relacionado con la aversión que produce, en algunos, la debilidad humana. No todo, en el hombre, es vigor, juventud, salud y belleza. Igualmente humano es lo contrario de todo esto: las fuerzas fallan, la juventud se convierte en vejez, la salud da paso a la enfermedad y la belleza de un cuerpo sano deja paso, tantas veces, a la aparente no belleza, a la “fealdad”, de un cuerpo dolorido, privado hasta de “la apariencia”, que parece ser uno de los ídolos de nuestra época.

Cristo, en su pasión, ha asumido y redimido este lado oscuro del hombre. Los cristianos nos dejamos conmover el Viernes Santo con un texto del profeta Isaías: “Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros; despreciado y desestimado”.

Cristo se ha solidarizado tanto con los hombres que la exclusión – por decreto - de su imagen, la de Cristo, presagia la exclusión – también por decreto – de quienes, de algún modo, son “sacramento” suyo: los enfermos, los ancianos, los desahuciados, los pobres. Es decir, la otra cara de los ídolos imperantes, que son la juventud, la belleza, la riqueza y la fama.

Yo creo que los partidos políticos deben estar para otra cosa. Si a un paciente de un hospital le molestase el crucifijo, podría, simplemente, pedir que lo retirasen de su habitación. Pero yo no creo que a los pacientes les moleste un Dios que ha padecido, como nosotros y por nosotros. Más bien puede infundirles, esa efigie, consuelo y esperanza.

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